Un viaje en tren, un amigo sacerdote y las calles de Londres

En ocasiones la vocación llega a través de una conversación con unos amigos, charlando con un sacerdote o callejeando por Londres. Así le sucedió a Jaime, que es ya lector y acólito desde el pasado mes de marzo.

Jaime (segundo por la derecha) con varios amigos.

Me llamo Jaime y soy de Zaragoza, una elegante ciudad situada al noreste de España. Allí, a orillas del río Ebro, se levanta la basílica del Pilar, un templo barroco que conmemora una tradición milenaria, pues la Virgen María se apareció al Apóstol Santiago, para impulsarle a convertir al amor de Dios a todas aquellas gentes que poblaban la Península.

Vengo de una familia sencilla que siempre ha querido mucho a Dios. Soy el mayor de tres hermanos, y mis padres nos supieron educar en la fe cristiana y en la práctica religiosa. Nos enseñaron a rezar por la mañana ofreciendo el día a Dios, a rezar las tres Avemarías por la noche y muchas cosas más. Mis padres nos enseñaron a tratar a Jesús. De ellos aprendí que lo más importante de mi vida era la fe.

Vengo de una familia sencilla que siempre ha querido mucho a Dios. Soy el mayor de tres hermanos, y mis padres nos supieron educar en la fe cristiana y en la práctica religiosa.

Algunas personas piensan que el 90 % de nuestra vocación se lo debemos a nuestros padres, y en mi caso lo confirmo. La familia fue mi escudo, mi refugio, mi escuela y el lugar donde conocí el amor de Dios que iba calando en mí a través del cariño de mis padres. Mi familia fue ese gran campo en el cual Dios plantó la semilla de mi vocación.

Me convertí en un adolescente del montón, de esos que empiezan a sacar malas notas y sólo se preocupan de salir de fiesta los viernes

Como cualquier chico normal de mi edad, me gustaba pasar tiempo con los míos, estar con mis amigos, jugar al fútbol... Pero, con el paso del tiempo, fui perdiendo el interés de tratar a Dios, y en cambio, me preocupaba más de pasarlo bien. Lo que tenía en la cabeza era estar lo más posible con mis amigos y a hacerme “el guay” delante de las chicas. Me convertí en un adolescente del montón, de esos que empiezan a sacar malas notas y sólo se preocupan de salir de fiesta los viernes. Pensaba que era un chico distinto y “molón”, pero en el fondo era un chaval más de mi barrio de Zaragoza.

El ejemplo de los amigos

Aun así, tenía muy buenos amigos cerca y, aunque no lo decía, admiraba cómo algunos de ellos se tomaban en serio su relación con Dios. Eran gente normal y corriente, pero para ellos su vida cristiana era muy importante, y se esforzaban cada día por ser mejores personas. Me decía a mí mismo: “Estos amigos míos son como todos, pero la diferencia es que tienen a Dios en su vida, y eso parece que les da una alegría especial para vivir con entusiasmo”.

Cuando llegó mi último año en el colegio, me vino un cierto sentimiento de responsabilidad pensando en que tenía que sacar buenas notas para estudiar la carrera que quería. A lo largo del curso conseguí centrarme en los estudios, remonté un poco en mis notas y recuperé cierto trato con Dios. Empecé a salir con una chica pero a los pocos meses lo dejamos. Yo tenía la cabeza en otras cosas. En esos momentos, iba a misa los domingos con mis padres y rezaba de vez en cuando. Pensaba que con eso ya era suficiente y no me veía como un “friki” que va a Misa todos los días y se emociona con canciones piadosas.

Durante ese verano comenzó a venir a mi cabeza la idea, un poco difusa, de ser sacerdote. Pero me daba pereza pensar en el asunto

Cuando llegó el verano, se organizaron entre mis amigos varios planes llenos de excesos y desenfreno. Prácticamente lo que interesaba era beber alcohol, salir de fiesta y ligar con chicas. Sin embargo, mis padres habían pensado otro plan para mí con el que pudiera aprovechar el tiempo. Durante ese verano comenzó a venir a mi cabeza la idea, un poco difusa, de ser sacerdote. Pero me daba pereza pensar en el asunto y no le di más importancia. Incluso creía que eso de ser cura era para gordos o gente rara.

Lo que me dijo un sacerdote

Aun así, como la idea ponía en mí cierta inquietud, decidí hablar con D. Juan Luis, un sacerdote amigo, y le dije que, de vez en cuando sentía cierta inquietud por ser sacerdote, pero que creía que eso no era lo mío porque no era el típico chaval que va a misa todos los días y reza a todas horas. D. Juan Luis se rió del comentario. “Jaime, la vocación solo la conoce uno mismo. Además, no hace falta ser sacerdote para ser un buen cristiano. Hay muchas vocaciones para ser santo, el matrimonio por ejemplo”. Sí, ya lo había pensado. Él siguió diciéndome que a cada uno le tocaba descubrir su vocación y su camino en la vida. Lo importante era hacer lo que Dios quería. Ese era el asunto, descubrir lo que Dios quería de mí.

Él siguió diciéndome que a cada uno le tocaba descubrir su vocación y su camino en la vida. Lo importante era hacer lo que Dios quería

Estaba claro: había que ponerse delante de Dios y pedirle que me lo hiciera ver, porque cuando llegara el momento lo vería. Bien, pero eso me sonaba un poco genérico. Le pregunté si no habría otra forma de saberlo con más claridad. Naturalmente, Dios hablaba de muchas maneras: en nuestro corazón, a través de la vida, o de las personas a las que uno quería… En ese momento me quedé un poco en suspenso, y pensé: ¿y si Dios me llamaba a ser sacerdote? Yo no era de esos que están todo el día en la iglesia. No sabía si sería capaz de llevar una vida así. D. Juan Luis me tranquilizó, a fin de cuentas, la vocación era una llamada y no había de qué preocuparse. Lo importante era ser santo. Tenía que quedarme tranquilo porque Dios era muy bueno y me haría ver lo que tenía pensado para mí.

No le di más importancia y aparté el tema de mi cabeza. De esta manera, pasé mi primer curso en la universidad: estudiando Economía, yendo a pocas clases, con buenos ratos en la cafetería de la Facultad, jugando al fútbol, al rugby y pasando tiempo con mis amigos. Todo iba normal. Tranquilo. Terminé mi primer curso en la universidad sin pena ni gloria. Bueno, con algo de pena sí, porque me quedó alguna que otra asignatura.

Una conversación en un tren

Llegó el verano. Un verano distinto porque me fui con unos amigos a un campo de trabajo en un barrio marginal de Barcelona. Todo transcurría con normalidad hasta que llegó ese viaje en tren que me llevó a replantearme toda mi vida.

Me encontraba en medio de un vagón del tren con mis amigos y hablábamos de distintos temas de actualidad. A mí los viajes me dan sueño y, por eso, iba un poco dormido mientras miraba por la ventanilla. Comenzamos una conversación sobre los estudios en la universidad, la gente que estábamos conociendo y las asignaturas que habíamos suspendido. Entonces, le pregunté a un amigo por su segundo año de Ingeniería, pero él me contestó que no iba a seguir con la carrera porque iba a empezar a estudiar Teología. En un primer momento, no entendí bien lo que quería decir y comenté intrigado que, por lo que yo sabía, la carrera de Teología no tenía ninguna salida laboral. Él, con mucha tranquilidad me contestó que sí, una salida y muy buena: ser sacerdote.

Comenté intrigado que la carrera de Teología no tenía ninguna salida laboral. Él, con mucha tranquilidad me contestó que sí, una salida y muy buena: ser sacerdote

En ese momento, sentí que Dios me llamaba para ser sacerdote. Dios quería instalarse dentro de mí para no irse nunca, quería dirigir mi vida. Tuve la impresión de que se hubiera tatuado en mi cabeza una pregunta silenciosa: “Tu amigo se atreve a ser sacerdote, ¿y tú no te vas a atrever?”.

Sonreí y cambié de tema para que nadie notara lo que me estaba pasando por dentro. Había sido una llamada en toda regla. Miré por la ventana intentando ordenar mis pensamientos e imaginándome cómo sería la vida de sacerdote.

En Londres, las cosas en su sitio

Al final del verano, me surgió una oportunidad para ir a estudiar inglés a Inglaterra. Y allá fui. Durante mi estancia en Londres, me alojé en Netherhall House, un Colegio Mayor del Opus Dei. Disfruté mucho de mi estancia allí y conocí a muchos jóvenes de países distintos que habían ido a Londres para estudiar. Por la mañana tenía clases en una academia cerca de Piccadilly y por la tarde me dedicaba a visitar la ciudad y hacer planes con mis compañeros.

Cuando terminó el verano pensé que sería bueno tomarme un año sabático y quedarme en Londres para adquirir experiencia profesional. De esta forma podría trabajar y a la vez mejorar mi inglés. Así que me quedé ese año en Londres y me puse a buscar trabajo. Era muy complicado que alguien me ofreciera un trabajo, sobre todo porque ¡no tenía ni idea de inglés! Pero gracias a un amigo encontré trabajo en Hello Magazine, la revista Hola en Inglaterra. Estuve trabajando ahí como becario de técnico informático porque siempre he tenido habilidad para entender los ordenadores y los aparatos electrónicos. La verdad es que disfruté mucho de la experiencia, aprendí inglés e hice buenos amigos.

Gracias a un amigo encontré trabajo en Hello Magazine, la revista Hola en Inglaterra. Estuve trabajando ahí como becario de técnico informático

Y fue en Londres donde Dios fue poniendo todas las cosas en su sitio. Comencé a tener más orden, a estudiar con más intensidad y a tomarme más en serio mi vida cristiana. El trabajo me ayudó a madurar porque tenía que pagarme el Colegio Mayor y, a la vez, pasaba largos ratos solo, algo que me permitía pensar en cómo iba encaminando mi existencia. Mientras paseaba por las calles de Londres pensaba en la cantidad de gente que vivía sólo para el trabajo, el estrés que los acompañaba de continuo, el ajetreo de la City... Y me preguntaba si esa era la vida que yo quería tener.

Poco a poco, fui recuperando el trato con Dios y volví a hacerle caso metiéndolo en cada jornada. Empecé a ir a Misa todos los días, a rezar el rosario camino del trabajo, mientras lo ofrecía por aquellas personas que me cruzaba por la calle. Recuperé la confesión frecuente y comencé a ir a medios de formación con regularidad.

Jaime por las calles de una ciudad de Rusia.

La llamada de Dios

Estaba contento y descubrí la alegría de vivir como un cristiano que intenta ser coherente con su fe. Todo parecía igual que siempre, pero en realidad todo había cambiado. Nada de lo que viví esos meses fue normal. Y la razón fue que, desde que aterricé en Londres, una pregunta aparecía como un torbellino en mi cabeza y golpeaba mi corazón: “¿Por qué no ser sacerdote?”.

La inquietud por ser sacerdote volvía sobre mí como un continuo y suave martilleo, y esa pregunta me acompañaba a todas partes. No me sentía forzado, era Dios el que me invitaba a seguirle con libertad.

No me sentía forzado, era Dios el que me invitaba a seguirle con libertad

Pasaron los días y la pregunta seguía repitiéndose una y otra vez. No se iba. Ya no podía más, y así llegó el momento en que, de una vez por todas, dije: “Señor, si tú quieres que sea sacerdote, lo seré. Con tu ayuda, claro”.

Experimenté que Dios estaba siempre a mi lado. Aunque me empeñara en no hacerle caso, no me abandonaba porque era mi Padre. Y le dije que sí. Desde entonces la pregunta desapareció y empezó a tomar cuerpo en mi vida. ¡Qué felicidad! Desbordaba alegría. Creo que había sido valiente, aunque era Dios quien me había dado la generosidad para responder. En ese momento sentí una paz inmensa, más grande de lo que nunca había sentido.

Unos días más tarde, me propuse contarle a mi familia mi decisión de ser sacerdote. No sabía cómo contárselo a mis padres porque no me veía en esa situación diciéndoles que quería hacerme cura. Entonces, no se me ocurrió otra cosa que mandarle un WhatsApp a mi padre diciéndole que ya que rezaba por mi vocación, le informaba que me iba a hacer sacerdote. Lógicamente, a los dos minutos, mi padre me llamó por teléfono y me preguntó cómo se me ocurría dar esa noticia por WhatsApp. Simplemente, no quería montar un numerito, pero quería que lo supieran en casa. Mi padre se alegró mucho y me dijo que era un honor para la familia que Dios nos regalara un sacerdote.

No se me ocurrió otra cosa que mandarle un WhatsApp a mi padre diciéndole que ya que rezaba por mi vocación, le informaba que me iba a hacer sacerdote

Un par de semanas después regresé a Zaragoza y se lo dije en persona a mis padres y a mis hermanos. Todos se alegraron mucho. Incluso algunas personas que no me esperaba, me felicitaron por mi vocación.

El tío abuelo, y el Papa

Ya estaba decidido para ser sacerdote y se lo había comunicado a mi familia y a mis amigos. Y ahora, ¿qué tenía que hacer? Fui a ver a mi tío abuelo, que es sacerdote y con paciencia me explicó que para comenzar el camino hacia el sacerdocio hay que ir al seminario y estudiar varios años de Filosofía y Teología. Se vive con otros jóvenes que tienen la misma vocación y te formas en cuatro dimensiones esenciales: intelectual, espiritual, humana y pastoral.

Entendí que una vida de entrega a los demás es una vida que verdaderamente llena

Escuché todo con atención, aunque me daba igual lo que tuviera que hacer para ser cura, porque estaba muy ilusionado con la idea. Me encontraba pletórico por haber descubierto lo que Dios tenía pensado para mí. El sacerdocio se me presentaba como una vida plena. Entendí que una vida de entrega a los demás es una vida que verdaderamente llena. Entonces, leí una frase del Papa Francisco: “Quien no vive para servir, no sirve para vivir”. Eso quería yo.

Ese mismo septiembre entré en el seminario. Siempre había hecho lo que me daba la gana, hasta que Dios me hizo entender que, si quería ser feliz, no sería haciendo lo que yo quería, sino haciendo su Voluntad.

Relato publicado originalmente en la revista Palabra.