Josemaría Escrivá

Capítulo "San Josemaría Escrivá de Balaguer" del libro “Contemplativos”, escrito por José Asenjo Sedano

“Pocas semanas antes de su muerte, tratando de dar el justo enfoque a su existencia –escribe Vázquez de Prada, su biógrafo- manifestaba un hondo sentido de la Providencia divina al decir: El Señor me ha hecho ver cómo me ha llevado de la mano”

Nació Josemaría en un hogar cristiano, un hogar como muchos de nuestro país, según confesaba años después, hijo de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe.

En Barbastro, la Calle Mayor, frente a la casa de los Argensola, con balcones a la plaza del Mercado, nació y jugó de niño Josemaría. Sus padres, un comerciante conocido por su caballerosidad, don José Escrivá, respetado y muy conocido, y doña Dolores Albás, una mujer de su casa. Constituían lo que se llama una familia “buena y desahogada”, muy estimada. Seis hijos tuvo el matrimonio, cuatro niñas, de las que tres murieron con nueve meses, cinco años y ocho años de edad, marcando el carácter de Josemaría. Se salvó Carmen que, parecida a él, le acompañaría toda su vida. Chon, la que murió con ocho años, sería la compañera de juegos de Josemaría. También él estuvo a punto de morir. Angustiada, in extremis, su madre prometió a la Virgen subir a su ermita de Torreciudad si lo sanaba. Y lo curó. A los pocos días, en brazos de su madre, haría Josemaría su primera peregrinación a aquel agreste recinto. “¡ Señora y Madre mía –escribiría años después- tu me diste la gracia de la vocación, me salvaste la vida, siendo niño; me has oído muchas veces!...”

Siempre recordaría “ los blancos días de su niñez ”. Su casa, sus hermanas, sus padres, su ciudad. Su padre, elegante y severo, del que tanto aprendió. Las misas del domingo en la Catedral. El colegio. La primera comunión. El bachillerato. Los veranos en Fonz, a la otra margen del Cinca, en la casa de su abuela Constancia, la madre de su padre. ¡Los dulces años de su infancia!

Cambió de rumbo su vida cuando el negocio de su padre dio en quiebra, y, 1914, se ven obligados a dejar Barbastro y trasladarse a Logroño, donde don José entra a trabajar en el comercio, “ La Gran Ciudad de Londres ”. La aceptación cristiana de aquella ruina por su padre dejará huella en el alma de Josemaría. “ Tengo un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y creo que tiene un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana”, dirá un día.

Pero los caminos del Señor no son nuestros caminos y, hasta pasado el tiempo, desconocemos su sentido. En el caso de Josemaría, como en el de tantos, Dios venía preparando su alma para algo especial y trascendente. “ El Señor me fue preparando a pesar mío, con cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina”.

Entre muchos signos, se refiere concretamente a la huella de los pies descalzos de un carmelita, recién llegado a Logroño, que dejó en la nieve. Pisadas que le impresionan vivamente, y le hacen preguntarse, si ese fraile hace eso por Cristo, ¿qué debo hacer yo? Es la navidad de 1917. Piensa que esa huella le está señalando un camino y que Dios está esperando que lo siga. Algo se despierta en su interior. Por de pronto vivirá una vida más cristiana, siente la necesidad de llenar su vida de Dios, de frecuentar la Eucaristía y comienza a pensar si ese camino no lo estará llamando al sacerdocio ...”Comencé a barruntar el Amor, sin darme cuenta que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección. Ya vendría lo que fuera...”

Junto a sus lecturas de los clásicos de espiritualidad, el carmelita descubría en su alma los brotes de la vida contemplativa. No ignoraba Josemaría que a esa Orden pertenecían los más altos representantes de la mística: Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, cuyas obras conocía. Buscó a ese carmelita y le pidió que lo dirigiera espiritualmente. Este le plantea su posible vocación carmelita, pero él tiene claro que lo que Dios le pide es otra cosa . Dómine, ut videam ! ¡Señor, que vea! Fue entonces cuando se decidió por el sacerdocio...

Se lo dijo a su padre. “Yo no me opondré”, le contestó con lágrimas en los ojos. Y le buscó la persona indicada que le orientara... Poco después comenzaría sus estudios eclesiásticos en Logroño. Al año siguiente, nacía su hermano Santiago...

Como en mis anteriores semblanzas, lo que más me interesa aquí es resaltar la vida contemplativa de san Josemaría. Esta es la raíz de su santidad. Era un hombre de fuertes y arraigadas convicciones religiosas, de profunda fe cristiana, conocedor de los grandes autores de nuestro Siglo de Oro, nuestro más importante siglo literario indudablemente católico, como lo fue también en Arte...

Josemaría celebraría su primera misa en la Santa y Angélica Capilla del Pilar de Zaragoza el 30 de marzo de 1925, a las diez y media de la mañana, por el alma de su padre, quien falleció el 27 de noviembre de 1924.

Zaragoza. Madrid.

-¿ Y qué harás en Madrid ?

-Me colocaré de preceptor o trabajaré dando clases ...,-contestaría a la pregunta de un amigo.

Madrid, clases particulares, el Patronato de enfermos, del que sería capellán. Crucial fue su dedicación sacerdotal y benefactora con los pobres y enfermos de las barriadas de Madrid. Pedro Rocamora, quien a veces le ayuda a misa, contaría que “al celebrar, se producía en él una especie de transfiguración”.

-“Josemaría parecía desprendido de contorno humano y como atado por lazos invisibles a la divinidad. Este fenómeno culminaba sobre todo en el momento del Canon. Algo extraño pasaba en ese instante, en el que Josemaría parecía estar como desprendido de la circunstancia real en que se hallaba (iglesia, presbiterio, altar) y asomarse a misteriosos y remotos horizontes celestiales”.

Y lo que decía Pedro Rocamora, lo decían también otros que solían ayudarle. “ Emoción que terminaba en lágrimas”.

El Patronato era un centro asistencial de gente pobre. Las historias de esta etapa del joven Josemaría es prolija. Le pidieron que confesara a un moribundo rabiosamente anticlerical. El pobre hombre estaba ya en coma y pocas esperanzas había de que se confesara. Es más, ya lo había intentado sin éxito otro sacerdote. Don Josemaría tenía la costumbre de encomendar a la Virgen sus enfermos. Y también lo hizo con este, claro.

“-¡ Pepe!,-le llamó por su nombre-.¿Se quiere usted confesar? El hombre contestó como si despertara. -Si,-le dijo. Don Josemaría mandó a todos que lo dejaran solo con él. Se confesó con su ayuda y recibió la absolución...”

¡Nunca, por la gracia de Dios, quedó un enfermo en aquel hospital que no se confesara antes de su muerte!