En Valencia, Encarnita Ortega había conocido el libro Camino a través de su hermano. A los pocos días de leerlo, se enteró de que don Josemaría Escrivá de Balaguer iba a predicar un curso de retiro en Alacuás, cerca de su ciudad: corría el año de 1941. «Al enterarme de que el autor de aquel libro iba a dirigir la tanda de ejercicios —comentaba Encarnita—, decidí hacerlos, para ver cómo hablaba aquella persona que escribía así. La curiosidad fue realmente el móvil que tuve para asistir».
El comportamiento de san Josemaría marcó a Encarnita desde la primera meditación: «Su recogimiento, lleno de naturalidad, su genuflexión ante el Sagrario y el modo de desentrañarnos la oración preparatoria de la meditación, animándonos a ser conscientes de que el Señor estaba allí y nos miraba y nos escuchaba, me hicieron olvidar inmediatamente mi deseo de oír a un gran orador y se cambiaron por la necesidad de estar atenta a la voz de Dios y de ser generosa con Él».
En una conversación durante aquellos ejercicios espirituales, don Josemaría explicó a Encarnita en qué consistía el Opus Dei: «Buscar la santidad en el trabajo ordinario, sin salir del propio lugar; estar en el mundo sin ser del mundo; vivir vida contemplativa sin ser religiosos, convirtiendo la calle —sin hacer cosas raras— en celda... Me habló de la filiación divina como nota que perfilaba la fisonomía de las personas que trabajan así y su gran importancia; de inquietud apostólica; de virtudes humanas: sinceridad, laboriosidad, valentía». Encarnita percibió que Jesucristo necesitaba mujeres valientes en la Iglesia para llevar a cabo esta misión en la tierra. “Me asustó mucho que Dios me pudiera pedir lanzarme a los comienzos de algo que me parecía maravilloso, que me iba perfectamente, pero que lo exigía todo”.
Esta idea se mantuvo en su mente durante el resto del curso de retiro. «Llegó el último día y la última meditación de aquella jornada. […] Repitió la oración preparatoria, que siempre me impresionaba tanto, y comenzó a hablar sobre la Pasión del Señor. Desde el Cenáculo, con la gran prueba de Amor de la institución de la Eucaristía, nos llevó hasta el huerto de los olivos. Allí, después de dejar a la entrada a casi todos los apóstoles, acompañado de tres, a quienes Jesús pidió que orasen y vigilasen, se postró en oración. El Padre [san Josemaría] nos hizo sentir el sufrimiento de Jesucristo: la visión de todos los pecados de los hombres; ingratitud; angustia física ante el pensamiento de la Pasión; soledad... El Señor fue a buscar un poco de consuelo en aquellos tres discípulos que había llevado con Él y ¡los encontró dormidos! Renovada su oración, era tal la angustia, que ¡sudó sangre!... Con gran viveza nos presentó ese momento. Y, a continuación, nos dijo: “Todo eso lo ha sufrido por ti. Tú, al menos, ya que no quieres hacer lo que te está pidiendo, ten la valentía de mirar al sagrario y decirle: Eso que me estás pidiendo ¡no me da la gana!”. Seguidamente, nos explicó la flagelación con tanta fuerza que parecíamos testigos oculares. Y la coronación de espinas. Y la Cruz a cuestas. Todos los sufrimientos de la Pasión... Después de cada uno de ellos, volvía a repetir: “Todo eso lo ha sufrido por ti. Sé valiente, al menos, y dile que eso que te está pidiendo ¡no te da la gana!”».
En esta oración personal, Encarnita se decidió a acoger la llamada de Jesucristo. Así lo manifestó al fundador, después de esa meditación. San Josemaría, para asegurar que se trataba de una decisión libre, «empezó a ponerme dificultades: la vida iba a ser dura; la pobreza, grande; había que tener disponibilidad total hasta para irse lejos; tal vez habría que aprender japonés y marchar allá... Nada importaba ya: mi decisión, apoyada en la gracia, era plena y Dios salvaría las dificultades».
A esta respuesta inicial a la llamada de Dios se siguió una entrega fiel y de correspondencia a la gracia a lo largo de su vida.
Para saber más sobre la vida de Encarnita se puede consultar la biografía breve que escribió Maite del Riego, libro que ha servido como base para este artículo.