Beatificación de Álvaro del Portillo, un regalo de Dios

Álvaro del Portillo fue un hombre fiel. Fiel a su vocación divina, fiel a san Josemaría, al espíritu que Dios le había confiado, fiel en las cosas pequeñas, fiel en el menor detalle, todos los días y hasta el final.

Una beatificación es un regalo de Dios, especialmente cuando la huella del profesionista ejemplar, del hombre altruista, del ciudadano sensible a las necesidades de los demás, del amigo sincero, del hombre fiel, y por si todo esto fuera poco, del sacerdote enamorado de Dios convergen, como en este caso, en la figura de don Álvaro del Portillo, quien será beatificado el 27 de septiembre en Madrid.

Álvaro del Portillo fue el tercero de ocho hijos de una familia madrileña de profundas raíces cristianas. Su madre, doña Clementina Diez de Sollano, nació en Cuernavaca, México, donde contrajo matrimonio con don Ramón del Portillo. Álvaro, su hijo, conservaría una especial cercanía con este país, como sucede cuando guardamos recuerdos de los primeros años de la infancia, costumbres que heredamos de nuestra madre, plasmadas en sabores, colores, canciones, y hasta en oraciones que aprendimos de sus labios: “Dulce Madre no te alejes, tú vista de mí no apartes...”, es una oración de origen mexicano que don Álvaro aprendió desde niño.

Durante sus primeros años, transcurridos en medio de una infancia tranquila y feliz, quedó grabada en lo más profundo de su alma la impronta de un carácter quemarcó la trayectoria de su vida: sencillez, bondad y naturalidad, y a la vez un temperamento fuerte y enérgico. Nada le hacía resaltar especialmente entre sus hermanos, a no ser su carácter reflexivo y discreto que se fue forjando en la humildad, como si Dios le fuera disponiendo a la misión que le tenía preparada al lado de san Josemaría, la de impulsar el Opus Dei, sabiendo hacer y desaparecer. Estar atrás y pasar desapercibido fue lo suyo, ser fundamento, cimiento, roca firme o “Saxum”, como le había apelado cariñosamente el fundador al poder descansar en él, como en ningún otro de sus hijos.

Otro rasgo distintivo de don Álvaro que nos hace sentirle más cercano, de alguna manera más asequible de imitar, es su mentalidad laical. No se trata de un anacoreta o de un místico dedicado a la meditación, misión por demás trascendente para implorar el auxilio divino por la oración y penitencia apartándose del mundo, sino de un seglar, de un ingeniero de caminos más tarde ordenado sacerdote, de un cristiano como cualquier otro, sin más compromiso que el hecho sencillo y sublime del Bautismo. Siendo contemplativo sin renunciar al mundo, supo descubrir a Jesús en medio de la calle en el rostro de sus hermanos. “Su vocación profesional de Ingeniero” como el mismo reconocía, “le llevó siempre a tener una mentalidad de ayuda y servicio a la sociedad hecho con profesionalidad”, y esta estructura mental forjada a través del esfuerzo y del estudio, marcó también su trayectoria espiritual. Por eso, las iniciativas que impulsó a lo largo de su vida, por amor a Dios y a los más necesitados, universidades, clínicas, hospitales, escuelas, bancos de alimentos, etc., se caracterizaron siempre por la profesionalidad con que fueron realizadas. No se puede dar gloria a Dios a través de un trabajo mediocre o mal hecho.

Desde el día de su ordenación, su trabajo profesional fue ser sacerdote al 100%, como aconsejaba san Josemaría a sus hijos que recibían el Orden Sagrado, dedicándose principalmente a celebrar la santa misa, impartir los sacramentos, predicar, dar dirección espiritual, impulsar la evangelización, los apostolados y la expansión de la Obra en los cinco continentes, a través de una extraordinaria capacidad de trabajo, habilidad de gestión y manejo de relaciones públicas.

Nombrado consultor de la Sagrada Congregación del Concilio, daba inicio una nueva etapa de trabajo, sacando tiempo de donde no había, para servir a la Iglesia en preparación al Concilio Vaticano II. Sus aportaciones sobre el papel de los laicos en el mundo moderno dejaron una huella relevante.

A la muerte de san Josemaría le sucedió en el gobierno de la Obra y asumió su paternidad, convirtiéndose en el Padre de todos. Debió costarle esta nueva misión porque estaba acostumbrado a estar siempre detrás, sin buscar protagonismos. El mismo tono de su voz y los rasgos de su personalidad eran tan distintos a los del fundador, que sus hijos debieron habituarse a su modo de hablar y a un nuevo estilo, aunque con idéntico espíritu. El amor de su corazón se expandió con tal fuerza que el Opus Dei creció en la misma proporción, llegando a 20 nuevos países, incluyendo algunos que apenas se liberaban del comunismo, como Polonia, Hungría y República Checa; otros pertenecían a tierras lejanas del África o deOriente, impulsando, al tiempo que la evangelización, programas de asistencia social para abatir el hambre y la pobreza, clínicas materno- infantil para atender a las mujeres y a sus hijos, escuelas y dispensarios.

Álvaro del Portillo fue un hombre fiel. Fiel a su vocación divina, fiel a san Josemaría, al espíritu que Dios le había confiado, fiel en las cosas pequeñas, fiel en el menor detalle, todos los días y hasta el último cuando murió. Regresaba de un viaje a Tierra Santa habiendo celebrado su última misa donde Jesús, en medio de sus apóstoles, la instituyera por primera vez en el Cenáculo. Plenamente identificado con quien fuera la razón de su existencia y el Amor de sus amores, bebió la última gota del cáliz de su vida para transformarse en una sola cosa con Él. Que el ejemplo de una vida santa y feliz, que supo hacer de la cotidianeidad el arte de vivir enamorado del Amor, nos ayude a darlo a manos llenas como él supo hacerlo hasta el fin de sus días.

Paz Gutiérrez Cortina