Dios quería que el Opus Dei fuese —en el sentido literal del término— una familia. Y, como acabamos de apuntar, se sirvió decisivamente de las virtudes humanas y sobrenaturales del hogar de su Fundador. Pero él también fue siempre, verdaderamente, el Padre de esa familia. La sacó adelante en lo humano, con corazón paterno y materno, que se volcaba hacia los miembros de la Obra, tanto mientras fueron unos pocos, como cuando llegaron a sumar decenas de millares de todos los colores y de todas las razas.
Estaban ya esparcidos por los cinco continentes desde hacía años, cuando Mons. Escrivá de Balaguer hizo su último viaje a España. Acudió a su ciudad natal con motivo de la imposición —el 25 de mayo de 1975— de la medalla de oro de Barbastro. Llegado el momento, al comenzar la lectura de su breve discurso, en el salón de sesiones del Ayuntamiento, tuvo que interrumpirse:
Perdonad. Yo estoy muy emocionado, por doble motivo: primero, por vuestro cariño; y, además, porque a última hora de ayer recibí un aviso de Roma, comunicándome la defunción de uno de los primeros que yo envié para hacer el Opus Dei en Italia. Un alma limpia, una inteligencia prócer, doctor en Derecho Civil por la Universidad de Madrid, entonces Universidad Central; doctor en Derecho Canónico por la Universidad Lateranense; abogado rotal. Después, en tiempos de Juan XXIII, nombrado auditor de la Rota.
Ha servido a la Iglesia con sus virtudes, con su talento, con su esfuerzo, con su sacrificio, con su alegría, con ese espíritu del Opus Dei que es de servicio. Yo debería estar contento de tener uno más en el cielo, ya que tan frecuentemente en una familia tan numerosa tiene que suceder un hecho de este género. Pero estoy muy cansado, muy abrumado. Me perdonaréis y estaréis contentos de saber que tengo corazón. Sigo.
Esta reacción —de padre de familia con corazón humano y con fe divina —al recibir la noticia del fallecimiento de D. Salvador Canals—, era idéntica a la que siempre tuvo ante la muerte de otros miembros de la Obra. El P. Sancho, O.P., testimonia cómo, cuando murió Isidoro Zorzano en 1943, el Fundador del Opus Dei estaba, a la vez, apenado por la separación y contento porque había muerto como un santo.
Y es que —añade el religioso dominico— "dentro de su celo infatigable por todas las almas, tenía un cariño paterno y un entrañable desvelo por sus hijos. Eran la niña de sus ojos. Los trataba con fortaleza, exigiéndoles para que fueran santos, pero con la familiaridad de un padre con sus hijos. A mí me sorprendía este modo de tratarles, sobre todo a aquellos miembros de la Obra que yo tenía en mucho, porque eran catedráticos: para él eran siempre y principalmente sus hijos. Era muy respetuoso con su libertad y les quería a todos muchísimo; es natural, porque al fin y al cabo eran sus hijos".
"Muchas veces —expresa don José Luis Múzquiz, uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, junto con don Álvaro del Portillo y don José María Hernández de Garnica— he visto al Padre, aun teniendo mucho trabajo, pasarse tiempo junto a un enfermo, dándole visión sobrenatural, contándole cosas para distraerle, haciendo alguna norma de piedad con él".
En los años setenta, cuando empezó a estar muy enfermo don José María Hernández de Garnica —Mons. Escrivá de Balaguer le llamó siempre con su apelativo familiar, "Chiqui"—, don José Luis Múzquiz recibió en febrero de 1972 una carta de don Álvaro, diciéndole que "Chiqui está muy mal de salud", y que quiere "el Padre que te lo escriba yo directamente para que reces". Al leer esto, don José Luis se acordó de que, igual que, con la enfermedad de Isidoro Zorzano —como las madres cuando están sus hijos pequeños enfermos— el Padre presentía algo grave, antes del diagnóstico de los médicos. Lo mismo sucedía en esta ocasión: don José María Hernández de Garnica había ido a Roma y en cuanto el Padre lo vio, lo mandó inmediatamente a que le hicieran una revisión médica a fondo.
La víspera de la Fiesta de la Inmaculada —7 de diciembre de 1972— murió en Barcelona don José María. Poco después, don José Luis Múzquiz recibía una carta de Roma:
Me ha llegado hace unos momentos la dolorosísima noticia del fallecimiento de Chiqui (q.e.p.d.). Bien purificado se nos lo ha querido llevar el Señor. No puedo ocultarte que he sufrido —que sufro mucho—, que he llorado.
Haz muchos sufragios por él, y pide a todos que los hagan, aunque estoy seguro de que ya no los necesitará. Encomiéndale —yo lo he hecho desde el primer momento— todas las cosas que llevamos en el corazón, que Chiqui seguirá empujando, como ha hecho siempre, muy cerca de la Santísima Virgen.
Que estés sereno y con paz: el Señor sabe más.
Así en la muerte, como en la vida. Encarnación Ortega subraya la delicada ternura del Padre: "Intuía nuestras preocupaciones, nuestro estado de ánimo". Y detalla manifestaciones bien concretas de cómo hacía compatible ese cariño suyo —materno— con la energía en la corrección y la fortaleza de un padre que sabe exigir a sus hijos, también porque los quiere. Así, cuando llegaban a Roma mujeres de la Obra, generalmente para cursar estudios, se preocupaba de que se les facilitase la ambientación, especialmente si venían de países lejanos, muy distintos: evitarles los rigores del clima, hacer que se incorporasen gradualmente a las comidas italianas, proporcionarles la compañía de personas que hablasen su idioma.
Encarnación Ortega estaba en Londres en septiembre de 1960. Poco antes, algunas mujeres del Opus Dei habían marchado a Osaka y Nairobi. Comenzaban el trabajo apostólico de la Obra, como siempre, con muy pocos medios materiales. El Fundador, que por aquellos días se encontraba en Londres, sentía en su corazón la premura de llamarles por teléfono para tener noticias directas de ellas. Preguntó cuánto costaría, y calculó que, prescindiendo de otras cosas, podrían hacer ese gasto. Y lo hizo. Le venció su corazón de Padre.
Pero el cariño no excluía la fortaleza, que era un modo distinto de manifestar ese cariño. Nunca dejó de corregir: ni en asuntos de fondo, en que estaban en juego aspectos medulares del espíritu del Opus Dei, ni en cuestiones menudas, aparentemente sin importancia.
Porque sabía querer, supo corregir. Sus advertencias no herían, no aplanaban. Ponía tal afecto —por enérgica y clara que fuera la corrección—, que todos se sentían queridos, y animados a hacer las cosas bien.
Este afecto determina que el Opus Dei sea familia, fuera de todo eufemismo. Y ese cariño alcanza especialísimamente a las familias de los miembros de la Obra.
Fruto de su meditación del quinto misterio gozoso del Santo Rosario —el Niño perdido y hallado en el Templo—, el Fundador del Opus Dei había escrito: (...) Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús —¡tres días de ausencia!— disputando con los Maestros de Israel (Lc., II, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial.
Era una obligación clara, vivida así desde antiguo en la Iglesia. Pero también, siempre que fuera posible, quería el Fundador del Opus Dei que los miembros de la Obra que no vivían con sus padres los acompañasen en los momentos duros, al menos —cuando les resultaba imposible estar físicamente a su lado— con su oración incesante, con sus continuas cartas, o con la compañía de otras personas de la Obra.
Lo vivió así. Y enseñó a vivirlo a los más jóvenes, que —por temperamento, casi por ley de vida— podían encubrir el amor y el agradecimiento hacia sus padres con un cierto y aparente —a veces simplemente perezoso— distanciamiento.
Como anota don Remigio Abad, que desde hace años es capellán de Xaloc, centro de enseñanza atendido espiritualmente por el Opus Dei en Hospitalet de Llobregat, “me enseñó a querer a mis padres con un cariño más intenso; en varias ocasiones me preguntó —sabía que yo era perezoso para escribir—: ¿Cuántos días hace que no escribes a tus padres? Él los encomendaba cada día en la Santa Misa”.
Cuando le hablaban de padres que no acaban de estar contentos de que sus hijos fueran de la Obra, era a éstos, generalmente, y con toda razón, a quienes echaba la culpa. Porque no sabían ser fieles, en la práctica, al espíritu de la Obra. Una madre brasileña escribía en 1974 a su hijo, después de conocer a Monseñor Escrivá de Balaguer:
"Querido hijo: Después de siete años, puedo nuevamente mirarte a los ojos y decirte: realmente fue mejor así. Realmente tenía que ser así. Ahora ya puedo ver una cruz, una iglesia, sin sentir dolor en el corazón. Sí, ahora ya puedo ver que no te me robaron. Que tú tenías que marcharte. Y que tu mundo es maravilloso. Tú, hijo mío, eres un privilegiado. ¡Cómo me cambió el Padre! El me devolvió a ti. Y también a Dios, a quien ahora puedo amar. Hijo mío, procura seguir las enseñanzas del Padre. Para mí es como si fuese el mismo Amor de Cristo".
El corazón del Fundador del Opus Dei era de veras paterno. Por eso comprendía muy bien los sentimientos de todos los padres. Y por eso tenía siempre en cuenta a las familias de los miembros de la Obra. Cuando las necesidades del trabajo los llevaban lejos, les animaba siempre a que les escribieran con frecuencia, a que les dieran buenas noticias, a que les hicieran partícipes de su alegría: pues la dicha del hijo es lo que más alegra el corazón de unos padres.
Lo vivió así, con todos, incluso en los momentos tremendos de la guerra de España. Le emocionaba mucho a Enrique Espinós Raduán, que estuvo unas horas con el Padre en Valencia, en octubre de 1937, cuando pasó por allí camino de Barcelona. Fue a despedirle a la estación con su primo Francisco Botella. De aquella entrevista conserva una impresión de serenidad y de paz, de inmensa confianza en Dios. Más adelante Paco se reuniría con don Josemaría en Barcelona, y estaría con él hasta cruzar los Pirineos. Unos meses después Enrique Espinós empezó a recibir cartas firmadas por Isidoro Zorzano dándole detalles sobre sus pasos desde Valencia a Burgos: "Era una muestra de fina caridad conmigo y con los padres de Paco; no hay duda de que lo hacía por sugerencia del Padre, ya que yo no conocía a Isidoro".
También Pedro Casciaro tuvo ocasión de experimentarlo por aquellos días. Había hablado muchas veces al Fundador de la Obra sobre la vida espiritual de su padre, hombre de virtudes humanas y gran bondad, pero al que su preocupación por mejorar las condiciones de los obreros le llevó a militar en un partido político que fue derivando hacia posturas cada vez más anticlericales. Dentro de ese ambiente, se retraía de prácticas externas de la religión. Don Josemaría animaba a Pedro a invocar confiadamente a la Santísima Virgen. En diciembre de 1937, después de llegar a Andorra, quiso pasar por Lourdes antes de regresar a España. Pedro se disponía a ayudarle en la Misa que iba a celebrar. Ya al pie del altar, se volvió delicadamente hacia él, que estaba arrodillado en la grada, y le dijo en voz baja: —Supongo que ofrecerás la Misa por tu padre, para que el Señor le dé muchos años de vida cristiana. Pedro Casciaro quedó sorprendido: "Realmente yo en ese momento no había hecho tal intención, pero le contesté en el mismo tono: —Lo haré, Padre". Cuando acabó la guerra, su padre tuvo que exiliarse. Sufrió muchas privaciones, pero el Señor le movió a vivir como cristiano fervoroso, con una piedad sincera. Durante los últimos once años de su vida —murió con mucha paz el 10 de febrero de 1960, víspera de la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes— fue hombre de oración, de Misa y Comunión diarias. Quiso mucho al Fundador del Opus Dei y era Cooperador de la Obra.
Cuando el Opus Dei creció por el mundo, no disminuyó el cariño. Es algo que no puede atribuirse a causas humanas: personas de razas y temperamentos muy diversos, que no conocían el castellano y quizá nunca habían visto físicamente a Mons. Escrivá de Balaguer, le trataban —le querían— como a auténtico Padre. Y es que era Padre de veras. Lo hacía notar un destacado pedagogo español, Víctor García–Hoz, que le había conocido en 1939: "Una de las cosas que más me llamó la atención en los últimos años del Padre fue ver cómo en las catequesis multitudinarias, en tertulias de cientos y aun miles de personas, sabía conversar con aire de intimidad. Es cosa que no me explico sino por una gracia especial de Dios".
El Fundador del Opus Dei había recomendado y practicado siempre el apostolado personal, de amistad y confidencia. Pero a medida que el desarrollo de la Obra fue haciendo imposible que recibiera y hablara con todos y cada uno de los que querían escuchar su enseñanza, surgió con naturalidad este tipo de tertulias, en algunas de las cuales llegaron a participar más de cinco mil personas en torno a Mons. Escrivá de Balaguer. Era llamativo comprobar que nunca resultaban masivas, sino que tenían el ambiente de una reunión familiar. Todos se sentían en familia, identificados con quienes iban preguntando o contando cosas: tanto una señora de ochenta años, como un chico de quince; un casado con muchos hijos o una mujer soltera; un obrero, un profesor universitario o una artista de cine... Los temas de conversación surgían de los problemas o inquietudes de cada uno. El Padre mantenía el tono personal, íntimo. Y todos se unían en la misma preocupación y recibían sus respuestas como si se dirigiese a cada alma en particular.
De algunas de esas tertulias se conservan imágenes filmadas en color, con sonido directo. Una sola de estas películas describe mejor que muchas páginas cómo era el Fundador del Opus Dei y cómo quería a todas las personas que se apiñaban a su lado. El 16 de junio de 1974 la reunión fue en un salón enorme del Palacio de Congresos General San Martín, de Buenos Aires. Se inició con unas palabras muy breves:
No os llamará la atención si os digo —porque os parecerá lógico— que yo esta mañana, en la Santa Misa, me he acordado mucho de vosotros; y también en la acción de gracias. He pedido al Señor por cada uno: por sus preocupaciones, por sus ocupaciones, por sus afectos, por sus intereses, por su salud temporal, material, y por su salud espiritual. Porque os quiero felices. Y me acordaba de que íbamos a parecer aquí como una muchedumbre. Ya estamos acostumbrados en el Opus Dei, y sabemos que no somos eso: somos una familia. A los dos minutos de hablar, la muchedumbre se convierte en un grupito. Hablamos con el cariño de media docena de personas que se entienden.
Poco después, un paraguayo señaló que su madre, de la Obra, había muerto rezando por su Fundador. Una mujer, cuyo marido era del Opus Dei, quería saber qué le faltaba a ella para decidirse también. Otro estaba preocupado porque, a veces, la intensidad del trabajo profesional hace más difícil darle sentido sobrenatural. Luego tomó la palabra un miembro de la Obra, que estaba allí con su madre, viuda, inquieta por lo que pudiera ser de su hijo cuando llegase a viejo...
—Dice que no voy a tener familia... Y como ella está acá, al lado mío, yo quiero que usted le explique que tenemos familia, que nos queremos mucho, y que además somos siempre jóvenes, como usted...
Mons. Escrivá de Balaguer ilustró su respuesta con una anécdota antigua. Una vez un gran personaje atacó a un miembro de la Obra, porque éste, en el ejercicio de su libertad civil, había manifestado su disconformidad. Entre otras cosas, habló de que no tenía familia. Entonces, el Fundador del Opus Dei fue a verle, y le dijo: —Tiene mi familia; tiene mi hogar. Aquel personaje pidió perdón. Y continuaba: Tú ya sabes que tu hijo tiene familia y tiene hogar; y que morirá rodeado de sus hermanos con un cariño inmenso. ¡Feliz de vivir y feliz de morir! ¡Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte! (...) ¡Es el mejor sitio para vivir y el mejor sitio para morir: el Opus Dei! ¡Qué bien se está, hijos míos!
Muchos apreciaron aquel día que allí —en el Palacio de Congresos— había sabor de primitiva cristiandad, que vibraba con un solo corazón, con una sola alma, con un único afecto. Y entendieron que, verdaderamente, el Opus Dei es hogar, pleno de cariño humano y delicadezas santas.
Dos años antes, el 22 de noviembre de 1972, en Barcelona, una chica joven manifestó al Padre, en una reunión semejante:
—El otro día estuve también en una tertulia con usted. Al salir, una amiga me dijo: —¿Te has fijado en esos sacerdotes que estaban con el Padre? Seguro que le han oído miles de veces decir las mismas cosas. Y, sin embargo, con qué cariño le miraban. ¡Cómo se quiere la gente del Opus Dei!
La respuesta fue rápida, inmediata, emocionada:
—¡Pues sí! ¡Nos queremos! Sí, señor. ¡Nos queremos! Y es el mejor piropo que nos pueden decir. Porque de los primeros fieles afirmaban los paganos: mirad cómo se aman.