Gracias a mi trabajo, tengo la oportunidad de conocer a muchas personas jóvenes y mantener un trato directo con ellos, durante un tiempo más o menos largo, puesto que el aprendizaje para conducir requiere algún tiempo.
Estar durante muchos días junto a los alumnos me brinda la ocasión para poder mantener conversaciones de todo tipo con ellos. Poco a poco hablamos de cosas de la vida, de sus aspiraciones, las situaciones en las que se encuentran, de estudio, de trabajo, de las preocupaciones personales. Y a la vez que ellos me van contando sus cosas, yo aprovecho para ir introduciendo aspectos más profundos de la vida, más trascendentales y así vivir uno de los afanes principales de mi vida cristiana, que es hacer apostolado.
En contra de lo que a veces podamos pensar, me doy cuenta de la necesidad que tienen las personas de hablar de temas como son la existencia de Dios, la vida cristiana, la participación en la Eucaristía los domingos, etc. El día que les toca examinarse la mayoría se encomienda a algún que otro santo, porque en el fondo –me dicen algunos de los aparentemente más alejados– tienen algo de fe, sólo que necesitan que alguien les remueva.
Por eso, cuando adquiero un poco de confianza con mis alumnos, de alguna manera les hablo de Dios; a veces con un poco de recelo, porque no sé cómo van a responder; aunque la mayoría de las veces me quedo sorprendido por el interés que demuestran. Hasta ahora, nadie me ha demostrado apatía por estos temas, sino todo lo contrarío. A veces parece que nadie les había hablado antes de estas cuestiones, y es aquí donde puedo constatar la necesidad que tienen las personas de algo más trascendental en sus vidas.
Uno de los casos que más me ha removido ha sido un alumno que tuve hace poco tiempo, y al que me une una buena amistad. Vino a España procedente de un país extranjero. Es médico de profesión y junto a su mujer y a sus dos hijos pequeños, vienen de un país donde no podían vivir de una forma libre la religión cristiana, por lo que esta situación le había provocado más de un problema a él y a su familia, ya que todos tienen una gran formación cristiana y una profunda convicción en la fe católica.
Poco a poco le fui conociendo y gracias a las conversaciones que mantuvimos me fui dando cuenta de que me encontraba ante una persona con buena formación. Esto me dio pie para que un día en plena clase de conducción, a las 12 del mediodía, le dijera: “Mira, yo a esta hora tengo la costumbre de rezar el Angelus, así que –si no te importa– voy a guardar unos minutos de silencio, a no ser que tú lo quieras rezar conmigo”. Su contestación me dejó atónito: “Por supuesto que te acompaño”.
A raíz de esta experiencia, le empecé a hablar del Opus Dei y de los medios de formación. Él ya tenía una vaga idea, ya que su padre, que según me comentó es también un hombre de profundas convicciones religiosas, le había hablado algo sobre San Josemaría.
Otro detalle fue una frase que me dijo en una ocasión: “No quisiera convertirme en un cristiano de domingos”. Me consta que asiste a Misa diariamente. A raíz de todo esto le invité por primera vez a asistir a un retiro mensual, y quedó encantado. Y siempre que su trabajo profesional se lo permite sigue asistiendo.
Manuel Jurado Soto