“Considerad que uno de los rasgos capitales del espíritu de nuestro Padre [san Josemaría] era precisamente ese maravilloso engarce, en un corazón tan grande, en un alma que voló tan alto, con el amor a lo pequeño: a lo que se advierte solamente por las pupilas que ha dilatado el amor. (…) Decid: Domine, ut aperiantur oculi nostri (Mt 20, 33), ¡que se abran nuestros ojos, Señor! Esforcémonos, pues, para que no se nos escape el amor a Dios por las rendijas de la negligencia en algo que parece pequeño, y que, en este juego divino, no lo es, porque todo es grande si se hace con amor.
Han sido siempre las palabras que os acabo de recordar, y que tantas veces habéis oído de sus labios o leído en sus escritos, como un estribillo del Padre [san Josemaría], y muy especialmente en estos últimos tiempos, cuando contemplaba, por ejemplo, el desmantelamiento del amor en los actos litúrgicos a base de abandonar los detalles; o cuando comprobaba con tristeza cómo algunos vacilaban en la fe, porque no concedieron importancia a pequeños pormenores de prudencia. Nos insistía con perseverante y sobrenatural tozudez –no hay falta de respeto en esta palabra, sino filial agradecimiento–: hijos míos, no hay cosas de poca importancia; o bien: ¡no cedáis ni esto!, y lo repetía mientras, juntando dos dedos, señalaba a penas la punta del índice, adelantando y alzando un poco la mano.
Quien persevera en poner esfuerzo de fidelidad en lo poco de cada día, sentirá que el Padre le empuja a tener el alma grande, dispuesta para los vuelos de altura de un amor hermoso ante los ojos de Dios.” (Carta, 30 de septiembre de 1975, n. 41)