(Texto del 1 de diciembre de 1988, publicado en "Caminar con Jesús al compás del año litúrgico", Ed. Cristiandad, Madrid 2014, pp. 19-25).
Una vez más, la Iglesia Santa nos muestra en la liturgia el modo de recorrer con fruto estas semanas que preceden a la Natividad del Señor. Oh Dios omnipotente, concede a tus fieles la voluntad de ir con obras al encuentro de Cristo que viene, para que colocados a su derecha, merezcan poseer el reino de los cielos[1].
A lo largo de estos días volveremos a escuchar las voces de los Profetas que anunciaron hace siglos la venida del Redentor. Reviviremos con alegría la expectación y la esperanza de todos los justos de la antigua Ley, la fe de quienes asistieron más de cerca a tan gran acontecimiento —san José, Juan el Bautista, Isabel, Zacarías— y, de modo especialísimo y único, la humildad, la fe y el amor de María, que con su entrega hizo posible la Encarnación del Hijo de Dios.
Hijas e hijos míos, salgamos al encuentro del Redentor del mundo. Pongámonos en camino una vez más, con renovado amor en nuestros corazones, con luz nueva en los ojos, con más vigor en nuestras almas, fortalecidas por el alimento diario de la Sagrada Eucaristía. Arrojemos fuera los fardos —las pequeñas concesiones a la comodidad, al egoísmo, al amor propio— que quizá hacen menos airoso nuestro paso y retardan nuestra marcha hacia Dios. ¡Podemos, con la ayuda del Espíritu Santo! ¡Debemos llevarlo a cabo!, con la intercesión de nuestra dulce Madre María, que nos trae del Cielo, en este Adviento, una gracia nueva para renovar a fondo nuestra entrega.
La invitación a mirar a la Virgen, a ponderar en nuestra oración los sentimientos que llenaban su corazón, a procurar imitarla constantemente, es una recomendación del Magisterio de la Iglesia[2], que reviste particular actualidad en estas semanas. La actitud y las respuestas de María Santísima —ya antes del anuncio del Arcángel y, sobre todo, durante los meses que median entre la Encarnación y el Nacimiento del Salvador— constituyen la mejor escuela en la que los cristianos nos disponemos para el nacimiento espiritual de Cristo en nuestras almas, que Dios desea renovar en cada Navidad. Agradezcamos a la Trinidad Santísima este don infinito, y demos gracias también a nuestro Padre por su fiel y heroica correspondencia, con la que nos ha ayudado a descubrir la dicha incomparable —incluso desde el punto de vista humano— de dejar nacer a Cristo en nuestras vidas, de pertenecer tan íntimamente a la Familia de Nazaret.
Ojalá el Señor nos conceda en este Adviento —así se lo pido lleno de confianza— encarnar de tal modo el espíritu de su Madre Santísima, que se cumpla en nosotros aquella afirmación de un Padre de la Iglesia, que con tanta alegría consideró muchas veces nuestro Fundador[3]: «Que en cada uno de vosotros esté el alma de María, para alabar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María, para gozarse en Dios. Porque si bien una sola es la Madre del Señor según la carne, según la fe Cristo es fruto de todos nosotros»[4].
La solemnidad de la Inmaculada Concepción, que celebramos el 8 de diciembre, es otro espléndido pórtico del Adviento. Detengámonos a considerar la figura purísima de Nuestra Señora, concebida sin mancha de pecado original en atención a los méritos de Cristo, llena de todas las gracias y virtudes. Para ayudarnos a sacar propósitos operativos, nuestro Fundador nos invitaba a hacer examen. «Así ama Jesucristo a su Madre», decía muchos años atrás, después de enumerar las gracias y privilegios con que la Bondad divina enriqueció a María. Y continuaba: «Y tú, ¿cómo honras a la Señora? ¿Qué le ofreces? ¿Cuántas jaculatorias le diriges a lo largo del día? ¿Cómo sabes dominar tus pequeñas miserias, acordándote de que eres hijo de una Madre tota pulchra, purísima, inmaculada?»[5].
Entre las principales características del tiempo litúrgico en que nos encontramos, se cuenta la invitación imperiosa a purificarnos de nuestros pecados y preparar a Jesús una morada digna en nuestras almas. Como nos pedía nuestro Padre por estas fechas, hemos de caminar durante la etapa del Adviento «tratando de construir con el corazón un Belén para nuestro Dios»[6]. El Señor no desdeña alojarse en nuestros pobres corazones, aunque seamos tan poca cosa, si disponemos todo con cariño, lo mejor que podamos. ¿Qué comodidades encontró en Belén, cuando vino al mundo hace veinte siglos? Nació en una gruta paupérrima, porque no hubo lugar para ellos en la posada[7], pero rodeado del afecto grandísimo de María y de José, que limpiarían y arreglarían lo mejor posible aquel establo para recibir a Dios. Sobre todo, vivían ellos con una vigilancia de amor, que les llevaba a aborrecer toda imperfección, por pequeña que fuera, y a corresponder a la gracia con todo su ser, de modo que ni la más sutil separación les distanciase de ese Dios que se les entregaba hecho Niño.
Tampoco nos rechaza a nosotros, aunque estemos llenos de defectos y de miserias, si luchamos cada día y procuramos conservar bien limpias nuestras almas. Por eso, ¡qué lógico resulta que cuidemos de modo especial en estos días la Confesión sacramental: el examen, el dolor, los propósitos! Y, junto a la recepción fructuosa de la Penitencia, la satisfacción generosa por nuestros pecados y por los del mundo entero, ofrezcamos al Señor con alegría las contrariedades, las pequeñas mortificaciones que la vida cotidiana trae consigo, el lógico cansancio de un trabajo profesional exigente... Esforcémonos, hijas e hijos míos, con una lucha operativa, para que en cualquier instante, en toda circunstancia, cumplamos con amor lo que más agrada a Jesús.
Todo esto resulta posible —tenéis la misma experiencia que yo— gracias a las virtudes que Dios mismo ha infundido en nuestras almas con el Bautismo: la fe, la esperanza, la caridad; virtudes teologales que se acrecientan especialmente mediante la recepción de la Eucaristía. Cada venida de Jesús a nuestra alma y a nuestro cuerpo, en la Sagrada Comunión, supone una siembra nueva, abundante, de estas semillas divinas destinadas a dar un día frutos de vida eterna, en la contemplación y goce de la Santísima Trinidad. Nuestro Padre , en sus delirios de amor por Jesús Sacramentado, nos confió que le decía lleno de reverencia y de adoración: «¡Bienvenido»! Y se mantenía en vigilante actitud para crecer en delicadezas de amor con este «Dios nuestro, Margarita preciosísima, que se digna bajar a este muladar, que soy yo».
Déjame que te pregunte: hija mía, hijo mío, ¿cómo te preparas cada día para recibir la Sagrada Comunión? ¿Procuras poner, como aconsejaba nuestro Padre, «limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma»[8]? ¿Acudes a tu Madre —a nuestra Madre— para suplicarle ardientemente que te ayude a recibir al Señor con aquella pureza, humildad y devoción con que lo acogió Ella en su cuerpo y en su alma purísimos?
La última semana del Adviento, ya en la inminencia de la Navidad, nos invita a ahondar en los propósitos y deseos que embargaban el espíritu de Nuestra Señora. Las lecturas evangélicas nos impulsan a considerar la fe y la humildad de María, su pureza sin mancha, su entrega absoluta y sin dilaciones al Señor, su rendida obediencia, su espíritu de servicio...: virtudes que todos los cristianos hemos de esforzarnos por practicar, si de verdad queremos que nuestras almas, como la de Nuestra Señora, se conviertan en templo vivo de la divinidad, lleno de la luz del Espíritu Santo[9].
Podríamos pasar horas y horas, hijos míos, desentrañando las lecciones que descubrimos en la actitud constante de nuestra Madre. ¡Tan rica de contenido divino nos la muestra el Santo Evangelio! Pero sois vosotros, cada una y cada uno, en vuestros ratos de oración durante el tiempo litúrgico que hemos comenzado, quienes debéis —debemos— ir confrontando nuestra existencia cotidiana con la de la Virgen, para aprender de Ella y disponernos del mejor modo posible a la Navidad.
En este camino que tiene su meta en Belén, no os olvidéis de san José, nuestro Padre y Señor. Siguiendo a nuestro Fundador, que tanto cariño tuvo y tiene al Santo Patriarca, poneos muy cerca de su persona, pedidle que os enseñe a tratar a su Esposa Inmaculada con un amor rebosante de ternura y respeto, de delicadeza y confianza. Este hombre justo[10], en quien Dios se apoyó para llevar a cabo su designio redentor, nos enseñará a acercarnos con mayor intimidad a la Virgen; y, en compañía de María y de José, llegaremos a la Noche Santa con la impaciencia sobrenatural y humana de acoger al Niño Dios en nuestros corazones.
¿Y qué diremos a Jesús, cuando lo veamos reclinado sobre las pajas del pesebre? Procuraremos «cubrir el silencio indiferente de los que no le conocen o no le aman, entonando villancicos, esas canciones populares que cantan pequeños y grandes en todos los países de vieja tradición cristiana»[11]. Cada uno se lo confiará de modo personalísimo, con las palabras y los afectos que salgan de su corazón; pero todos pediremos por la Iglesia, por el mundo, por las almas, con el afán ardiente de que los frutos de la Redención —que Él trajo en plenitud a la tierra hace ya tanto tiempo— se extiendan más y más por todo el orbe.
En Navidad, nuestro Fundador sabía introducirse en el portal de Belén como un personaje más. A veces se imaginaba que era un pastorcillo que se acerca confiado a Jesús, ofreciéndole un pequeño regalo; en otras ocasiones escogía el puesto de aquel otro, que —de rodillas ante el Niño Dios— sólo sabe adorar; incluso se ponía en el lugar de la mula y del buey, que con su aliento contribuyen a dar calor al Recién Nacido, o en el de un perrillo fiel que está de guardia junto al pesebre... Eran las pequeñas locuras de un alma enamorada, que cada uno de nosotros bien puede seguir, recordando el consejo de nuestro Padre: «Al tratar a Jesús no tengáis vergüenza, no sujetéis el afecto. El corazón es loco, y estas locuras de amor a lo divino hacen mucho bien, porque acaban en propósitos concretos de mejora, de reforma, de purificación, en la vida personal. Si no fuese así, no servirían para nada»[12].
Hijas e hijos míos, que esta intimidad con nuestro Dios y nuestro Rey, apenas nacido, os ayude a intensificar vuestras plegarias por mis intenciones. Pedidle con confianza que nos escuche. A la intercesión de nuestro queridísimo Fundador, que tanto amó a la Sagrada Familia —la trinidad de la tierra—, encomiendo que sus hijas y sus hijos del Opus Dei, las personas que se benefician de la labor apostólica de la Prelatura, los cristianos y todos los hombres de buena voluntad, queramos dar cabida en nuestras almas a Cristo que viene a nuestro encuentro para acogernos muy dentro de su Corazón, y presentarnos a Dios Padre por la acción del Espíritu Santo.
[1] Misal Romano, Domingo I de Adviento (Oración Colecta).
[2] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, nn. 63 y 65.
[3] N. ed. Siempre que don Álvaro escribe "nuestro Fundador" o "nuestro Padre" se está refiriendo a san Josemaría Escrivá de Balaguer. Cuando escribió estas cartas, el Fundador del Opus Dei aún no había sido declarado santo por la Iglesia; la canonización tuvo lugar el 6 de octubre de 2002. Por fidelidad al texto, dejamos la expresión original.
[4] San Ambrosio, Exposición del Evangelio según Lucas II, 26; cfr. Amigos de Dios, n. 281.
[5] San Josemaría, Notas de una meditación, 7-XII-1953 (AGP, biblioteca, P01, II-1978, p. 8). La sigla AGP designa el Archivo General de la Prelatura.
[6] San Josemaría, Notas de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, biblioteca, P09, p. 199).
[7] Lc 2, 7.
[8] San Josemaría, Forja, n. 834.
[9] Misal Romano, Misa del 20 de diciembre (Oración Colecta).
[10] Cfr. Misal Romano, Misa del 18 de diciembre (Evangelio: Mt 1, 18-24).
[11] San Josemaría, Notas de una meditación, 25-XII-1973 (AGP, biblioteca, P09, p. 200).
[12] Ibid.