La historia de Briceldy (Venezuela) forma parte del multimedia «El viaje del viaje», un proyecto por el 50.º aniversario de las catequesis de san Josemaría por América. A continuación reproducimos su historia.
Renunciar a la comodidad
Soy indígena wayúu del clan Ipuana. Desde pequeña siempre he buscado a Dios. Siempre quería conocer más de Él, saber qué hay más allá y, sobre todo, experimentar su amor. Fue en Kasanay donde me enseñaron todo sobre Dios.
Kasanay no es solo un lugar. Es una casa que acoge, educa y transforma. Este instituto de capacitación para mujeres ofrece formación académica, ética y espiritual. Allí conocí la Palabra de Dios, a la Virgen María y a san Josemaría.

Estudié Enfermería y me gradué en la Universidad de Los Andes, en Mérida (Venezuela). En 2016 comencé a trabajar como enfermera, pero tras dos años sentía que no era mi verdadera vocación. Renuncié y dejé todo. Recuerdo que lo primero que puse en la maleta fue una estampa de san Josemaría. Me encomendé a él profundamente.
Mi primer trabajo en el desierto
Dejar la zona de confort para trasladarme al desierto no fue fácil. Pero me animó la necesidad de mi comunidad.
Allí no tenemos agua potable, ni aire acondicionado, ni electricidad constante, ni los alimentos que suelen encontrarse en la ciudad. Vivimos de la artesanía, la pesca y el ganado. Así luchamos cada día.
Lo primero que hice fue un censo: encontré que había 140 niños entre 0 a 5 años. Muchos no tenían documentos, ni identidad legal: no eran ni venezolanos ni colombianos, porque vivimos en una zona fronteriza, y los wayúu no reconocemos fronteras. Fue un trabajo arduo de seis meses. Tuve que trasladar a esos niños a un pueblo a tres horas de distancia, donde pudimos gestionar la documentación.

La batalla de la educación
Como en la comunidad no había escuela, volvimos a viajar —esta vez a la capital indígena de Uribia— para sensibilizar a las autoridades. Al principio, la directora y la coordinadora no creían que nuestra comunidad existiera. Pensaban que los niños eran inventados. Pero les expliqué que la necesidad era real, y que esos niños pedían a gritos una oportunidad para educarse.
El primer año logramos contar con tres docentes. En el segundo año ya teníamos 145 alumnos y seis docentes. Hoy día, somos siete profesores y atendemos a 195 niños desde preescolar hasta quinto grado. Tenemos incluso dos clases de segundo de primaria.
Hemos tocado muchas puertas. Gracias al apoyo de ACNUR, los niños venezolanos han podido obtener el “Permiso de Permanencia Temporal”, lo que les permite estudiar, trabajar y tener acceso a servicios básicos, como una cuenta bancaria.

Mi granito de arena y gracia
Dios quiere que seamos sal y luz del mundo y cuando llama, da la gracia necesaria para responder. Me siento feliz por lo que hago. Sé que aún me queda mucho por crecer, mucho que aprender, y mucho que dar.
Mi deseo es que esta comunidad siga avanzando, que los niños crezcan con oportunidades. Y quién sabe, quizá un día alguno de ellos esté aquí, contando su propia historia de servicio y esperanza.