A su lado nadie se sentía excluido, tenía la capacidad de crear a su alrededor un clima de confianza y de serenidad. Lo vi tratar con todo tipo de personas. Durante mi estancia en Roma, pocas veces me codeé con personajes como dicen en Italia, di spicco, - de relieve -, aunque pude ver más de alguna ocasión, siendo testigo presencial, el modo como el Padre se relacionaba con algunos obispos de la Curia romana, o venidos a Roma desde sus respectivas diócesis, y con todos ellos el trato estaba lejos de formalidades, siendo siempre cordial, humilde, eran ellos verdaderos hermanos en el episcopado, aunque en ocasiones, para algunos más jóvenes, era imposible no verlo como un padre. En cambio sí conocí y traté directamente mucho tiempo con personas como el pintor, el sastre, el electricista, el peluquero, etc., que me referían con emoción lo que el Padre les había dicho en su último encuentro, el interés que había manifestado en sus familias, y su agradecimiento por tantos detalles humanos de un hombre de Dios, para con ellos.
Para Mons. Echevarría, cada alma valía toda la sangre de Cristo, y esto lo había aprendido de san Josemaría directamente. Aprendió a mirar a cada persona con ojos de eternidad, como una hija o un hijo de Dios, y esa mirada hacía que uno se sintiera apreciado, importante.
Todo lo llevaba a Dios y todo lo aprovechaba para hacernos pasar un rato agradable y para encendernos en deseos de hacer mucho apostolado.
Era tan fuerte esa convicción, que durante muchos años nos insistió en pedir al Señor y trabajar para que vinieran cuanto antes 500 vocaciones a la Obra. Decía que las necesitábamos para poder cumplir lo que Dios nos pedía, y sabía que era posible, porque el mundo está lleno de gente buena, porque había hombres y mujeres de todos los países, de todos los ambientes, de todas las profesiones honradas y de cualquier situación económica o social, con ideales grandes, capaces de entregar su vida a Dios y a dedicar sus energías a servir a los demás. Este número, 500, se volvió un símbolo de audacia, de optimismo y de afán apostólico en mis años romanos; fueron cientos de veces que escuché al Padre hablar de esos 500. Recuerdo una vez que al llegar con nosotros en una reunión de familia, traía en sus manos un folleto publicitario doblado en varias partes. Con buen humor, lo fue desdoblando, mientras suscitaba nuestra curiosidad. En un momento dado pudimos leer una frase que decía algo así como: "hay un número del que muy pronto todo mundo hablará..." y al final, con el folleto totalmente desplegado, apareció un enorme 500, que hacía referencia a un famoso modelo de auto italiano. Todo lo llevaba a Dios y todo lo aprovechaba para hacernos pasar un rato agradable y para encendernos en deseos de hacer mucho apostolado.
Otro recuerdo personal me viene a la cabeza, y es que aunque mis padres no fueran de la Obra, y ni siquiera frecuentaran los medios de formación del Opus Dei, siempre han respetado mucho mi vocación y alimentaron un gran cariño y veneración por san Josemaría a cuya intercesión acuden con devoción. Cada vez que hablaba por teléfono con ellos desde Roma, me decían unas palabras de afecto para hacérselas llegar al Padre, y yo, cada vez que tenía la ocasión, se las transmitía. Pues bien, casi siempre, cuando el Padre me escuchaba lo que le contaba de mi familia, me preguntaba: y tu papá, cuando va a ser de la Obra?... La verdad es que yo conocía a mi padre, una persona honrada, buena y trabajadora, pero nunca había sido demasiado cercano al Opus Dei. Yo no pensaba en esa posibilidad, o al menos la veía como algo muy remoto, pero me daba cuenta de que el Padre siempre me preguntaba lo mismo, y lo encomendaba.
Son esos caminos divinos que roturó con esfuerzo, con abnegación y total olvido de sí mismo.
Cuando me despedí del Padre, al dejar mi estancia en Roma y volver a México, me volvió a decir algo parecido, animándome a rezar por mi padre. Diversas circunstancias fueron haciendo que mi padre conociera más de cerca algunas personas de la Obra, que lo trataron, lo acercaron a los medios de formación, y cinco años después, a la edad de 75 años, me comunicó la alegre sorpresa de haber pedido la admisión como supernumerario del Opus Dei. No pude dejar de pensar y no me queda la menor duda, de que fue el Padre quien con su oración, le consiguió la gracia de la vocación, que puede llegar en la juventud, en la madurez o en la ancianidad, pues es una llamada a la santidad abierta a todo tipo de personas, de ninguna manera para privilegiados.
Mons. Echevarría, como san Josemaría y el beato Álvaro, "Abrió, en fin, con su vida y trabajo, los caminos divinos de la tierra":
Son esos caminos divinos que roturó con esfuerzo, con abnegación y total olvido de sí mismo. Basta contemplar los frutos de sus viajes pastorales a todos los continentes del planeta. Los 17 países en los que bajo su impulso comenzó el trabajo apostólico del Opus Dei (Lituania, Estonia, Eslovaquia, Líbano, Panamá, Uganda, Kazajstán, Sudáfrica, Eslovenia, Croacia, Letonia, Rusia, Rumanía, Indonesia, Corea, Sri Lanka y Malasia) y los miles de personas que fueron recibidas personalmente por él. Pienso que más que en las naciones, los caminos divinos abiertos por Mons. Echevarría los encontramos en miles de corazones que recibieron influencia de su santidad de vida.
Fue con su vida y con su trabajo, como continuó fidelísimamente esa tarea iniciada por Dios en la vida de san Josemaría Escrivá de Balaguer, continuada por el beato Álvaro del Portillo, y que ahora Mons. Javier Echevarría deja a su sucesor, concluyendo su carrera como un atleta esforzado, como la estafeta entregada perfectamente a tiempo, de modo preciso, obligando a quien la reciba a tomarla fuertemente para no dejar caer el fruto de tanta santidad, y correr con entusiasmo siguiendo los pasos de estos tres hombres de Dios.
En el Opus Dei tenemos la convicción de contar ya desde hoy con tres intercesores que han sido Padres ejemplares. En el camino de nuestra vocación este hecho nos infunde una gran seguridad y un gozo espiritual indescriptible. Desde el fondo de nuestras almas, suben al Cielo acciones de gracias por el don tan grande de haber tenido tres modelos tan sublimes de amor a Dios y a la Iglesia.
“Cuando el Señor me haya llamado a su presencia, casi todos vosotros —es ley de vida— seguiréis en la tierra. Acordaos entonces de lo que os decía el Padre: os quiero mucho, mucho, con locura, pero os quiero fieles.
Por eso, lo que he querido expresar en el título de este artículo, no es el sentimiento subjetivo de orfandad, sino más bien una realidad objetiva, numérica: porque cuando murió San Josemaría Escrivá los fieles de la Obra sumaban unos 60,000 personas y, desde entonces, gracias a Dios la familia del Opus Dei ha crecido en número, de manera que hoy, son más las almas que se sienten hijas del Padre. Más que las que sufrieron la muerte de Don Álvaro, lloramos hoy la muerte del Mons. Javier Echevarría: nunca antes tantas personas del Opus Dei habían, experimentando esta tristeza, la pena de la orfandad, y por eso digo que hoy, el Opus Dei, es más huérfano que nunca.
El amor del Fundador por los miembros del Opus Dei era tan grande, que él mismo no se lo explicaba si no como un don de Dios que tenía como fin la santificación de sus hijos espirituales. Siempre fue consciente por tanto de que esa paternidad y esa filiación no eran perecederas; subsistirían más allá de su muerte.
Ahora, ante la marcha al cielo de otro sucesor del Fundador del Opus a Dei, que vivió su paternidad espiritual con tal grado de identificación con él, me parece escuchar de labios de Mons. Echevarría las mismas palabras que pronunció en su momento san Josemaría:
“Cuando el Señor me haya llamado a su presencia, casi todos vosotros —es ley de vida— seguiréis en la tierra. Acordaos entonces de lo que os decía el Padre: os quiero mucho, mucho, con locura, pero os quiero fieles. No lo olvidéis: sed fieles. Os querré también cuando haya ya dejado este mundo para ir, por la misericordia infinita del Señor, a gozar de Dios. Tened la seguridad de que entonces os querré más aún”.