5. La santidad del amor humano

Extraído del libro "Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei" escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp.

El Fundador del Opus Dei difundió por el mundo amor a la familia. En unos tiempos en que la santidad parecía más bien cosa reservada a religiosos y sacerdotes, Dios se sirvió de él, para hacer ver a muchos matrimonios que la vida conyugal es un verdadero camino de santidad en la tierra.

Juan Caldés Lizana le conoció en unos días de retiro. Era septiembre de 1948. "Se abrió ante mí —publica en Mundo Cristiano, septiembre de 1975— un mundo ilusionante al contemplar el matrimonio ("sacramento grande") como una auténtica vocación, un nuevo camino divino en la Tierra". Era un panorama inédito: todos llamados a una misma santidad, plenitud de vida cristiana; la familia, un hogar luminoso y alegre, ocasión propicia para convertir la prosa diaria en endecasílabo, verso heroico; los padres, sembradores de paz y alegría; y los hijos, gaudium meum et corona mea ("mi alegría y mi corona"). Esta última fue la frase que el Fundador del Opus Dei estampó al dorso de una fotografía de los diez hijos de Juan Caldés, que vio en aquellas ideas de 1948 una profunda innovación sobre el papel de los laicos en la Iglesia.

Más nuevas sonaban aún sus palabras por los años treinta, cuando hablaba de vocación matrimonial, y presentaba el matrimonio como cauce de santidad. Lo subraya el doctor Jiménez Vargas, que asistía a los círculos y meditaciones del Fundador del Opus Dei, y entiende que sus charlas sobre la virtud de la pureza resultaban tremendamente originales, nuevas: hoy resulta familiar —afirma—, después de tantas ediciones de Camino, pero "es importante situarse en 1933, con los modos de pensar de los chicos piadosos de entonces, y lo corriente que eran ciertas formas de sermonear sobre la castidad, que más que otra cosa llevaban a una visión deforme y hasta freudiana del problema. Por lo pronto, hablaba de pureza —más que de castidad— con esa visión positiva y optimista que ahora es tan conocida". Más sorprendente aparecía su enfoque acerca del matrimonio, recogido luego sintéticamente en tres puntos de Camino (26, 27 y 28). El profesor Jiménez Vargas precisa que "al decir que el matrimonio es para la clase de tropa —entonces no estaba publicado Camino ni Consideraciones Espirituales— se puede asegurar que entusiasmaba tanto a los que se creían con vocación para la clase de tropa como a los que pensaban que su vocación era otra. No se le pasó por la cabeza nunca a nadie una idea equivocada, ni nadie se sintió molesto por este comentario que, además, tenía gracia cuando se le oía directamente".

Ese modo de presentar la virtud cristiana de la pureza animaba a luchar, porque quedaba siempre muy claro su sentido positivo, amable, afirmativo, propio de un corazón enamorado. Así la definió el Fundador del Opus Dei en una homilía pronunciada en Navidad de 1970: La castidad —no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada— es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida.

Mons. Escrivá de Balaguer había preparado desde muy atrás el sendero por el que infinidad de personas de la Obra lucharían decididamente para ser santos en su vocación matrimonial. El camino jurídico tardaría años en abrirse. Pero el Fundador del Opus Dei esperaba, confiado en el querer de Dios; mientras tanto, iba formando a las almas para que, en el momento oportuno, pudieran recibir explícita la llamada divina.

Así hizo, por ejemplo, con Antonio Ivars Moreno, quien ya en 1940, en Valencia, acudía a las actividades apostólicas que miembros del Opus Dei desarrollaban en una casa de la calle Samaniego, 16, pronto convertida en Residencia de Estudiantes: "El Director era don Pedro Casciaro. Con él colaboraba mi viejo amigo don Amadeo de Fuenmayor. Ellos me llamaron un día pare hablarme. Pedro me dijo sucintamente que en la Obra había personas que se habían entregado con dedicación plena a Dios. Pero añadió que el Padre había dicho que yo tenía vocación matrimonial y que no me inquietasen. Tuve la suerte de que, por aquellos días, estaba entre nosotros y tuve ocasión de contarle lo que Pedro y Amadeo me habían dicho. El mismo me lo confirmó añadiendo que cuando tuviera que contraer matrimonio, vendría: a casarme".

A todos —solteros, casados, novios, sacerdotes— les movió siempre a bucear en las profundidades del amor, les previno contra la gran tentación del egoísmo —que impide resolver los problemas que esa pasión crea—, y les animó a huir de la sensualidad, porque —solía repetir— corta las alas del amor y empequeñece las cosas grandes para las que es capaz el corazón humano.

A los más jóvenes enseñaba lo que recogió en Camino, y reiteraba en 1974 con otras palabras a un grupo numeroso de muchachos en São Paulo: Pido al Arcángel San Rafael que, como a Tobías, a los que hayan de formar una familia los lleve al encuentro de un amor de la tierra, limpio y bueno. Bendigo ese amor terreno vuestro, y bendigo vuestro futuro hogar. Y al Apóstol Juan, que tanto se enamoró de Cristo Jesús, y que fue valiente —el único hombre: los demás se escaparon— al pie de la Cruz de Cristo, cuando el Redentor era victorioso y parecía vencido; a ese discípulo joven, pero fuerte, le digo que os ayude, si es que el Señor os pide más.

El Fundador del Opus Dei se despidió de estos chicos con la bendición que se imparte a los que emprenden un viaje: Todos estamos camino adelante por la vida... Es la bendición que Tobías dio a su hijo cuando —acompañado por el Arcángel San Rafael— fue a recoger un dinero que debían a su padre. En realidad, porque fue además, sin saberlo, a buscar la novia, y encontró una que era guapa y buena y rica. Es toda una bonita historia de limpieza, de amor noble, casto y fecundo, como el amor de nuestros padres, que yo bendigo.

Pocos días antes, también en São Paulo —como hizo siempre a lo largo de su vida—, proponía a personas casadas el cariño del noviazgo como modelo de su amor: Que os queráis mucho. El amor de los cónyuges cristianos —sobre todo, si son hijos de Dios en el Opus Dei— es como el vino, que se mejora con los años, y gana valor... Pues el amor vuestro es mucho más importante que el mejor vino del mundo. Es un tesoro espléndido, que el Señor os ha querido conceder. Conservadlo bien. ¡No lo tiréis! ¡Guardadlo!

Más adelante, en aquella misma conversación, respondiendo a otra pregunta, Mons. Escrivá de Balaguer insistiría: No es malo que os manifestéis ese cariño limpio entre vosotros, delante de los hijos: malo sería que no lo mostraseis. No hagáis delante de los niños manifestaciones de afecto extraordinario, por pudor; pero quereos mucho, que el Señor está muy contento cuando os amáis. Y cuando pasen los años —ahora sois todos muy jóvenes— no tengáis miedo: vuestro cariño no se hará peor, sino mejor. Se hará incluso más entusiasta, volverá a ser el cariño del noviazgo.

Supo tratar siempre de cosas divinas a lo humano, y de cosas humanas a lo divino. Usó imágenes del amor humano, para mover al amor de Dios. Al predicar sobre la Eucaristía —donde Cristo es, exclamaba, ¡prisionero de Amor!—, hablaba de la madre buena que limpia a su hijo pequeñín, lo perfuma, lo abraza contra su corazón, y "se lo come a besos"... Y Cristo llega a lo que los hombres no pueden conseguir: se hace alimento, vida de nuestra vida, "tomad y comed", nos dice.

Un Jueves Santo de 1960, en su homilía, evocaba la experiencia humana de la despedida de dos personas que se quieren: Desearían estar siempre juntas, pero el deber —el que sea— les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.

Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

Siempre movió a todos a tratar a Dios con naturalidad, con el mismo corazón y las mismas palabras con que se trata a las personas queridas de la tierra; o sin ruido de palabras, mientras estás en la calle, en la comida, sonriendo a una persona, estudiando...

Más de una vez, cuando alguien se dirigía a él, con un "Padre, dígame una jaculatoria...", reaccionó espontáneamente:

Yo os daría una zurra... ¿Una jaculatoria...? Pero, ¿es posible que vosotros no sepáis hablar con el corazón a la gente? ¿Cómo hubierais hablado a la novia? ¿Qué queríais: que os soplaran para charlar con la novia? Pues, para hablar con Dios Nuestro Señor, lo mismo.

Partía del amor humano, para hacer comprender la riqueza santificadora que se encierra en los mil detalles de la vida cotidiana, que el alma enamorada sabe descubrir. Nada de extraño tiene, pues, que al esclarecer el sentido del matrimonio acentuase aspectos aparentemente triviales. Tuvo lugar también en São Paulo una conversación que refleja con exactitud el tono con que Mons. Escrivá de Balaguer solía dirigirse a quienes debían hacer santa su vida conyugal. Fue un diálogo movido —es casi imposible reproducirlo por escrito—, y entrecortado por la emoción de la persona que preguntaba. La primera interrupción fue del Fundador del Opus Dei, cuando ella dijo que estaba casada desde hacía 23 años y que tenía cinco hijos...

—Oye, tú no dices la verdad... ¡Veintitrés años! ¡Tan joven y tan guapa!

Le había preguntado cómo mantener y aumentar en su matrimonio el entusiasmo de los primeros tiempos.

—Siéntate, hija mía, siéntate. Tú serás una... ¿Cómo se dice novia en portugués?

Namorada, apuntaron a Mons. Escrivá de Balaguer.

(...) una enamorada perenne, constante. Cada día debes ir a conquistar a tu marido, y él a ti.

(...) Lograrás esto, si miras a tu marido como lo que es: una gran parte de tu corazón, ¡todo tu corazón!; si sabes que él es tuyo y tú eres de él; si recuerdas que tienes la obligación de hacerlo feliz, de participar de sus dichas y de sus penas, de su salud y de su enfermedad...

Y Mons. Escrivá de Balaguer, como dirigiéndose a todas las esposas que estaban en el abarrotado salón del Palacio de las Convenciones en el Parque Anhembi, proseguía:

Sabéis más que nadie en el mundo, porque el amor es sapientísimo. Cuando viene el marido del trabajo, de su labor, de su tarea profesional, que no te encuentre a ti rabiando. Arréglate, ponte guapa, y cuando pasen los años, arregla un poquito más la fachada, como se hace con las casas. ¡Él te lo agradece tanto! Muchas veces, en los momentos de contradicción que habrá tenido en la labor, ha pensado en Dios y ha pensado en ti, y ha dicho: voy a ir a casa y... ¡qué bien!; allí encontraré un remanso de paz, de alegría, de cariño y de belleza; porque, para él, no hay nada en el mundo más bello que tú. (...) El día que viene cansado —y tú lo sabes, tú lo prevés—, te acuerdas de aquel plato que le gusta: esto se lo hago yo. Y no se lo dices, para no hacérselo pesar; lo sorprendes, y él te mira con una mirada... ¡y ya está! ¡Ya está!

Cientos de consejos —llenos de sentido común y de visión sobrenatural— dio el Fundador del Opus Dei a los padres de familia. Muchos están recogidos en sus libros. Otros hay que espigarlos pacientemente a lo largo de estas reuniones numerosas y en las conversaciones personales con quienes fueron a verlo a Roma, o lo habían tratado más de cerca en sus años de España. Realmente amó a las familias, a todas: las familias numerosas, las que tienen menos hijos, o las que no tienen ninguno, porque Dios no se los da, después de haber puesto —el marido también, repetía incansablemente— todos los medios sobrenaturales y los humanos honestos. Sólo alguna vez se le escapaba lo que no quería:

¡No soy amigo de las familias que, por egoísmo, cortan leas alas del amor y lo hacen estéril e infecundo...!

Les aconsejaba educar cristianamente a sus hijos, ante todo, con el ejemplo. Enseñarles a rezar, pero sin obligarles a grandes rezos: poquitos, pero todos los días (las madres, sí, pero también los padres). Llevarlos cortos de dinero, y que aprendan a usarlo, aunque —concretaba— es mejor que lo manejen cuando se lo ganen. Respetar prudentemente su libertad. Hacerles ayudar a los demás según la edad de cada uno, llenando el día de pequeños servicios. Conseguir que la casa —en una palabra— fuese hogar luminoso y alegre. (¡Cuántas veces bendecía en sus últimos años las guitarras de vuestros hijos!).

Mons. Escrivá de Balaguer hizo comprender a los matrimonios que el cariño se enrecia con las penas y dificultades de la vida. Como declaró a la directora de la revista Telva en febrero de 1968:

Pobre concepto tiene del matrimonio —que es un sacramento, un ideal y una vocación—, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura, aquae multae —las muchas dificultades, físicas y morales— non potuerunt extinguere caritatem (Cant., VIII, 7), no podrán apagar el cariño.

Otro periodista, Luis Ignacio Seco, publicó, después de la muerte de su hija de siete años, un artículo en el que desahogaba su corazón: Marta había caído enferma de leucemia en 1970 y Luis Ignacio Seco escribió a Mons. Escrivá de Balaguer para pedirle que rezase mucho por ella. "Su respuesta llegó pronto: me hablaba de la amabilísima voluntad de Dios y me prometía sus oraciones; y me hizo comprender enseguida que lo que teníamos en casa era un tesoro oculto, una maravilla puesta en nuestras manos para que viviésemos a fondo la vocación de padres, de colaboradores directos y voluntarios de la Providencia, de cristianos corrientes y molientes que tratan de materializar sin teatro el formidable amor de Dios por todos sus hijos, los hombres".

Pero no era necesario ser intelectual para darse cuenta de las exigencias del amor humano santo, que el Fundador del Opus Dei difundía entre quienes le escuchaban. Su mensaje encontraba eco en personas de toda condición social. Lo reflejaba María, una mujer del Opus Dei, que vive en los alrededores de Pozoalbero (Jerez de la Frontera), cuyo marido, un sencillo hombre de campo, estuvo con Mons. Escrivá de Balaguer en Pozoalbero, en noviembre de 1972. Por aquellos días, se confiaba a su mujer:

—Ahora tengo que dejar la ropa dobladita, porque está aquí Monzeñó...

Era su modo práctico de mejorar, después de haber escuchado al Fundador del Opus Dei. Y María se alegraba también al comprobar que su marido, "desde que vio al Padre", hacía visibles esfuerzos para no enfadarse ni con esas pequeñas cuestiones domésticas que surgen en todas las familias.

Mons. Escrivá de Balaguer tuvo palabras de aliento para cuantos atravesaban circunstancias difíciles. Les ayudó, al menos, a sobrellevarlas, cuando no era humanamente posible encontrar solución. Aquella entrevista con la directora de la revista Telva ofrece una muestra muy completa —que siempre vale la pena releer— de su actitud ante la variada gama de situaciones que pueden darse en la vida matrimonial: el trabajo de la mujer casada, su proyección social, el sentido vocacional del matrimonio, el número de hijos, la infecundidad matrimonial, la separación de los cónyuges, las riñas y divisiones, el conflicto generacional, la educación en la piedad, la orientación de los hijos, el "matrimonio a prueba", la monotonía del hogar, el confort y la sobriedad, etc. Quizá es exacto admitir que sólo falta una pregunta, la que le hicieron en São Paulo, en mayo de 1974:

—Existen hoy en día, lamentablemente, muchas familias compuestas por personas divorciadas. ¿Cuál sería la actitud de un católico frente a esas familias y los hijos de esas familias?

—En primer lugar, comprensión, hijos míos. No sacamos nada con maltratar a la gente. Si son almas que necesitan una ayuda, un buen consejo, una palabra afectuosa, no les vamos a tratar mal. Son enfermos del espíritu, como esos otros que son enfermos de la mente o del cuerpo.

Primera actitud: no tratarlos mal.

Segunda. Si ellos preguntan: ¿qué les parece mi situación?, una respuesta clara: pues... ¡lamentable! Lo siento mucho, pero es lamentable. ¿Por qué vamos a mentir? Pero no te desesperes, que con la gracia del Señor se podrá ir arreglando. Como suelen ser cosas sentimentales y median los hijos, es difícil. Muchas veces se resuelven esas situaciones; y, al fin de la vida, siempre.

No los tratéis mal nunca. ¿Está claro? Y a los hijos de esas personas, ayudadles en lo que podáis. Que no se avergüencen, aunque esas pobres criaturas no puedan estar muy satisfechas. Es un shock tremendo, pero ésa es una razón más para que les tratemos bien, con afecto, con sentido sobrenatural, y para que les mostremos que somos cristianos. De modo que sed humanos, en primer lugar; y, después, cristianos. Primero, somos hombres; y después viene, con el Bautismo, la gracia de ser hijos de Dios. En la vida, en vuestras relaciones con la gente, se tienen que notar esas dos cualidades: las virtudes humanas y las virtudes sobrenaturales. El trato afectuoso tuyo y cordial, porque eres una persona delicada, y además, la medicina sobrenatural de tus buenos consejos de cristiano y de tu buen ejemplo.

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