«Para que estéis contentos»: meditación pascual del Prelado en audio

La principal fuente de nuestra alegría, dice Mons. Fernando Ocáriz, la razón de nuestra felicidad, es “el amor de Dios por nosotros, que no es un amor cualquiera”. Ofrecemos una meditación en audio en el ecuador del tiempo pascual.

Sobre los acontecimientos del día de la Resurrección del Señor, san Juan escribe en el capítulo 20 de su Evangelio: “Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz esté con vosotros” (Jn 20,19).

La alegría. Es la alegría de la Pascua. Una alegría que en este tiempo pascual la Iglesia nos anima a renovar en nuestras almas, pero que es una alegría que debe ser permanente porque Cristo ha resucitado y está siempre con nosotros.

Poco antes de la Pasión, a los apóstoles les dijo: “Como el Padre me amó, así os he amado yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa”. Es estupendo pensar que el deseo de Jesucristo es que seamos felices, que estemos contentos y que nuestra alegría sea completa. Y nos da además el motivo: os he dicho estás cosas “para que estéis contentos, para que vuestra alegría sea completa”… Y nos dice: “como el Padre me amó, así os he amado yo a vosotros” (Cfr. Jn 15,9-11).

Y ahí tenemos que ver la principalísima fuente de nuestra alegría, la razón de nuestra felicidad: el amor de Dios por nosotros, que no es un amor cualquiera. Él dice: “Como el Padre me amó, así os he amado yo a vosotros”. O sea, que nos quiere —eso que dice a los apóstoles nos lo dice a todos, por eso ha querido que esté en el Evangelio—; el Señor nos ama con el amor —nada menos— con que Dios Padre ama a Jesucristo.

Esta es la gran fuente de nuestra alegría, y así nos lo dice el Señor: “os lo he dicho para que estéis contentos”. Este es el fundamento. Por eso, san Juan, después, en una de sus epístolas, dice esa especie de fórmula solemne que resume la experiencia de los apóstoles en el trato con Jesucristo, cuando escribe: “Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4, 16).

Así es. Y nosotros, Señor, ahora, rezando, haciendo un poco de oración, queremos tener esta fe de creer de verdad en el amor que Tú nos tienes, para que así nuestra alegría sea completa. Porque el Señor quiere que estemos contentos con esa alegría completa, que significa también que sea permanente, que estemos siempre contentos, como nos recuerda san Pablo cuando escribe, en una de sus epístolas: ésta es la voluntad de Dios, que seáis felices, que estéis contentos.

“Se alegraron los discípulos al ver al Señor” (Jn 20,20). Y nosotros, ¿cómo vemos al Señor, para estar, como los discípulos, contentos? Lo vemos con la fe, con lo ojos de la fe; y lo vemos de un modo muy especial, muy especial, en la Eucaristía, cada vez que nos ponemos delante de un sagrario, con la fe de que ahí está verdaderamente Jesucristo, y que se ha quedado ahí para cada uno de nosotros, y que está ahí para entregársenos como alimento, para identificarnos con Él, ahí está. Ver al Señor, ciertamente con la fe, por eso necesitamos tanto que nuestra fe vaya creciendo, y por eso es tan bueno rezar con frecuencia, como los apóstoles, que dijeron al Señor: “Adauge nobis fidem!”, ¡auméntanos la fe!, auméntanos la fe (Lc 17,5).

Y muy especialmente ahora, en este tiempo de Pascua: Señor, auméntanos la fe en el amor que Tú nos tienes para que, como Tú quieres, al decirnos eso (el amor que nos tienes), nuestra felicidad, nuestra alegría, sea verdaderamente completa.

Realmente, no podemos ignorar tantos motivos que podrían robarnos la alegría, que tienden de hecho, a robarnos la alegría: tanto sufrimiento —personal en ocasiones— de persona queridas, dolores físicos y morales, desgracias; y ahora, pensando en tanto sufrimiento que está causando esta pandemia que esta sufriendo el mundo entero; y tantas otras desgracias, y tantos motivos que habría, naturalmente, para no estar contentos. Sin embargo, podemos estar contentos, ¡debemos estar contentos!, si tenemos fe en el amor de Dios. Pero también, precisamente, con la conciencia de que la fe es de lo que no se ve. Y por eso tantas veces podemos pensar y reaccionar: ¿cómo es posible?, ¿por qué Dios permite esto? Tantas veces permite porque depende de la libertad humana —y es tan grande el valor de la libertad—, que hay tantos males en el mundo que dependen del mal uso de la libertad. Pero hay otras veces que no, y no entendemos, pero es el momento de la fe, el momento de la fe.

Pensando también que, en la providencia de Dios, a la Santísima Virgen y a san José el Señor les exigió una fe grande, ¡Y la tuvieron!, también cuando no entendían. No podemos dejar de recordar esa escena cuando el Señor tiene 12 años y se queda en Jerusalén sin avisar a la Virgen, a san José que van de vuelta. No hay quien entienda por qué hace eso el Señor. El Evangelio nos dice que la Virgen y san José estaban angustiados. Y no lo entendieron. Dice el Evangelio, expresamente que, cuando lo encuentran y le preguntan “¿por qué nos has hecho esto?”, les da una razón sorprendente: ¿Nos sabíais que tenía que ocuparme de las cosas de mi Padre?, Y dice el Evangelio que no entendieron al Señor (Cfr. Lc 2, 41-50).

No nos preocupemos, no nos angustiemos por no entender los planes de Dios. Humanamente muchas veces nos quitarían la alegría. No nos preocupemos, ¡volvamos!, ¡reconquistemos!, porque a veces la perderemos, reconquistemos nuestra alegría con el acto de fe, con el acto de fe en el amor de Dios: en que Dios está con nosotros y que verdaderamente Dominus tecum, le dijo el ángel a la Virgen (Cfr. Lc 1,28). Y también nos lo dice a nosotros siempre, el Señor está con nosotros: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Cfr. Mt 28,20). Se lo dijo a los apóstoles y nos lo dice a nosotros.

Tenemos que estar contentos, tenemos que esforzarnos por estar contentos. No con una alegría superficial, y mucho menos irracional, desconocedora de la realidad. Si es una alegría radicada en el amor de Dios es compatible con la Cruz. Me viene a la memoria una expresión de san Josemaría cuando nos aseguraba que “la alegría tiene sus raíces en forma de Cruz” (Forja, 28), sobre todo en la Cruz de Cristo, que es lo que nos ha redimido, lo que nos permite tener fe, lo que nos permite tener amor, lo que nos permite en el fondo, tener una alegría auténtica. Ahí está la raíz de nuestra alegría en la Cruz de Cristo.

Y por eso también, el dolor y el sufrimiento en nuestra vida, pueden tener como raíz una alegría que se expande a los demás: una alegría que no ha de ser nunca algo egoísta, individualista. De hecho, la alegría auténtica —incluso humana, que es buena— de suyo es expansiva. La alegría tiende a expandirse y, más aún, la alegría espiritual —de fondo—, la alegría cristiana tiende a expandirse a los demás, a quienes están a nuestro lado, a todo el mundo, con la sonrisa, con el buen humor, con la ayuda, con el interés por los demás de tal manera que, —como le gustaba decir a san Josemaría— seamos todos, procuremos serlo —a pesar de nuestras limitaciones y de nuestros mismos errores— sembradores de paz y de alegría.

Sí a lo que tenemos cerca, pero también podemos ser sembradores de alegría en el mundo entero con nuestra oración. Llevándonos al mundo entero a nuestra oración para que la gente esté contenta, para que la gente sepa encontrar la alegría también en la Cruz, sintiendo todo como muy nuestro, el mundo es nuestro.

Recordamos el salmo número dos, cuando refiriéndose proféticamente a Jesucristo dice: “te he dado todas las gentes como heredad” (Sal 2,8). Pues, en Jesucristo nos las ha dado a nosotros, especialmente a los cristianos, el mundo por heredad. Y también tenemos que sentir esa responsabilidad de sentir como muy nuestro todo, también los sufrimientos de quienes no conocemos, hasta el último extremo de la tierra, para con nuestra alegría y con nuestra oración poder también sembrar alegría allí, donde físicamente no podríamos llegar.

La Virgen Santísima: podemos pensar que estaba siempre contenta, con la plenitud de gracia como Madre de Dios. Y sin embargo, tuvo mucho que sufrir; y sin embargo es el ejemplo de cómo unir, de cómo ser capaces —ciertamente con la gracia de Dios, pidiéndosela al Señor— de ser felices cuando hay que sufrir, desde ese momento que recordábamos antes del Niño perdido y hallado en el templo, hasta el pie de la Cruz.

Vamos a pedirle a la Virgen —a Ella que en las letanías del rosario la llamamos Causa de nuestra alegría— que nos ayude a estar contentos, y que con su intercesión y con su mediación materna nos consiga un aumento de gracia, un aumento de fuerza, un aumento de fe, especialmente en el amor que Dios nos tiene para que en estos tiempos de Pascua la alegría crezca en nuestras almas y se trasmita a todo el año y la podamos trasmitir a todo lo que está a nuestro alrededor y, con la oración, hasta el fin del mundo.

Foto de portada: Daniele Monteleone, “The Risen Christ Appears to His Mother,” 1600