Año 2007, 15 de octubre, día de la Santa de Ávila, mi maestra de letras y andaduras místicas, quién lo diría, se cumplieron veintidós años de la admisión de Adela (mi mujer) y mía en el Opus Dei, (1985), decisión que necesita una necesaria explicación, cómo se realizó el paso de la indiferencia a la convicción de una llamada imprevista y personal, que vendría a recomponer nuestro deteriorado tejido espiritual, largo tiempo en el olvido. Cierto que nunca faltábamos a misa, nuestros hijos hicieron la primera comunión, nosotros mismos asistíamos a alguna charla del colegio o la parroquia por Cuaresma y Semana Santa...Lo que no quitaba que lleváramos una vida como la de cientos de personas honorables que viven su cristianismo de manera rutinaria, superficial, más cerca del paganismo natural que del orden moral y profundo, serio, que exige la condición de bautizados, de hijos de Dios. Hacía tiempo que teníamos abandonadas nuestras oraciones familiares, tesoro de la infancia y mocedad. Nuestros rezos eran escasos o nulos. Buenos, si, no hacíamos mal a nadie, hasta dábamos limosnas, pero no éramos auténticos cristianos, diferencia esencial que muchos no se plantean pensando que con la misa, unas limosnas y unos rezos, basta: la gente de la calle no hemos hecho profesión religiosa. De alguna manera quedábamos excluidos de la santidad heroica, propia de curas y frailes. Ya ellos se encargan de pedir por nosotros. Nosotros éramos simples cristianos ocupados de las cosas del mundo, ocio y negocio, de escasas obligaciones religiosas, todo lo más la santa misa dominical... Entonces, ¿qué?
Pregunta baladí, seguramente necesaria. En la misma vida de la Iglesia, poco papel el de los cristianos laicos, esa masa humana que deambula por los caminos del mundo. ¿Estaba garantizada nuestra salvación migratoria sin más? Toda esa imponente multitud que desfila por la Historia, continentes enteros, ¿teníamos sitio en el cielo? ¿Qué papel el nuestro en ese destino final del hombre? ¿No había dado también Cristo su sangre por estas muchedumbres sin nombre que pueblan nuestras ciudades y calles, personajes sin historia? ¿Se hizo esta pregunta don Josemaría Escrivá, sacerdote joven e inquieto, desde su atalaya de aquel 2 de octubre de 1928, mientras oía el repique de aquella campana milagrosa...? ¿Qué pasaba con nosotros, gente perdida en el afán de cada día, hombres y mujeres, moneda de cambio de los juegos políticos y sociales? La respuesta la obtuvo rápida monseñor Escrivá de Balaguer, que debió meditar muchas veces sobre este asunto. Él mismo lo cuenta: “Recibí la iluminación sobre toda la Obra, mientras leía aquellos papeles (sus notas personales, a las que era tan aficionado). Conmovido me arrodillé, estaba en mi cuarto, entre plática y plática, di gracias al Señor, y recuerdo con emoción el tocar de las campanas de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles.” ¡La llamada a la santidad es para todo el mundo! ¡Todos estamos llamados a ser santos! Los caminos de la santidad están abiertos y es necesario que se llenen de las pisadas, de personas que corran al gran banquete del cielo... ¡Urge pregonar esa llamada!
“Desde ese momento, contaría otro 2 de octubre de 1962, no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos.”
“La Sabiduría infinita me ha ido conduciendo, como si jugara conmigo, desde la oscuridad de los primeros barruntos, hasta la claridad con que veo cada detalle de la Obra, y bien puedo decir: Deus docuiste me a iuventute mea; et usque nunc pronunciabo mirabilia tua (Ps. LXX , 17), el Señor me ha ido adoctrinando desde el principio de la Obra, y no puedo menos de cantar sus maravillas y luchar para que se cumpla su voluntad, porque está en juego la salvación de mi alma, si no lo hiciera.” “¿Te parece poca locura decir que en medio de la calle se puede y se debe ser santo? ¿Qué puede y debe ser santo el que vende helados en un carrito, y la empleada que pasa el día en la cocina, y el director de una empresa bancaria, y el profesor de la universidad, y el que trabaja en el campo, y el que carga sobre sus espaldas las maletas?...¡Todos llamados a la santidad! Ahora esto lo ha recogido el último Concilio, pero en aquella época –1928- no le cabía en la cabeza a nadie. De modo que...era lógico que pensaran que estaba loco... Ahora parece natural, pero entonces no era así. A uno que quería ser santo le decían: “Pus, métete... Frandinho”, (respuesta de don Josemaría a una pregunta que le hicieron en una tertulia en Brasil.)
La novedad, tan antigua como el Evangelio, de las palabras de san Josemaría es que “la santidad no es cosa de privilegiados, a todos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión u oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad y no es necesario abandonar el propio estado en el mundo para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo. Lo extraordinario nuestro – dirá en otra ocasión - es lo ordinario: lo ordinario hecho con perfección. Sonreír siempre, pasando por lo alto –con elegancia humana- las cosas que molestan, que fastidian: ser generosos sin tasa. En una palabra, hacer de nuestra vida corriente una continua oración.” Poner en juego los talentos que Dios nos ha dado, santificándonos en el trabajo, haciéndolo materia santa y dimensión social, buscando la santificación de los demás. Pequeñas cosas que, por su elevación, adquieren un valor infinito...Es así, casi sin advertirlo, como vamos correspondiendo al amor que Dios nos tiene, convirtiendo en oro las piedras de nuestro continuo sacrificio, ese Cristo que pasa entre los hombres...
Y es esa entrega permanente, esa donación de nuestra vida pobre e insignificante, esa acción de gracias continua como el latir del corazón, es lo que se llama contemplación, conversación del alma con su Huésped, más si es ofrecida como ofrenda de amor en la Eucaristía, unidos al pan y al vino, transformados en sustancia del cuerpo y sangre de Cristo, nuestro intercesor ante el Padre...Actos de amor, jaculatorias, palabras o miradas, lámpara encendida día y noche delante del tabernáculo...
Quedaba claro que, los caminos de la santidad son también nuestros caminos, ¡que nadie está excluido!, que no basta con parecer bueno, sino que hay que serlo sin extravagancias, sin tener que hacer cosas raras. Nuestra vida diaria, con sus actividades ordinarias, es el campo de nuestra santidad, siempre la flecha señalando el orto, al Dios que viene y alegra nuestra juventud. Dios nuestra fortaleza, el pastor que pastorea su rebaño, el redil de la salvación. ¡Todos ovejas de su rebaño! ¡Él sólo que conoce nuestros nombres y por nuestros nombres nos llama! ¡Venid a mí todos los que estéis cansados, agobiados...! Si buscamos la felicidad, y es claro que la buscamos, es obvio que Dios es ese encuentro, fuera la ronda del lobo disfrazado de oveja, el maligno traidor con sus llamadas de acecho y codicia, animal de carne estruendoso y fiero que solo busca nuestra perdición para siempre. ¡Y son tantos los que se dejan seducir por sus llamadas engañosas! ¡Por el deslumbre de sus promesas! ¡Tantos los caminos infernales que se abren a nuestro paso!
“ El cielo es lo que importa. Lo demás de nada vale”. Ese era el mensaje de Josemaría Escrivá que a cada momento venía a nuestra mente: Vivir para Dios. “ Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor .” Y también: “ Todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, quien nos llama a identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estemos- su misión divina”.
Convinimos en que nuestra vida tenía que cambiar, que la situación de abandono en que vivíamos, apta para la intoxicación maligna y las fáciles influencias de un mundo corrompido y hedonista, había que excluirlo de nuestra vida y retornar al amor de Dios, fuente y faro de salvación. Única felicidad posible. No ha otra. Para ello tendríamos que recuperar nuestras oraciones, volver a los sacramentos, al rosario secular, arma poderosa donde la Virgen, madre de Dios, nos esperaba. Había que regenerar el tejido nervioso de nuestra vida de piedad...De forma que el tapiz polvoriento de nuestra vida cristiana recuperara su color y su brillo, haciéndose visible la imagen de Cristo borrada por nuestros pecados y olvidos, Cristo paciente y amoroso, el rostro de Cristo Rey que, con su sangre, nos limpiaba de la miseria cotidiana, nos devolvía al estado límpido y original. ¡Nos volvía a los años gozosos de nuestra niñez, aquellas visitas escolares al Santísimo, los días del mes de mayo en torno a la Virgen luminosa vestida de flores! ¡Qué alegre encuentro! ¡Qué resplandor en el amanecer de la mañana! Y empezamos a sonreír...Decidimos entonces, visitar los santuarios de María: Fátima, Lourdes, La Encarnación de Nazaret, Belén, el Pilar, Montserrat... ¡tantos! En cualquiera de nuestros pueblos, por desconocido que sea, allí se guarda y se venera esa imagen de María de rostro sonriente con su Hijo en los brazos, siempre madre...Cualquiera de esos lugares, por humilde, se puede convertir en lugar santo de peregrinación mariana...
“Todo este horizonte –en palabras de Mons. Javier Echevarría- lleva consigo también una aventura: la aventura de convertirse, de amar a Dios con “todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” y al prójimo como a uno mismo, en el quehacer cotidiano”. “En todo instante hay que buscar al Señor, encontrarle y amarle. Encuentro que se realiza –seguirá diciendo el prelado- en la oración, en la Eucaristía y en los demás sacramentos de la Iglesia; pero también en el cumplimiento fiel y amoroso de los deberes familiares, profesionales y sociales propios de cada uno.”
¿Qué había pasado? Ocurrió que Dios, que es Padre sobre todo nombre, tuvo compasión de nosotros y un día nos salió al paso y nos llamó por medio de la voz de uno de nuestros hijos que, insólitamente para nosotros, nos sugirió el encuentro con Josemaría Escrivá de Balaguer, al que quizá ni él mismo conocía, acudiendo a un centro de la Obra a ver una de sus películas, ver y oír una de sus tertulias. Sabríamos después, gozosa comunión de los santos, que había muchas personas que rezaban por nosotros desde hacía tiempo, oraciones que nos causaban inquietud, no se qué desasosiego como de alguien que nos hablara por dentro, la queja de alguien que llamara a nuestra alma como aquella del Soneto anónimo de nuestro Siglo de Oro, voz que insistía en que le abriéramos la puerta de nuestro olvido, que la noche era llegada, arreciaba el viento y la lluvia, y el Amado fenecía anhelante, lastimado de amor, pidiendo nuestro auxilio...No podía ser, Señor, seguro que te equivocabas de puerta, ¿quiénes éramos nosotros para que como mendigo cubierto de frío, hambriento, llamaras a nuestra casa rogando la limosna de nuestro amor perdido? Eso no podía ser, te decía lo mismo que Pedro cuando quisiste lavar sus pies: Pero Señor, ¿no te das cuenta de que equivocas los papeles? ¡Es a mí a quien le toca mendigar, suplicar y llorar, puesto que el perdido soy yo, hijo pródigo al fin! No dejabas de insistir y, pese a la oscuridad de la noche, te abrimos la puerta y entraste con vestido de Amado en nuestra casa, en nuestras vidas anhelantes deseosas de recibir el amor que nos traías, tus ropas de escarcha y de rocío, cordero manso hendido en el costado, cordero lechal dispuesto al sacrificio...
Fue cuando comenzamos a conocer de veras a Josemaría y, pronto sabríamos, por experiencias interiores, que éramos hijos de su oración. Que nada de aquello era casual, juego del destino, que Dios nos tenía anotados en su libro de amor desde la fundación del mundo y que ese sacerdote vilipendiado, sin conocernos, desde al amor infinito de Dios, había rezado por nosotros, gente olvidada... Por eso pedimos nuestra admisión a la Obra aquel 15 de octubre, y nos propusimos conocer la vida y la obra del Fundador, el mensaje de su oración gozosamente vivida: nuestro caminar tomaba el plano de lo eterno y comenzó a recomponerse nuestro tejido deshilachado, el dibujo de nuestra fe primigenia, el capullo que sabiamente tejía la paloma divina...