Amplitud de horizontes. Afán recto y sano, nunca frivolidad. Y una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento, además de actitud positiva y abierta ante las formas de vida de cada momento para ser constructores de paz en todos los ambientes y en todos los tiempos. Levantar el corazón a Dios, cada uno donde le toque. Eso es lo que vino a defender a Valladolid, hace ahora 70 años, el fundador del Opus Dei. San Josemaría llegaba a una ciudad casi conventual. Agrícola y muy conservadora. En su maleta traía un mensaje revolucionario: mientras que en los púlpitos vallisoletanos se predicaban los peligros del mundo y sus seducciones, este hombre provindencial, probablemente la mentalidad más anticipativa y lúcida que ha tenido la iglesia en los últimos cien años, además de muy santo, que defendiera con convencimiento y buen humor, que había que amar al mundo apasionadamente. Tal cual.
En Valladolid, le reciben con cariño un puñado de estudiantes y con frialdad en los círculos eclesiásticos. No se entendía que un cura no condenara al mundo, con sus vedados y denostados placeres. Que sostuviera con semejante tozudez que no hacía falta apartarse de él para alcanzar la santidad. ¿Qué era eso de que se podía ser santo sin retirarse al claustro, vestir hábito o llevar clerical tonsura? Nadie hasta entonces se había atrevido a plantear semejantes teorías. Tendrían que pasar casi 30 años para que la Iglesia, a través del Vaticano II, hiciera suya la grandeza de la vida ordinaria. En Valladolid, la prelatura del Opus Dei en Castilla y León -de la que yo no formo parte- ha tenido el acierto de organizar hoy una jornada recordando la llegada de aquel hombre universal, de aquel santo, que no sabía donde terminaba el trabajo y comenzaba la oración.