Nuestro Señor nos dice muchas cosas. En concreto hoy, en la fiesta de san Josemaría. Hay momentos en la vida de este santo que podemos mirar con ojos más amplios a la luz del Evangelio. Podemos pensar en cómo Nuestro Señor se hizo el encontradizo con Simón Pedro, un día ordinario de trabajo. Ese fue precisamente el mensaje que Dios le hizo ver a san Josemaría: “Recuerda a la gente que puede ser santa en medio de su vida ordinaria. Recuérdale, sobre todo, que nos podemos encontrar con Nuestro Señor en el trabajo, a través del cual Él también entra a nuestra vida.
Por lo tanto, nuestro trabajo también es camino de santidad. No solo lo es la iglesia en la Misa del domingo. Las labores ordinarias son medio para encontrarnos con Jesucristo. Así se metió Nuestro Señor en la vida de san Josemaría, de un modo ordinario. Lo hizo a través de unas huellas en la nieve que san Josemaría siguió y que lo llevaron hasta un carmelita descalzo, arrodillado ante el Santísimo. Conmovido, se preguntaba: “Si otros hacen tantos sacrificios por Dios y por el prójimo, ¿no voy a ser yo capaz de ofrecerle algo?”
Con esa pregunta, Jesucristo se fue metiendo en su vida, así como se va metiendo en la de cada uno de nosotros. Todos los días, nos hace esa misma pregunta: “Y tú, qué puedes hacer por Mí?” Porque lo que Él ha hecho por nosotros, está muy claro. La entrega de Cristo por cada uno, en la Cruz, nos muestra lo mucho que Dios nos ama. Esto, a su vez, nos puede llevar a preguntarle: “Y yo, Señor, ¿qué puedo hacer por ti?”. Ojalá lo hagamos todos días: “Hoy, Jesús, ¿cómo te puedo sorprender? ¿Qué puedo hacer para alegrar tu día? ¿Hoy qué puedo hacer para consolarte?”
Así se fue metiendo Nuestro Señor en la vida de san Josemaría, y eso le llevó a dos cosas: a rezar más, pidiéndo a Dios que le hiciera ver y escuchar lo que quería de él, y a hacer pequeños sacrificios, para descubrir cuál era la voluntad de Dios en su vida.
De igual forma, nosotros podemos rezar más y hacer pequeños sacrificios para ver qué es lo que Dios espera de cada uno. ¿Cuál es mi vocación? ¿A qué estoy llamado? Y, una vez que hemos encontrando nuestra vocación, esa oración y ese sacrificio nos llevan a vivir, cada día, lo que Dios espera de nosotros. Lo curioso es que esto es precisamente como el encuentro que Jesús tuvo con Pedro: se metió en su barca y le hizo una invitación: “Lleva la barca mar adentro y echa las redes para pescar”.Dios también se metió en la vida de san Josemaría y le hizo una invitación, una llamada muy clara a transmitir un mensaje: “la santidad en medio del mundo”. Así nació el Opus Dei, una institución cuyos miembros, por vocación divina, están llamados a difundir este mensaje. Y tú y yo tendríamos que sentarnos a pensar: “a ver, Señor, ¿a mí qué me pides? ¿Qué quieres de mí, en mi familia, mi trabajo, mi vida social, en mi día?
Simón Pedro, ante la invitación de Cristo, se encontró en una coyuntura: ¿Le hago caso a ese Señor que se acaba de meter en mi barca y que no conozco? Si alguien sabe de pesca, soy yo, lo he hecho durante años. Sé que ya no es hora, sé que no es el mejor momento. Pero Nuestro Señor tiene tal fuerza que no le queda más que obedecer. Y lo hace con gusto: “en Tu nombre, echaré las redes”. ¡Vaya sorpresa que se llevó! Una red llena de peces.
Cuando san Josemaría responde a la llamada de Dios a fundar el Opus Dei, contaba, en sus propias palabras, “con tan solo 26 años de edad, la gracia de Dios y buen humor”. Eso era todo lo que tenía para hacer lo que Dios le pedía. Era poco, pero, con la gracia de Dios, también era bastante.
El buen humor también puede ser muy necesario para hacer la voluntad divina: con alegría, sin excusas, sabiendo que Él se encargará de que las cosas salgan. Seguir a Dios tiene como consecuencia ser fecundos: la red llena de peces, las instituciones dentro de la Iglesia, las obras, las personas, son prueba de ello. A mí me impresiona que, a la muerte de san Josemaría, había 60 mil miembros en el Opus Dei, 60 mil personas que luchaban por ser santas. ¡Cuántas personas se acercaron a Dios, en tan pocos años, gracias a la fidelidad de un hombre! Por eso, san Josemaría solía decir: “De que tú y yo nos portemos como Dios quiere dependen muchas cosas grandes.” El seguir de cerca a Jesús lleva consigo la ilusión de llevarle muchas almas, porque al Cielo no podemos llegar solos. Necesitamos llegar con las manos llenas.
Cuando yo tenía doce o trece años, viajé con toda mi familia de Monterrey a Saltillo para recoger a mi mamá que había asistido a un retiro. Lo atendía un sacerdote franciscano. Varios de la familia nos pudimos confesar y todos comulgamos. Cuado íbamos de regreso, se me ocurrió decirle a mi mamá: “Mamá, sería muy padre que chocáramos y nos muriéramos todos”. Cuándo me preguntó la razón, le contesté: “es que me fijé que todos comulgamos y que el padre nos dio la bendición al final. Pues imagínate, si nos morimos, nos vamos todos al Cielo”.
A lo que mi mamá respondió: “Muy bien. Pero, cuando llegues con san Pedro, te va a preguntar: ¿cuántos amigos traes contigo? ¿A cuántos amigos les hablaste de la confesión, los animaste a ir a Misa el domingo, a cuántos les hablaste de la Virgen?” Y yo, después de pensarlo por un momento, le dije: “Entonces mejor que no nos muramos”.
Claro. Hubiera llegado al Cielo con las manos vacías. Al Cielo no podemos llegar con las manos vacías. Tenemos que llegar con las manos llenas de amigos, de personas que hemos acercado a Dios y les hemos abierto horizontes, poniéndolos delante de Nuestro Señor. Por eso, seguirlo y hacer Su voluntad, como hizo san Pedro, como hizo san Josemaría, como queremos hacer tú y yo, nos tiene que llevar a ser muy fecundos. Hay que tener ilusión por acercar muchas almas a Dios y no conformarnos con ser buenos nosotros. La santidad a la que Dios nos llama es para que muchos otros se animen a ser santos también.
Hay otra cosa muy interesante en el Evangelio. Después de llevar las barcas a la orilla, Pedro se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: “apártate de mí, Señor, porque soy un pecador”. Si san Josemaría se sentía algo, era eso: un pecador, una persona indigna que no quería fundar nada. Y, sin embargo, hizo lo que Dios le pedía. Decía esa frase audaz: “no soy nada, no valgo nada, no puedo nada, es más, soy la nada”. Delante de Dios, somos nada, nos ha creado de la nada y sin Él, somos nada. Pero con Él, lo podemos todo.
¡Qué necesario es sabernos y sentirnos pecadores! ¡Qué alegría nos da saber que podemos fallar! Fallamos en múltiples ocasiones y podemos decir, con san Josemaría: “yo hago de hijo pródigo muchas veces al día”. Me equivoco y vuelvo al Señor continuamente. Dios, al elegirnos, al darnos la gracia de la fe por el bautismo, sabe que tenemos defectos. Al llamarnos a ser santos, sabe que tenemos defectos. Eso nos tiene que dar tranquilidad, pero al mismo tiempo nos tiene que llevar a luchar para querer hacer la voluntad de Dios.
Al final del Evangelio, Jesús dice a san Pedro: “no temas, desde ahora serás pescador de hombres”. Luego llevaron las barcas a tierra y dejándolo todo, lo siguieron. Ojalá que la fe que tú y yo vivimos sea tan fuerte que decidamos seguir de verdad a Nuestro Señor. Seguirlo ahí, donde nos toca, en la vida ordinaria: en la familia, en el trabajo, en la vida social, en el descanso. Que todo nos lleve a Dios. De ese modo alcanzamos la santidad a la que Dios nos llama y seremos felices. San Josemaría decía que los santos son los hombres más felices aquí en la Tierra y luego en el Cielo.
Pidamos a la Virgen que nos ayude a ver con claridad lo que Dios quiere de nosotros en cada momento y que nos dé la fuerza para seguirlo, para ser hombres y mujeres dispuestos a lo que Él necesite. Así, seremos personas que llegarán al Cielo, no solos, sino junto a muchos más.