Leí en ese libro que viniera a mis manos y ahora se hacía vivo: “ No lo dudes: tu vocación es la gracia mayor que el Señor ha podido hacerte. Agradécesela .”A estos pensamientos, venían sobre mí otros del mismo libro que hablaban de locura, de fuego, de sal, de apostolado...Pero Señor, ¿tú sabes quien soy yo? ¿Es a mí a quien hablas? Yo sólo soy un pecador, y lo sabes perfectamente, un siervo inútil incapaz de hacer nada a derechas, todo en mi es un mal tejido, un telar deshilachado, una voluntad sin fuerza y, sin embargo, me hablas de “sal de la tierra”, mi sal desvirtuada, mi nula voluntad...¡Si todo lo tienes que poner Tú! ¡Siempre te ha tocado ponerlo todo en mi vida! ¿Acaso hay algo bueno en mí que no sea tuyo? Tú mismo, por caminos torcidos, por sendas tenebrosas, me trajiste al Opus Dei, tu llamada. Aquí estoy Señor para hacer lo que me pidas, pero bien sabes que soy un siervo inútil... ¡Bien lo sabes! Todo en mi vida ha sido un sembrado estéril, un campo sin verdor...
Salimos del Centro (al que nuestro hijo nos llevó), la tarde caída ya, aturdidos, sin comprender qué nos pasaba, tiempo de silencio que duraría meses, mientras leíamos las obras de San Josemaría empapándonos de sus palabras, su experiencia espiritual, su lucha interior, indicándonos la ruta de nuestra nueva vida...No sé cómo, porque ninguno de los dos nos atrevíamos, una tarde nos pusimos a rezar el santo rosario, venablo fino, y María salió a nuestro encuentro, y como Juan, la introducimos en nuestra casa, le hicimos un lugar en nuestra vida. No se hizo rogar, se adelantó a nuestras súplicas, mujer al fin cariñosa, nos tranquilizó con sus sonrisas maternales, nos habló con amor de su Hijo, nuestro Hermano, dijo, porque, como dice san Josemaría, si buscáis a María, encontraréis a Jesús. Y aprenderéis a entender un poco lo que hay en ese corazón de Dios que se anonada...”. Conoce nuestras necesidades. Porque también somos hijos suyos. Fue así como comenzó nuestro trato con Ella, su imagen ocupa desde entonces nuestro centro familiar, es el canto cotidiano de Adela desde su enfermedad, la Virgen y el Niño, canción que en su boca se hace gemido de amor que traspasa el cielo... A través de ella encontramos a Jesús, así lo buscamos en nuestro viaje a Tierra Santa: Muéstranos a tu Hijo, le pedíamos. Y nos lo mostró en Belén, como a los pastores... ¡Miradlo! ¡Ved cuan hermoso es! Ella es nuestro modelo, dulce nombre en nuestros labios, como no podía ser de otra manera, vino para rehacer nuestro vida espiritual, abrir la puerta tanto tiempo cerrada de nuestro corazón prisionero, elaborando dulcemente con sus sonrisas y palabras, la más humilde de las mujeres, ¡la que creyó!, las rosas de nuestro regreso al amor de Dios, lo más grande que pudo sucedernos, “¿de qué, que venga a nosotros la Madre de Dios? ¡Bendita tú que has creído lo que se te dijo de parte del Señor!... ¡Todas las generaciones te llamarán bienaventurada!”
¡Que Dios Padre misericordioso nos esperara en la puerta de su Casa, a nosotros, hijos de su memoria, pródigos perdidos, y nos atrajera al abrazo de su Amor feliz con lágrimas de sus ojos y besos de su boca...! Todo eso se nos anunciaba con barruntos de esperanza, de vida interior, el cielo nimbado de fulgores, que no eran otra cosa que ángeles anunciándonos la alegría del cielo y de la navidad... Empezamos a entender, estrenábamos traje nuevo, nuestros harapos quedaban en el suelo arrastrados por la escoba...Eso ocurriría aquel 15 de octubre de 1985, día de Santa Teresa de Jesús, nuestra intercesora. Ese día, Josemaría Escrivá se dio a conocer como Padre nuestro, con muestras visibles de padre cariñoso, nosotros fruto de su oración...
Fue así, como sucedieron las cosas. Cómo nuestra vida perdida fue encontrada, cómo nuestros labios se hicieron ardientes, la palabra de Dios era un licor precioso, bebida de ángeles, y nuestro tapiz recobró su hechura y color, señal inequívoca de nuestra vocación que durante meses se barruntaba en nuestro horizonte con nubes clamorosas cuyo sentido no terminábamos de entender. ¿Qué era lo que se nos anunciaba? ¿Qué significaban esos cirros color de rosa en el cielo azul, luminosas formas, ángeles o pastores, como si Dios con su mano se entretuviera dibujando nuestros nombres, fácilmente legibles, en las estrellas? Fue un presentimiento que cada día se hacía más nítido pese a desgracias familiares, pese a malas noticias, una voz cariñosa, nos decía: Pasad, no os quedéis en la puerta, todos los días, ¡toda la vida!, os esperaba...la mesa está puesta, yo mismo os serviré...
Volvía el consejo insistente: “ Mirad: lo que hemos de pretender es ir al cielo. Si no, nada vale la pena ”. Fue la frase que vino a señalarnos la ruta. Así, para siempre. Y todo por la gracia de Dios...