Es lógico que el creador tenga una actitud religiosa hacia su trabajo. Ese deseo de perfección, fortalecido por un ideal moral, es un signo de calidad y al mismo tiempo, un rasgo de su filiación divina.
Eso no significa que el artista deba declarar su filiación espiritual personal: es su trabajo el que debe mostrar, de algún modo, el sentido de esa filiación, porque es el trabajo de un hijo de Dios: “¡Qué me importa –decía Josemaría Escrivá- que me digan que fulanito es buen hijo mío -un buen cristiano-, pero un mal zapatero!”
En esa misma línea de razonamiento: ¿Qué me importa a mí que un colega poeta lleve un cruz sobre el pecho, si es un poeta mediocre y no logra dominar el lenguaje? Es una cuestión de principio; un principio que es tan difícil como necesario alcanzar.
Por eso, pienso que no me equivoco al pensar que un tercio de los intelectuales moscovitas que frecuentaban la iglesia del padre Alexander Men se consideraban buenos escritores, y los más atrevidos, incluso buenos poetas. El despacho del padre Alexander estaba atiborrado con los manuscritos que le enviaban; y aunque era consciente de la falta de calidad artística de la mayoría de aquellos escritos, nos los desechaba, ni los calificaba. Sabía que cuando una persona se toma en serio su fe cristiana, Dios acaba poniéndola en su lugar: a algunos Dios les llama a cantar en un coro, a otros, a cuidar a los enfermos o educar a los niños; y a otros, en fin, les llama a cultivar la literatura. Para todas esas llamadas se necesita talento, capacidad creadora.