Estuve pidiendo algunos bocetos a artistas e incluso hablé con anticuarios. Uno de ellos me dijo que tenía un retablo barroco muy grande. El fundador de la Obra me dijo: "¿No sería mucho más bonito hacer un retablo ahora, para que pudiéramos poner escenas del Señor, de la Virgen, de San José, que todo el mundo entiende y con las que todo el mundo pueda hacer oración?". Le dije que claro, que se podría hacer, y me preguntó si se podría hacer en alabastro.
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Dado que era un retablo dedicado a la Santísima Virgen, hacer un retablo con esa fuerza naturalmente me hacía querer añadirle flores, caricias, todo lo que pudiera ser delicado y mimoso para la Virgen. Empecé a hacer varias maquetas en este estudio, y al final consideré que esta era la mejor solución. Incluso entonces, él me indicó todas las escenas que tenía que poner y el orden en que debía hacerlo: primero los desposorios, debajo la anunciación. Lo dijo todo, y ya se le veía feliz de ver el retablo que se iba a hacer.
Entonces, pensé cómo debía componerse cada una de las escenas. Las ordené de manera que se leyeran como un rosario, que cada una de ellas tuviera su pausa. Debía ser un retablo que, solo con verlo, el fiel ya hiciera oración, que se sorprendiera al contemplarlo. Había dicho muchas cosas acerca del retablo, que debía ser comprensible para todas las personas, independientemente de su situación social o su educación. Entrarían en el santuario, lo verían y exclamarían un "¡Oh!" de admiración. Ese "¡Oh!" —decía él— ya era oración. Por eso había puesto tanta ilusión en el retablo, y yo sentía esa responsabilidad.