“Nos llaman de todos los sitios” (II)

La noticia del fallecimiento de Mons. Javier Echevarría, Obispo Prelado del Opus Dei, ha sido recibida por los fieles de la Prelatura, por los cooperadores y por todos aquellos que participan de sus apostolados, con el natural sentimiento de tristeza y orfandad con que se recibe la muerte del padre en una familia unida y bien avenida.

Andrés Vázquez de Prada al inicio de su biografía del Fundador del Opus Dei, traza algunas líneas definitorias de la personalidad del santo, que me parece interesante recalcar: describe a san Josemaría Escrivá como un don de Dios a su Iglesia, y como Padre de una gran familia que "tomó dócilmente sobre sí el secundar los designios de Dios. No volvió las espaldas al mundo. Se interesó por su marcha y progreso. Puso audacia y optimismo en sus afanes apostólicos. Proclamó que la santidad no es tan sólo para los privilegiados. Abrió, en fin, con su mensaje los caminos divinos de la tierra. Caminos de santificación para todos los que, en medio del mundo, trabajan por amor a Dios y a los demás hombres"

A la muerte del Fundador el año 1975, quien hizo cabeza en esta familia fue, como sabemos, Don Álvaro del Portillo. El prodigio que entonces se verificó, fue expresado de modo sencillo y contundente por una mujer de la Obra que manifestó ante el mismo beato Álvaro, la sensación que tenía de que el que había muerto, en realidad, no había sido san Josemaría, a quien veía vivo en su sucesor, sino que le parecía más bien que quien había desaparecido era el mismo Don Álvaro, al tomar sobre sus hombros de buen pastor el papel de Padre en el Opus Dei.

Las cualidades de san Josemaría, con las que su biógrafo lo define, podrían aplicarse perfectamente como rasgos característicos de la personalidad de su primer sucesor, el beato Álvaro del Portillo. Aunque sus caracteres fueron tan distintos entre sí, es una realidad que el beato Álvaro supo secundar de tal manera el espíritu del Fundador, que reprodujo en su vida al frente de la Obra la presencia misma de san Josemaría, volviéndose un icono de fidelidad para todos los miembros del Opus Dei.

Pues bien, puedo decir también, sin temor a equivocarme, que he visto en Mons. Javier Echevarría, las características de san Josemaría Escrivá y del beato Álvaro Del Portillo, reproducidas en su persona y en su papel de Prelado del Opus Dei de un modo tan fiel, que podemos calificarlo como perfecto continuador de la paternidad espiritual legada por esos dos hombres santos que lo han precedido.

Y es que, efectivamente, Mons. Echevarría, como san Josemaría y el beato Álvaro,"tomó dócilmente sobre sí el secundar los designios de Dios"

He tenido la gracia de Dios de haber vivido diez años en Roma, muy cerca de Mons. Echevarría, conservo en mi mente y en mi corazón muchos recuerdos personales como enseñanzas vivas de un hombre fiel y generoso. Un verdadero padre que sabía transmitir a sus hijos buen humor, amor a Dios y afán apostólico. He visto en multitud de detalles su amor a la Iglesia y al Papa, una profunda convicción de ser instrumento de cosas divinas, y su disponibilidad para acudir ahí donde sus hijas e hijos lo necesitaban, viviendo una caridad paterna extraordinaria. Pude ver en innumerables ocasiones el modo como nos comunicaba noticias de todo tipo: alegrías, penas, preocupaciones, desafíos,... y en todos esos momentos, tan diversos, se podía contemplar en su persona una estabilidad de ánimo, una fortaleza y seguridad, que infundía a todos serenidad y confianza en Dios.

Y es que, efectivamente, Mons. Echevarría, como san Josemaría y el beato Álvaro,"tomó dócilmente sobre sí el secundar los designios de Dios":

Para él, lo más importante era hacer el Opus Dei en la tierra, y eso se realizaría si todos nosotros, sus hijos, llegáramos a cumplir en nuestras vidas esos designios divinos. Nos transmitió la convicción de que el Opus Dei será lo que Dios quiere que sea en el mundo, si los miembros del Opus Dei somos fieles, si luchamos para alcanzar la santidad a la que hemos sido llamados.

Recuerdo una ocasión, en la que invitó a comer a Villa Tevere (sede central del Opus Dei) a un prelado oriental. En la conversación, el invitado habló de la urgente conveniencia y necesidad de que el Opus Dei comenzara cuanto antes su labor apostólica en Jordania. - ¡Jordania!... pensó y exclamó Mons. Echevarría con sorpresa, pues en el panorama de países en los que podría expandirse el Opus Dei a breve plazo, no aparecía este país islámico. El obispo insistía en que era un lugar importante, adecuado, con una población joven, un régimen más abierto que otros países musulmanes, donde se podría gozar de las mínimas garantías de libertad para el trabajo apostólico. Mons. Echevarría escuchaba con interés y un poco de pena, ante la imposibilidad de acceder por el momento a una petición tan entusiasta.

"hijos míos, ¡que os duela!... he querido contároslo para que nos demos cuenta de que nos llaman de todos los sitios... y que debemos ser cada día más fieles para llegar donde Dios quiere"

Aquello no se quedó ahí. Ese mismo día el Padre nos llamó, y reunidos con él en tertulia de familia, nos contó el sucedido. Recuerdo la impresión que me causaron sus palabras cuando, al terminar la anécdota, nos dijo con fuerza: "hijos míos, ¡que os duela!... he querido contároslo para que nos demos cuenta de que nos llaman de todos los sitios... y que debemos ser cada día más fieles para llegar donde Dios quiere".

Para el Padre aquello fue más que una anécdota, era un reclamo divino de fidelidad, era un puyazo en el corazón para ser más generoso, pues se daba cuenta de que era a través de esas peticiones aparentemente tan "normales", como el Señor nos hace ver su Voluntad. Sí, Dios quiere que vayamos a Jordania, y tenemos que ser mejores y ser más, para poder responder a su llamado. Y nos animaba a rezar.

Mons. Echevarría fue un hombre rezador, mejor: un hombre piadoso. Su piedad estaba claramente marcada, esculpida, como sellada por "derechos de autor", por el espíritu de san Josemaría Escrivá, de quien aprendió desde joven a amar a Jesucristo. Fui también testigo de cómo aprovechaba el tiempo para rezar, podría decir que aprovechaba cada instante. Muchas veces tuve la ocasión de acompañarle, conversando por algún pasillo de la casa, y tengo el recuerdo muy vivo de cómo notaba yo que, mientras le contaba algo referente a mi trabajo o a mis amigos, me tomaba del brazo, me escuchaba y me encomendaba al Señor. Cuando pasábamos delante de una imagen de la Santísima Virgen, no tenía reparo en girarse un poco para mirarla, y seguir así nuestro camino. Aprendí con esos gestos tan sencillos, que es posible estar muy pendiente de Dios sin dejar de estar muy atentos a las necesidades de los demás.

Era evidente que el Evangelio era su guía, su alimento. Siempre me llamó la atención, el entusiasmo con el que hablaba de las escenas evangélicas, casi como un testigo presencial. Siempre que tuve la ocasión de asomarme a la tribuna del pequeño oratorio donde solía hacer su oración de la tarde, encontré un pequeño volumen de los evangelios y, junto a él, un lápiz a veces, otras veces un bolígrafo, y alguna agenda o trocitos de papel, que atestiguaban la dinamicidad de su trato con Dios. Nunca vi esos evangelios en la misma posición. Era claro que en ese sitio se llevaba a cabo una oracion llena de vida, de esfuerzo por profundizar, que luego salía a relucir no solamente en sus clases o pláticas y meditaciones, sino en su trato corriente, en las conversaciones de familia que entretejían la vida de todos los días.

Puedo decir, con miles de personas, que de su piedad me he visto personalmente beneficiado, pues en estos 22 años el Padre nos ha llevado como el buen pastor, a pastos donde podíamos alimentar nuestra vida interior: sus cartas, sus consejos, sus orientaciones, han sido para mí y para todos en la Obra verdadero alimento espiritual.

Un ejemplo, que una vez más viene de un recuerdo personal: es un detalle que puede parecer excesivamente sencillo como para merecer ser contado, pero sinceramente supuso para mí un suceso importante.

Era el mes de mayo del año 2002. Estaba a punto de concluir mis estudios de licenciatura en teología, y sentí el impulso de manifestar ante el Padre mi disponibilidad para ser ordenado sacerdote si era llamado por él. Aproveché un encuentro circunstancial en un vestíbulo de Villa Tevere, para expresarle ese deseo con mucha confianza. No podré olvidar nunca su respuesta. No me refiero solamente a las palabras que me dirigió, sino la respuesta que me dio también con su expresión, con su mirada, con su gesto paterno lleno de cariño: " me alegra mucho que tengas esa disposición; al mismo tiempo recuerda que necesitamos muchos laicos bien formados, que puedan ser apoyo... " y después, esbozando una sonrisa llena de afecto concluyó: " ...pero mira, déjalo en manos de la Virgen y verás que todo saldrá muy bien".

No dudé en seguir de inmediato su consejo, y desde entonces una paz profunda me fue concedida. Nunca me he olvidado de seguir esa pauta ante cualquier incertidumbre: dejar una circunstancia preocupante en manos de la Virgen, es la clave para que todo salga bien. De verdad, haber seguido este consejo me ayudó a vivir y trabajar con paz y serenidad en Roma, durante los siguientes siete años, antes de recibir la llamada del Padre al sacerdocio.