De acuerdo con el espíritu del Opus Dei, la academia fue registrada, ante las autoridades civiles y religiosas, como un centro de educación creado por un grupo de laicos interesados por la educación, en pleno ejercicio de sus derechos como ciudadanos, no como centro promovido por la Iglesia. Escrivá era capellán de DYA, no su director. Éste sería el modelo característico de las actividades organizadas por miembros del Opus Dei en el futuro: los laicos dirigirían y serían responsables de las actividades culturales y educativas de los centros, y los sacerdotes se limitarían a la labor de capellanes.
En España por aquellos años era habitual que los católicos utilizaran nombres religiosos para designar actividades seculares. Muchos negocios sin particular relación con la Iglesia o las órdenes religiosas tenían nombres como Pastelería Santa Bárbara o Panadería San Pablo. Las iniciales DYA, aunque recordaban a Escrivá y a los demás miembros de la Obra la divisa “Dios y Audacia”, significaban “Derecho y Arquitectura”.
En algunas ocasiones, cuando hablaban entre ellos, los jóvenes que estaban vivamente implicados en las actividades apostólicas del Opus Dei llamaban a aquel piso “La Casa del Ángel de la Guarda”. Aquel primer piso de la calle Luchana, otros que fueron alquilados en la calle Ferraz de Madrid y un centro establecido en Burgos durante la Guerra Civil fueron los únicos centros del Opus Dei a los que los miembros de la Obra se hayan referido alguna vez, ni siquiera entre ellos mismos, con un nombre que tuviera connotación religiosa. Desde 1938 lo normal es que los centros y actividades del Opus Dei tengan nombres sin connotación religiosa, a menudo tomados de la calles en las que están situados, o de alguna característica geográfica local. Los edificios que albergan la sede central del Opus Dei en Roma, por ejemplo, se conocen con el nombre de Villa Tevere, por el río Tiber que fluye a unas pocas manzanas de allí.
A comienzos de diciembre, se trasladaron al piso de la calle Luchana los pocos muebles que Escrivá y los otros habían logrado reunir. Los miembros de la Obra, sus amigos y estudiantes que tenían dirección espiritual con Escrivá se dedicaron a limpiar, decorar y preparar el inmueble para su nueva función de academia. No podía ser de otra forma, ya que no tenían dinero para contratar personal de limpieza. En cualquier caso, Escrivá aprovechó la oportunidad para implicar personalmente a los jóvenes en el proyecto. Era preciso que quienes recibían formación en la obra de San Rafael, a los que llamaba chicos de San Rafael, sintieran el centro como propio: no solamente como una academia, sino como su casa.
Escrivá animaba a los que participaban en actividades del Opus Dei a responsabilizarse del apostolado de la Obra. Insistía en que la labor que se realizaba en DYA no era sólo un asunto de interés local, sino algo de alcance universal. Por ejemplo, en su primera conversación con un estudiante le dijo que hacía falta una gran confianza en Dios y audacia sobrenatural para extender el apostolado de la Obra. Subrayó la importancia de aprender lenguas extranjeras para extender la Obra a otros países. Y aunque era el primer contacto de este estudiante con el Opus Dei, le conmovió tanto la fe de Escrivá en la expansión de la Obra que preguntó qué idioma debería estudiar: “-Mira, me contestó, ya hay algunos que estudian alemán, japonés... Pero no hay ninguno que estudie ruso. Si quieres, puedes estudiar ruso”[1]. Tan contagioso era el celo de Josemaría Escrivá y tan grande su seguridad en la futura expansión de la Obra, que aquel estudiante compró un diccionario de ruso y empezó a estudiar. Ni siquiera se planteó la inutilidad de aprender ese idioma cuando aquél país estaba en manos comunistas.
Los miembros de la Obra intentaban dar un aire cálido y acogedor a la academia, y a menudo llevaban objetos o muebles de sus casas. Escrivá llevó tantas cosas de la casa de su familia, que su joven hermano le preguntaba cuando le veía salir de casa: “¿Qué te llevas hoy para tu nido?”. El tono de la academia DYA no era ni el de una chabola, ni el de un monasterio, ni siquiera el de un centro educativo más. Más bien, recordaba el ambiente de un hogar de familia de clase media con pocos recursos, pero buen gusto.
En la salita donde Escrivá recibía visitas se hizo alguna excepción a la regla. Estaba decorada con sobriedad y sencillez. Encima del escritorio había una calavera a la que, divertido, llamaba “la pelona” y en la pared una gran cruz sin crucificado. En los centros que se abrirían más adelante no habría cosas como la calavera. Pero la cruz sin Cristo seguiría siendo una característica de los centros del Opus Dei, aunque se trasladaría a los oratorios. Serviría para recordar a los que allí rezaran que la cruz “está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú”[2].
[1] AGP P01 1983 p. 835
[2] Josemaría Escrivá de Balaguer. Ob. cit. n. 178