La bula de convocación del Jubileo 2025, que hizo pública el Papa Francisco, comienza con unas palabras de san Pablo dirigidas a los romanos, que dan nombre también al documento: «La esperanza no defrauda» (Rm 5,5), spes non confundit. Estas palabras encierran un contenido muy profundo. Cuando tenemos verdadera esperanza, esta no falla. Podemos fallar nosotros, pero la esperanza nunca, porque Dios es fiel a su amor por nosotros y a sus promesas.
Es cierto que, a veces, podemos tener esperanza en cosas que no suceden: por ejemplo, esperamos en la eficacia de una gestión apostólica concreta o en el resultado de una conversación, y puede ocurrir que los frutos no lleguen. ¿Significa esto que la esperanza ha defraudado? No, porque la esperanza que se fundamenta en el amor de Dios por nosotros nos permite decir con seguridad, como afirmaba nuestro Padre, san Josemaría: «¡Nada se pierde!» (Forja, n. 278). Lo que hacemos por el Señor, lo que realizamos siguiendo el querer de Dios, es siempre eficaz, aunque no veamos los resultados de inmediato. Quizá los veamos de otro modo, en otro momento, o tal vez no los veamos en esta vida. Quizá es un fruto distinto al que esperábamos. Así, podemos tener la segura esperanza de que nada se pierde.
Después de esta breve introducción, esta clase consistirá básicamente en releer algunos textos del Papa –de la bula de convocación del Jubileo 2025–, de nuestro Padre y, naturalmente, de la Sagrada Escritura. Mi intención al leerlos y comentarlos brevemente es que nos den la ocasión de fomentar una disposición en el alma que permita que nuestra esperanza crezca. La esperanza sobrenatural es un don de Dios, no se puede obtener solo con las fuerzas humanas, pero sí podemos disponer el alma para recibir los dones de Dios, especialmente la fe, la esperanza y la caridad.
¿Qué es la esperanza?
La esperanza es una virtud que nos lleva a confiar en que vamos a obtener un bien futuro, más o menos arduo, pero posible. Estos son los tres requisitos: futuro, arduo y posible. No tendría sentido una esperanza que no cumpliese estos criterios. Por ejemplo, no puedo decir que tengo esperanza de viajar mañana a la luna; sería una esperanza “loca”, porque no es posible. Tampoco es esperanza desear algo que no es arduo. No tengo esperanza, en sentido estricto, de que dentro de tres horas estaré en mi casa. Aunque en esta vida nada es seguro al cien por cien, hay cosas que, humanamente hablando, no son propiamente objeto de esperanza.
La esperanza es una virtud humana fundamental, porque todos esperamos algo. Siempre estamos esperando los frutos de nuestro trabajo, esperando bienes posibles, esperando el fin de todo tipo de situaciones. Pero, como he recordado ya al principio, la esperanza es también una virtud sobrenatural, teologal. ¿Qué se espera con la virtud sobrenatural de la esperanza? La vida eterna, la unión con Dios, la salvación, la felicidad inmensa del cielo. Esa es la gran esperanza. Participar en la vida de Dios es una realidad que es posible alcanzar porque Dios mismo nos la ofrece.
Existe ya una esperanza humana, natural, necesaria, en el corazón de toda persona. Escribe el Papa: «En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana» (Spes non confundit, n. 1). La esperanza, aunque no sea de algo seguro humanamente, tampoco es de lo imposible; es una expectativa del bien, una posibilidad de que ese bien llegue.
El objeto de la esperanza teologal, que lleva a plenitud también la natural, es la salvación, la felicidad eterna con Dios. Dice san Pablo: «La esperanza en lo que nos está reservado en los cielos» (Col 1, 5). Esta esperanza en la felicidad en el cielo está unida a la fe en el amor de Dios por nosotros y en los medios que él ha puesto para que lleguemos al cielo: la Eucaristía, la oración…
Tan importante es la esperanza en la vida eterna, que el Concilio de Trento condenó a quienes sostenían que estaba mal tener esperanza en la vida eterna y que uno debía hacer las cosas sin pretender alcanzar la recompensa de llegar al cielo. El concilio dice: «Si alguien afirma que una persona justificada comete pecado por actuar correctamente movido por la esperanza de la recompensa eterna, sea anatema» (Concilio de Trento, ses. VI, can. 31). La esperanza en la recompensa eterna no solo no está mal, sino que es algo que Dios quiere y va unida a la fe y a la caridad.
El fundamento de la esperanza
¿Cuál es el fundamento de la esperanza? La respuesta es sencilla: la fe. Como se expresa en la Carta a los hebreos: «La fe es fundamento de las cosas que se esperan» (Hb 11,1). ¿Qué fe es esta? La fe en el amor de Dios por nosotros. Una fe que da seguridad a la esperanza, porque se fundamenta en algo que no falla nunca: el amor inquebrantable de Dios por cada uno.
El Papa afirma que «la esperanza efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del corazón de Jesús traspasado en la cruz» (Spes non confundit, n. 3). Y cita inmediatamente a san Pablo en su Carta a los romanos: «Porque si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados seremos salvados por su vida» (Rm 5,10). Así, la esperanza nace de la seguridad de la fe en el amor de Dios por nosotros.
Necesitamos fomentar en nuestra vida esta fe en el amor de Dios, que es un amor concreto. No se trata de un amor abstracto hacia la humanidad en general, sino de un amor personal, dirigido a cada uno de nosotros en este momento y siempre. El Señor nos mira, está dentro de nosotros con la gracia que nos eleva y santifica, y nos ama de manera muy personal. Este amor es nuestra fuerza, la que nos hace esperar en algo que, siendo arduo, es posible: que lleguemos a ser santos, que es la meta de lo que esperamos: la unión definitiva y plena con Dios.
Es importante recordar que, en la vida espiritual, en la lucha ascética, a la hora de comenzar y recomenzar, siempre es necesario vivir de esperanza. Una esperanza con fundamento. No en nuestras fuerzas, como si fuera una lucha que debemos ganar a toda costa, sino fundamentada en el amor de Dios. Dios cuenta con nuestra debilidad, pero sobre todo cuenta con su infinita potencia, que se identifica con su amor por nosotros.
Es también importante considerar que en Dios se identifican el conocimiento y el amor. Él nos conoce y nos ama infinitamente. Y, en concreto, el espíritu del Opus Dei nos impulsa a considerar que el amor de Dios nos hace verdaderamente hijas e hijos suyos. Esta conciencia de la filiación divina fortalece nuestra esperanza, como explica san Josemaría en una de sus homilías: «A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la seguridad de sentirme –de saberme–hijo de Dios me llena de verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana» (Amigos de Dios, n. 208).
La virtud sobrenatural de la esperanza eleva la capacidad natural humana de esperar en el bien, aunque sea difícil. Sabernos hijos de Dios nos lleva a tener una esperanza segura en la meta. La experiencia de las propias miserias podría quizá llevar a aspirar como mucho a salvarse, como si la salvación no coincidiera con la santidad, considerando la santidad como “utopía ascética”. Ser santo es el fin, y si se acaba la vida sin suficiente santidad, se pasará por el purgatorio hasta llegar a serlo. Es difícil alcanzar la santidad sin esfuerzo, por eso la vida de santificación es ardua, pero la esperanza de alcanzarla se hace posible con la gracia de Dios.
Como acabo de recordar, con palabras de nuestro Padre, el tono de nuestra esperanza está marcado por la filiación divina. Tenemos un motivo extraordinario para tener esperanza de ser santos, para pensar en la eficacia de nuestra vida: que somos hijas e hijos amados por Dios. Tantas veces lo recordamos, ahora con unas palabras de san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1Jn 4,16). Esto es de la esencia de la vida según el Evangelio: conocer y creer en el amor de Dios por nosotros, sabiendo que somos hijos de Dios gracias a su amor. Y actualizar esta fe.
Esta fe en el amor de Dios lleva a vivir confiados en la providencia. Es decir, sabiendo que no estamos abandonados al azar del mundo. No es que Dios nos quiera mucho y luego andemos solos por nuestra cuenta. Dios nos ama y, respetando nuestra libertad, nos acompaña constantemente. El suyo no es un amor lejano, sino providente. El Papa Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza, Spe salvi, escribe que «Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» (n. 31). La fe en este amor concreto de Dios por nosotros es el fundamento de nuestra esperanza. En contraste, san Pablo en su Carta a los efesios describe a los gentiles como gente «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2,12). La esperanza está basada en Dios, en su amor concreto y personal. Aunque existan esperanzas humanas, están limitadas a esta vida y no se extienden más allá. Sin Dios no se puede tener verdadera esperanza en algo definitivo.
La certeza de que Dios está empeñado
La esperanza cristiana tiene una característica que es aparentemente contradictoria: la certeza. ¿Podemos tener certeza de algo que es posible, pero no inmediato ni completamente seguro? Sí: tenemos una esperanza segura, fundamentada en la voluntad de Dios, en que él es fiel a su amor por nosotros.
«Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Tes 4,3). Esto no significa solo que Dios quiera que seamos santos, sino que él mismo está empeñado –por decirlo de algún modo– en nuestra santificación. Dios no solo nos da los medios –la revelación, los sacramentos…– sino que, sin forzar nuestra libertad –dándonos la libertad– nos da también todas las gracias necesarias para que lleguemos a la meta. Tenemos la esperanza segura de llegar a la meta si queremos, porque la gracia no nos faltará: Dios es fiel.
Como reflejan las palabras de san Pablo en la Epístola a los efesios: «Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo; por gracia habéis sido salvados, y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos por Cristo Jesús» (Ef 2,4-7). El Apóstol no dice «nos hará sentar en los cielos», sino «nos hizo sentar en los cielos». Esta fuerza de la esperanza lleva a la certeza, sin dejar de ser esperanza.
San Josemaría escribió: «Estoy feliz con la certeza del cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final» (Amigos de Dios, n. 208). Aunque podría parecer contradictorio «estar seguro de algo que no es seguro», en realidad no es contradictorio. En eso consiste la esperanza cristiana verdadera. Tenemos tal seguridad en el amor de Dios, que podemos tener una esperanza cierta y segura. Esta esperanza se sobrepone a nuestras miserias y defectos, y nos lleva a la seguridad de que, como decía nuestro Padre, aunque nos moriremos con defectos, podemos ser santos porque el Señor, con nuestra correspondencia, nos llevará a una santidad que consiste en la plenitud del amor. Y la plenitud del amor es plenamente compatible con tener defectos, siempre que esos defectos no se acepten ni se quieran, sino que luchemos por amor una y otra vez contra ellos, aunque no se logre vencerlos totalmente.
Por tanto, estamos ciertos de que iremos al cielo si somos fieles, si permanecemos en su amor. Y, además, tenemos la seguridad de que seremos fieles si queremos, si libremente perseveramos en el amor, porque la gracia de Dios no nos va a faltar.
La seguridad de lo imposible
La esperanza cristiana no es una esperanza quimérica, porque contamos con la gracia de Dios. Por eso, en el plano sobrenatural, pensando tanto en nuestra santificación personal, como en la eficacia permanente de la labor apostólica de la Obra, tanto en la vida personal como en nuestro empeño por sacar el Opus Dei adelante, debemos tener en cuenta lo que decía san Josemaría sobre «la seguridad de lo imposible» (Carta 29, n. 60). La esperanza hace posible «tener la seguridad de lo imposible».
La seguridad de lo imposible, en primer lugar, de ser santos, porque cuando experimentamos nuestra debilidad o nuestra limitada capacidad, parece imposible que podamos llegar a ser santos. Sin embargo, tenemos la seguridad de que podemos, porque poseemos la fe en el amor de Dios, que es el fundamento de la esperanza.
Es también muy bonito el recuerdo que san Pablo hace en su Epístola a los romanos de la figura de Abraham, quien esperó contra toda esperanza. Nuestro Padre solía recordar mucho esta expresión: «Esperar contra toda esperanza». Nuevamente, dicho así, parece una contradicción, pero entendido correctamente, es la plenitud de la esperanza. Significa que podemos esperar también cuando humanamente no hay motivo.
La esperanza cristiana, por tanto, tiene un fundamento firme: el ofrecimiento de Dios mismo de la unión con él, que en eso consistirá la gloria del cielo. Pero esa esperanza se expresa también en muchos aspectos de la vida diaria. Es muy importante la esperanza apostólica. Como escribe san Pablo en la Primera epístola a los corintios: «Sabed que vuestro trabajo no es vano en el Señor» (1Cor 15,58). Nuestro Padre quiso poner las palabras latinas de este texto en el dintel de piedra de una puerta de la Villa Vecchia, en Roma: Semper scientes quod labor vester non est inanis in Domino. Nada de lo que hacemos es vano ante Dios.
El Papa, en Spes non confundit, invita a transmitir esperanza, cuando escribe: «Que no falte una atención inclusiva hacia cuantos hallándose en condiciones de vida particularmente difíciles experimentan la propia debilidad» (n. 11). Es muy importante dar esperanza, porque mucha gente parece no tenerla. Vivir sin esperanza, vivir sin verdaderas metas que valgan la pena, es paralizante. Hay que dar esperanza en el apostolado, en la atención a las personas de Casa a las que ayudamos, de un modo u otro. Hemos de ser personas que dan esperanza, que no ponen más énfasis en las dificultades que en las soluciones. Hay que ser positivos, ser transmisores de esperanza.
Necesitamos vivir de esperanza también al experimentar las dificultades personales. Todos tenemos dificultades de un modo u otro: ante la experiencia de los propios defectos, en el trabajo, de salud, de todo tipo. En la vida podemos encontrar, y encontramos, dificultades. El Papa, en Spes non confundit, cita largamente el texto de la Epístola a los romanos: «¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,35-39). Es un texto extraordinario, para meditarlo muchas veces en la oración.
El Papa comenta brevemente: «He aquí por qué esta esperanza no cede ante las dificultades, porque se fundamenta en la fe y se nutre de la caridad» (Spes non confundit, n. 3). Y de este modo, hace posible que sigamos adelante en la vida. Es así, por muchas dificultades que atravesemos. ¿Qué nos va a separar del amor de Dios? ¿Los principados, las potestades, la muerte, la vida, la espada, los peligros, el hambre? Nada nos puede apartar, si no queremos alejarnos nosotros. Porque «nada nos puede separar del amor de Dios –dice san Pablo–, manifestado en Cristo Jesús» (Rm 8,39). Solo nosotros nos podemos separar del amor de Dios. Solo nosotros. Ni el demonio, ni la enfermedad, ni las contrariedades. Solo nuestra propia libertad. Por eso, ante las dificultades podemos tener siempre una gran esperanza en el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús.
¿Dónde está tu esperanza?
También en este contexto, es estupendo releer el siguiente texto de nuestro Padre, en la Instrucción para la labor de san Rafael: «“Trabajad, llenos de esperanza: plantad, regad, confiando en el que da el incremento, Dios” (1Cor 3,7). Y, cuando el desaliento venga, si esta tentación permitiera el Señor; ante los hechos aparentemente adversos; al considerar, en algunos casos, la ineficacia de vuestros trabajos apostólicos de formación; si alguien, como a Tobías padre, os preguntara: “ubi est spes tua?, ¿dónde está tu esperanza?…”, alzando vuestros ojos sobre la miseria de esta vida, que no es vuestro fin, decidle con aquel varón del Antiguo Testamento, fuerte y esperanzado, “quoniam memor fuit Domini in toto corde suo” (Tb 1, 13), porque siempre se acordó del Señor y lo amó con todo su corazón: “Filii sanctorum sumus, et vitam illam expectamus, quam Deus daturus est his, qui fidem suam nunquam mutant ab eo”; “somos hijos de santos, y esperamos aquella vida que Dios ha de dar a quienes nunca abandonaron su fe en él” (Tb 2,18)» (Instrucción, 9-I-1935, n. 19, recogido en Crónica de febrero de 2025, cfr. AGP, Biblioteca, P01). Ante las dificultades, hemos de trabajar llenos de esperanza; hemos de plantar, confiando en Dios, que da el incremento. No confiando en nuestras fuerzas, sino poniéndolas al servicio del Señor en toda la labor apostólica. Una vez más, sabiendo que nuestra esperanza está en la seguridad del amor de Dios por nosotros.
Por tanto, esperanza en la entrega, con generosidad. Vale la pena ser generosos en el apostolado, en todo lo que supone el esfuerzo de ir al encuentro de la gente. También la mortificación por la labor apostólica, que supone dedicación de tiempo, superar dificultades, etc.
San Josemaría, estando en Venezuela, comentó: «Me acordaba de cuando comenzamos la labor hace tantos años. Empecé con tres, y ahora son tantos miles, cientos de miles. Pero había esperanza. Cuentan de Alejandro Magno que, mientras se preparaba para una batalla, antes repartió todos sus bienes entre sus capitanes. Y uno de ellos le dijo: “Pero, Señor, ¿y a ti qué te queda?”. A lo que él respondió: “A mí me queda la esperanza”». Y añadió: «Yo os veo, y me queda la esperanza» (De nuestro Padre, Apuntes de su predicación, 10-II-1975). Es así. Estas palabras nos pueden llevar a tener esperanza en los demás. Cuando experimentéis vuestra debilidad personal, os podéis llenar de esperanza al ver a vuestros hermanos. Y esa esperanza está llamada a extenderse al mundo entero.
Paz, oración, alegría
El Papa habla de tener esperanza en la paz en el mundo, una paz que está muy ausente. No solo por las principales guerras que hay, que son tremendas y tristes, sino por la falta de paz en muchos ambientes de las sociedades. Decía nuestro Padre: «No hay paz en las conciencias» (En diálogo con el Señor, n. 101). El Papa menciona «que el primer signo de esperanza se traduzca en paz para el mundo, el cual vuelve a encontrarse sumergido en la tragedia de la guerra» (Spes non confundit, n. 8). Esperanza en que el mundo irá mejor, ciertamente, porque es también esperanza en la eficacia del apostolado. Pero con realismo; no sabemos qué pasará, no podemos predecir el futuro.
De hecho, el Apocalipsis y las predicciones que hace el Señor en el Evangelio sobre el fin del mundo son muy dramáticas. Pero eso no nos quita la esperanza; es más, nos impulsa a que, en lo que esté de nuestra parte, todo vaya a mejor. Pensando en la situación actual, en algunos países vivimos en ambientes muy descristianizados. Cada vez hay más gente que, siendo católica, no frecuenta los sacramentos. Hay ciudades en países tradicionalmente creyentes, donde había una práctica religiosa amplísima, donde ahora solo va a Misa los domingos un tanto por ciento muy pequeño de la población. Pero, a la vez, hay otros lugares donde las cosas están mucho mejor. Y, en unos sitios y en otros, podemos tener la convicción de que la gente es buena, como decía don Javier: «¡Cuánta gente buena hay en el mundo!». En tantas ocasiones lo que falta es formación. Por eso, las dificultades que encontremos en la labor apostólica nunca deben ser motivo de desánimo, sino ocasión para rezar más, para lanzarnos, para acercarnos a las personas y poder ayudarlas, con la amistad y la confidencia. Cuanto más difícil es el ambiente, más cuenta el Señor con nosotros; no porque seamos mejores, sino porque él nos ha dado mucha formación, a pesar de que seamos tan poca cosa. Por lo tanto, ¡fuertes en la esperanza!
Y esto se aplica a todo. ¿Qué esperanza tenemos en la oración? El Señor ha dicho: «Pedid y recibiréis» (Jn 16,24). Es impresionante. Pedid y recibiréis, son palabras absolutamente verdaderas. Ciertamente, a veces pedimos y no recibimos, pero podemos pensar que recibimos de otro modo, o que no pedimos bien. En fin, otras veces pedimos bien y parece que no recibimos. Por ejemplo, pedimos por una intención apostólica determinada o para que se cure una persona, y no se cura… Entonces, ¿ha sido inútil la oración? No. Aunque no hemos obtenido lo que pedíamos, esa oración no ha sido ineficaz. Podemos estar seguros en la esperanza, por la fe en la palabra de Dios. Nada se pierde.
Por último, esperanza con alegría. «Alegres en la esperanza» (Rm 12,12), dice san Pablo. Y no es una esperanza de novela rosa, todo bonito, por eso añade: «Alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, constantes en la oración». San Josemaría nos lo decía así: «Optimistas, alegres: ¡Dios está con nosotros! Por eso, diariamente me lleno de esperanza» (Memoria del beato Josemaría Escrivá, p. 115). Optimistas, alegres porque Dios está con nosotros. La virtud de la esperanza nos hace ver lo positivo, lo bonito de la vida, porque vemos en todo, aun sin entender, el amor de Dios. Por eso, cuando nos sintamos un poco desanimados, pesimistas, tristes, reaccionemos pronto, con un acto de fe grande en el fundamento de esta esperanza alegre: hoy, ahora, Dios me está amando con locura. Cada uno tiene que decir esto, pensarlo con un acto de fe profundo. Y eso nos levanta.
Hablando de esperanza, nos viene al pensamiento y al corazón la santísima Virgen, Spes nostra. Ella es la madre de nuestra esperanza, la que nos consigue del Señor esta gracia de la esperanza, para tenerla y para darla, como dice san Pedro: «Debemos estar siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza» (1P 3,15).
* * *
Termino con la espléndida frase de san Pablo: «Que el Dios de la esperanza os colme de toda alegría y paz en la fe, para que abundéis en la esperanza con la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13). Os aconsejo que la leáis y meditéis mucho. Que estemos contentos y, cuando haya motivos humanos para no estarlo, pensemos que por encima de todo motivo humano hay uno mucho más grande, que es el fundamento de nuestra esperanza: el amor de Dios por nosotros.

