Meditaciones: sábado de la 20.ª semana del Tiempo Ordinario

Reflexión para meditar el sábado de la 20.ª semana del Tiempo Ordinario. Los temas propuestos son: decir y hacer; solo Dios nos interesa; apagar el piloto automático

- Decir y hacer.

- Solo Dios nos interesa.

- Apagar el piloto automático.


CON FRECUENCIA los escribas y fariseos brindan al Señor la oportunidad de enseñar a la multitud el camino que conduce a la salvación. En una ocasión, Jesús se refiere a ellos como maestros que ocupan la cátedra de Moises: se consideran sus sucesores. Sin embargo, a diferencia del patriarca, «dicen, pero no hacen» (Mt 23,3). En sus vidas se percibe externamente una falta de coherencia. Su predicación suele ser correcta, pero sus obras los delatan, porque «atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas» (Mt 23,4). Por el contrario, Jesús enseña y vive lo que predica: «Él es el primero en practicar el mandamiento del amor, que enseña a todos»[1].

El verdadero maestro se distingue porque sus obras respaldan las verdades que anuncia. Así, su vida se vuelve atractiva para quienes se cruzan en su camino. El cristiano que vive con autenticidad lo que cree se convierte en un signo de credibilidad. Su existencia no pasa desapercibida ni resulta insípida, sino que despierta en los demás el deseo de acercarse al Señor. «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación –escribía san Josemaría– que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: este lee la vida de Jesucristo»[2].

Ciertamente, la principal razón que mueve a un cristiano a comportarse de acuerdo a lo que procura enseñar no es solo el deseo de dar buen ejemplo. Esta actitud, cuando nace de la vanidad, es también criticada por el Señor cuando observa que ciertos fariseos ayunan y rezan, pero solo «para que les vean los hombres» (Mt 23,5). «Tú, por ejemplo, cuando piensas en un estudio que estás haciendo, ¿lo piensas solamente para promoverte a ti mismo, por tu interés, o también para servir a la comunidad? Ahí se puede ver cuál es la intencionalidad de cada uno de nosotros»[3]. Si alguna vez advertimos que nuestro único motivo para obrar bien es lo que piensen los demás, siempre podemos rectificar la intención y actuar por amor, buscando en todo agradar al Señor. «No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: solo esto nos mueve»[4].


EL MAESTRO continúa comentando la falta de autenticidad de algunos escribas y fariseos: «Ensanchan sus filacterias y alargan sus franjas. Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas y que les saluden en las plazas, y que la gente les llame rabbí» (Mt 23,5-7). A fin de cuentas, estos maestros vivían más pendientes de la mirada y de la opinión de los demás que de dar gloria a Dios.

La soberbia arruina el valor del bien que perseguimos. En cambio, la humildad, aseguraba san Josemaría, es en la vida cristiana «como la sal, que condimenta todos los alimentos. Pues aunque un acto parezca virtuoso, no lo será si es consecuencia de la soberbia, de la vanidad, de la tontería; si lo hacemos pensando en nosotros mismos, anteponiéndonos al servicio de Dios, al bien de las almas, a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cuando la atención se vuelve sobre nuestro yo, cuando damos vueltas a si nos van a alabar o nos van a criticar, nos causamos un mal muy grande. Solo Dios nos tiene que interesar»[5].

La humildad es el fundamento de la vida espiritual. «Si me preguntáis –escribía san Agustín– qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad»[6]. En nuestra oración de hoy podemos pedirle al Señor que nos ayude a centrarnos en él y a interesarnos solamente por su gloria. La humildad trae de la mano un sano olvido de sí mismo que descomplica y alegra la vida: permite reconocer la generosidad de Dios y disfrutar contemplando la belleza de las cosas creadas, en las que se descubre un reflejo del amor divino.


CUENTA santa Catalina de Siena que oyó a Dios que le decía: «Me pides conocerme y amarme a mí, la Verdad suprema. He aquí el camino para quien quiera llegar a conocerme perfectamente y gustarme (...): no dejes jamás de conocerte a ti misma, y cuando estés abajada en el valle de la humildad, entonces es en ti que me conocerás. Es en este conocimiento que sacarás todo lo que te falta, todo lo que te es necesario. (...) En el conocimiento de ti misma llegarás a ser humilde, puesto que verás que tú, por ti misma, no eres nada y que tu ser viene de mí puesto que os he amado antes de que existierais»[7].

Cuando nos conocemos bien sabemos que llevamos el tesoro de la gracia en vasos de barro. Por eso, reconocemos aquello que puede hacer mal a nuestra alma y tratamos de mantenerlo alejado. Al mismo tiempo, nos damos cuenta de que ninguno es buen juez en causa propia, por lo que buscamos la ayuda de una persona que pueda orientarnos en nuestra vida espiritual y sostenernos cuando más lo necesitamos. Detectamos también qué es lo que nos agota o nos tensiona, ya sea por nuestra personalidad o modo de ser, e intentamos acoger esos momentos con serenidad y espíritu deportivo, buscando luego una manera de descansar que nos permita recuperar las fuerzas. Estas actitudes manifiestan cierto conocimiento propio fundamentado en la humildad: admitimos que no somos superhombres con energías ilimitadas.

«Conocerse a uno mismo no es difícil, pero es fatigoso: implica un paciente trabajo de excavación interior. Requiere la capacidad de detenerse, de “apagar el piloto automático”, para adquirir conciencia sobre nuestra forma de hacer, sobre los sentimientos que nos habitan, sobre los pensamientos recurrentes que nos condicionan, y a menudo sin darnos cuenta. Requiere también distinguir entre las emociones y las facultades espirituales. “Siento” no es lo mismo que “estoy convencido”; “tengo ganas de” no es lo mismo que “quiero”. Así se llega a reconocer que la mirada que tenemos sobre nosotros mismos y sobre la realidad a veces está un poco distorsionada. ¡Darse cuenta de esto es una gracia!»[8]. Las madres suelen ser las que más conocen a sus hijos –a veces, incluso, mejor que ellos mismos–. Podemos pedir a la Virgen María que nos ayude a conocernos, para poder seguir al Señor con humildad y sencillez.


[1] Benedicto XVI, Ángelus, 30-X-2011.

[2] San Josemaría, Camino, n. 2.

[3] Francisco, Audiencia, 5-X-2022.

[4] San Josemaría, Carta 1, n. 21.

[5] San Josemaría, En diálogo con el Señor, n. 105.

[6] San Agustín, Epist. 118, 22.

[7] Santa Catalina de Siena, El Diálogo, parte I, capítulo I.

[8] Francisco, Audiencia, 5-X-2022.