Presentación del libro Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei

Extraído del libro "Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei" escrito por Salvador Bernal y editado por Rialp.

El 26 de junio de 1975, al filo del mediodía, falleció en Roma Monseñor Escrivá de Balaguer. Horas más tarde sus restos mortales reposaban sobre el pavimento del Oratorio dedicado a Santa María, en la sede central del Opus Dei. El beato Álvaro del Portillo, entonces Secretario general de la Obra, depositó unas rosas rojas sobre los pies del Fundador, mientras repetía el verso de San Pablo: Quam speciosi pedes evangelizantium pacem, evangelizantium bona! (Rom., X, 15), ¡qué hermosos son los pies de los que anuncian el Evangelio de la paz, de los que anuncian cosas buenas! 

Hubiera sido un espléndido epitafio. Cuantos le han conocido y tratado —aun por breves instantes— coinciden con clara unanimidad en destacar su alegría. Su mirada serena y limpia resultaba cordialmente acogedora. Era un hombre de Dios, que desbordaba simpatía y humanidad: infundía paz, alegría, serenidad, contento, deseo de servir a los demás. 

No recuerdo a nadie —escribió don Manuel Aznar pocos días después— que, con tanta espontaneidad, con naturalidad tan admirable, uniera en un solo haz lo natural y lo sobrenatural; Dios y el hombre; el hombre y Dios. Esa dificilísima empresa de tener presentes las inspiraciones sobrenaturales en medio de las más menguadas trivialidades de la humana existencia, se cumplía en el Fundador del Opus Dei sin la menor apariencia de esfuerzo, sin rechinamientos a la hora de ajustar las inquietudes del más allá con las realidades del más acá". 

Vivió para Dios, y fue maravillosamente humano. Para realizar la Obra que el Señor le pedía, recibió dones que le hicieron persona atrayente en lo humano. Y, a la vez, sorprendente, porque ante un fundador suele buscarse siempre algo raro, distinto. "Yo estaba haciendo actos de fe, para pensar que me encontraba ante el Fundador del Opus Dei, de lo sencillo y cordial que es”, comentaba un sacerdote de Jaén, cuando le conoció en Pozoalbero (Jerez de la Frontera) un día de noviembre de 1972. Otro se fijó en "la naturalidad con que oculta su gran contenido sobrenatural”. Pero —añadía— "se le desborda. No puede ocultar su carga de Dios". 

Por eso, no es fácil explicar cómo fue y qué hizo. Son muchas y muy ricas las facetas de su personalidad y de su doctrina. Están, de otra parte, tan trabadas en su unidad de vida sencilla y fuerte, que se resisten al análisis: no se puede despiezar esa existencia tan cargada de sentido humano y divino hasta en detalles mínimos. 

He tratado, sin embargo, de apuntar en este libro algunas manifestaciones de su personalidad enteriza, porque, como digo, me resulta francamente dificultoso describir la imagen de plenitud que guardo desde que le conocí personalmente el 8 de septiembre de 1960. Fue en el pequeño jardín del Colegio Mayor Aralar de Pamplona, junto a más de cien estudiantes, que le acosamos a preguntas durante casi una hora. Aprendí bastante aquella tarde. Quedé removido por dentro. Me sorprendió su sentido del humor. Todos reímos mucho. Tuve la convicción de estar muy cerca de Dios. Y además, quizá como síntesis de todo esto, lo pasé en grande: fue una hora deliciosa. 

No imaginaba yo que Mons. Escrivá de Balaguer tuviese tal simpatía, tal capacidad de meterse en el bolsillo a los universitarios: conocía a fondo nuestras inquietudes, hablaba —hasta con giros castizos— nuestro lenguaje, y se servía de ese don para exigirnos mucho, para empujarnos hacia arriba, haciéndonos salir de la poltronería. (Siete años después, viví en Vallecas una reacción semejante, cuando un obrero, que tenía a sus hijos como alumnos de Tajamar, me comentaba: —A este cura sí que se le entiende; habla igual que nosotros...). 

Pero nada tenía que ver su facilidad connatural para hacerse entender, su rapidez en las respuestas, su gracia y simpatía humanas con un hacerse el simpático. Todo era recio, espontáneo, verdadero. Como era auténtica su confianza en nosotros —en aquel verano de 1960 estaba yo a la mitad de mi carrera—, al abrirnos el corazón contándonos cosas de mucha intimidad. Manifestaba también así su ilimitada capacidad de querer, que desde lo más grande —el trato con Dios, el amor a Santa María, la dilatación de la Iglesia por países de Asia y África—, llegaba hasta lo más pequeño: la reconvención por el descuido de haber dejado abierta una contraventana —se veía desde el jardín— que exponía los muebles de la habitación al fuerte sol del mediodía; el afecto hacia ese brazo escayolado, que rara vez falta en un grupo numeroso de gente joven... Y todo, salpicado de anécdotas francamente divertidas.

La vida del Fundador del Opus Dei rompe casi todos los esquemas: no probaba los licores, pero —bromeando con la marca de un conocido coñac— se refería a sí mismo diciendo que, para fundador bueno, el que venía embotellado... Porque se consideraba, en su humildad, Fundador sin fundamento.

Tiene razón José Ortego, catedrático de Derecho Penal, que respondía así a una encuesta periodística de urgencia el 26 de junio de 1975: “He leído una biografía de don Josemaría Escrivá. Luego, he pensado en el hombre; y he llegado a la conclusión de que don Josemaría no es biografiable. Su recia personalidad desborda cualquier intento de contarnos cómo fue. Por muchos y ordenados que sean los datos, por significativas que sean las anécdotas, se escapará siempre una vida, tan intensa y tan compleja, que sólo el conocimiento directo puede alcanzar”.

Afortunadamente se han podido filmar —después de vencer su resistencia personal durante años— muchas escenas de la última etapa de su vida. Pienso que media hora de imágenes del Fundador del Opus Dei, hablando de Dios y contestando a preguntas de personas muy distintas, facilita más ese conocimiento directo, que cuanto aquí se dirá.

Y están también sus libros, que han alcanzado enorme difusión en el mundo entero. Y sus escritos inéditos: porque, como dijo muchas veces jugando con su apellido, Escrivá escribe. En esos textos puede encontrarse —más que en estas páginas— la verdadera dimensión y la profundidad de su vida.

Sin embargo, me parecía urgente hacer una aproximación de la figura de este sacerdote de Dios. Había que correr el riesgo de ofrecer la visión parcial de una realidad plena de sentido. Y casi de un tirón, con prisa, después de dedicar unas semanas a documentarme, escribí estas páginas entre noviembre y diciembre de 1975. Me parecieron pobres, llenas de lagunas, y decidí completarlas con más calma, aunque el editor con quien había comentado el proyecto quería enviarlas ya a la imprenta, pues pensaba que podían servir. He retocado algunos detalles a lo largo de 1976, sin apenas añadir nada, conservando prácticamente el enfoque, la estructura y la distribución iniciales.

No espere, pues, el lector una biografía cerrada. En sus manos tiene un perfil, unas impresiones que, aunque se basan en hechos y datos históricos, no siguen un orden cronológico. Sucesos y escritos de épocas diversas se aproximan y entremezclan con libertad, para apuntar en rápidos trazos los rasgos del Fundador del Opus Dei que, en cada caso, pretendo destacar. Quien le haya conocido personalmente —en la vida, en sus escritos, o en películas filmadas— comprobará que hay muchas cosas importantes que no aparecen aquí.

Quizá estos apuntes ayuden, sin embargo, a repensar lo vivido, a meditar de nuevo los escritos del Fundador del Opus Dei. Se habrá cumplido entonces el propósito que buscaba este relato: dar a conocer un poco más la gran personalidad de Mons. Escrivá de Balaguer, que gustaba de pasar inadvertido, según el lema de su vida: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca.

Hace muchos años, un periodista del londinense The Times comentaba en una semblanza: “Su característica más sorprendente es, en cualquier caso, su absoluta normalidad. En su modo de ser no hay nada fanático o dominador, ninguno de esos rasgos chocantes que la gente espera encontrar en un gran fundador o en un líder. Podría fácilmente pasar inadvertida la fuerza de su magnetismo, de su energía espiritual. Su estatura y su peso son normales; su cara, pálida y más bien redonda, sonríe casi siempre. Hay calor —cariño— en la expresión de sus ojos castaños. La rapidez de sus respuestas y los gestos que acompañan sus palabras revelan una inquietud enérgica. Ataca los asuntos de modo directo y personal, y va al fondo, sin perderse en lo anecdótico. Aborda los problemas en toda su amplitud y con audacia. Confía en los demás y delega fácilmente. Queda siempre subrayada la independencia y la responsabilidad individuales de los miembros del Opus Dei. Deja la impresión perdurable de una persona muy humana, feliz, que hubiese tenido mucho en común con sir Tomás Moro, a quien, por cierto, ha escogido como uno de los santos intercesores de su Obra".

Aquel periodista subrayó un rasgo decisivo: la impresión de normalidad que reflejaba la extraordinaria personalidad del Fundador del Opus Dei. Es quizá éste uno de sus más preciosos legados: para ser muy divinos, hay que ser muy humanos. Enseñó a miles de personas del mundo entero a imitar la naturalidad de la vida corriente de Jesucristo —Perfecto Dios, Perfecto Hombre—, en sus años de trabajo oculto. Cristo fue siempre el único Modelo para buscar la santidad —santidad auténtica, sin eufemismos— en las ocupaciones y circunstancias ordinarias de la vida. Mal hubiera podido difundir ese mensaje Mons. Escrivá de Balaguer si Dios no le hubiera hecho profundamente humano, cordial y sencillo. Aunque a veces sufrió, porque no le entendían o no se esforzaban por entenderle, y tenía que hacerse perdonar lo raro de no ser raro. Y es que existe una acusada tendencia a valorar lo aparatoso, lo artificial, lo extraordinario, sin calar la hondura —humana y divina— de lo cotidiano. Alguna vez, para explicar mejor el problema, aludiría al comentario que algunos hacen ante el primor de unas rosas frescas, de pétalos finos y bien perfilados —¡parecen de trapo!—, porque prefieren lo artificial.

En su vida y en su doctrina, lo humano y lo divino se funden de tal manera, que no es nada fácil distinguir en muchos momentos si estamos ante un rasgo de su carácter, o ante un fruto de la gracia de Dios, que actúa de modo aparentemente natural. Lo ha visto bien el P. Sancho, O.P., cuando afirma con rigor teológico: "La impresión que yo tengo de él es la de un hombre de muchísima virtud, que, en su sencillez, no exhibía. No puedo destacar ningún detalle concreto de su profunda humildad, porque su sencillez llenaba su vida de naturalidad. No sorprendía nada, porque la constante suya era ésta: sobrenaturalizarlo todo sencillamente, y además alegremente, que es lo más difícil".

Así actúa siempre la gracia de Dios en los hombres. Hace sobrenatural su vida, sin aniquilar ni desquiciar lo humano. Efectivamente, sólo quien es fiel a la gracia de Dios, puede ser plenamente hombre.


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