Domingo de Ramos - Jueves Santo (Misa Crismal) -Viernes Santo / Via Crucis - Sábado Santo Vigilia Pascual - Domingo de Pascua / Bendición Urbi et Orbi
Domingo de Ramos
«¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19,38). De este modo la multitud aclama a Jesús al entrar en Jerusalén. El Mesías atraviesa la puerta de la ciudad santa, abierta de par en par para recibir a Aquel que, pocos días después, saldrá de allí proscrito y condenado, cargado con la cruz.
Hoy también nosotros hemos seguido a Jesús, primero acompañándolo festivamente y después en una vía dolorosa, inaugurando la Semana Santa que nos prepara a celebrar la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Mientras contemplamos, entre la multitud, los rostros de los soldados y las lágrimas de las mujeres, llama nuestra atención un desconocido, cuyo nombre entra en el Evangelio de improviso: Simón de Cirene. Este hombre fue detenido por los soldados, que «lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús» (Lc 23,26). Él regresaba en ese momento del campo, pasaba por ahí, y se vio envuelto en una situación inquietante, como el pesado madero cargado sobre sus espaldas.
De camino hacia el Calvario, reflexionemos un momento sobre el gesto de Simón, busquemos su corazón, sigamos sus pasos junto a Jesús.
En primer lugar, su gesto, que tiene un doble significado. Por un lado, en efecto, el Cireneo es forzado a llevar la cruz; no ayuda a Jesús por convicción sino por obligación. Por otro lado, se encuentra en primera persona participando en la pasión del Señor. La cruz de Jesús se convierte en la cruz de Simón. Pero no de aquel Simón llamado Pedro que había prometido seguir siempre al Maestro. Ese Simón había desaparecido en la noche de la traición, después de haber afirmado: «Señor […], estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte» (Lc 22,33). Detrás de Jesús no camina ya el discípulo, sino este cireneo. Sin embargo, el Maestro había enseñado claramente: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga» (Lc 9,23). Simón de Galilea dice, pero no hace. Simón de Cirene hace, pero no dice; entre él y Jesús no hay ningún diálogo, no se pronuncia ninguna palabra. Entre él y Jesús sólo está el madero de la cruz.
Para saber si el Cireneo socorrió o detestó al exhausto Jesús, con el que debía compartir la pena; para entender si llevó o soportó la cruz, debemos mirar su corazón. Mientras el corazón de Dios está a punto de abrirse, traspasado por un dolor que revela su misericordia, el corazón del hombre permanece cerrado. No sabemos qué hay en el corazón del Cireneo. Pongámonos en su lugar: ¿sentiríamos rabia o piedad, tristeza o fastidio? Si recordamos lo que hizo Simón por Jesús, recordemos también lo que hizo Jesús por Simón —como lo hizo por mí, por ti, por cada uno de nosotros—: redimió al mundo. La cruz de madera, que el Cireneo sostiene, es la de Cristo, que carga con el pecado de todos los hombres. La lleva por amor a nosotros, en obediencia al Padre (cf. Lc 22,42), sufriendo con nosotros y por nosotros. Este es precisamente el modo, inesperado y desconcertante, en el que el Cireneo se ve involucrado en la historia de la salvación, donde ninguno es extranjero, ninguno es ajeno.
Sigamos ahora los pasos de Simón, porque nos enseña que Jesús sale al encuentro de todos, en cualquier situación. Cuando vemos la multitud de hombres y mujeres que manifiestan odio y violencia en el camino del Calvario, recordemos que Dios transforma este camino en lugar de redención, porque lo recorrió dando su vida por nosotros. ¡Cuántos cireneos llevan la cruz de Cristo! ¿Los reconocemos? ¿Vemos al Señor en sus rostros, desgarrados por la guerra y la miseria? Frente a la atroz injusticia del mal, llevar la cruz nunca es en vano, más aún, es la manera más concreta de compartir su amor salvífico.
La pasión de Jesús se vuelve compasión cuando tendemos la mano al que ya no puede más, cuando levantamos al que está caído, cuando abrazamos al que está desconsolado. Hermanos, hermanas, para experimentar este gran milagro de la misericordia, decidamos durante la Semana Santa cómo llevar la cruz; no al cuello, sino en el corazón. No sólo la nuestra, sino también la de aquellos que sufren a nuestro alrededor; quizá la de aquella persona desconocida que una casualidad —pero, ¿es justo una casualidad?— hizo que encontráramos. Preparémonos a la Pascua del Señor convirtiéndonos en cireneos los unos para los otros.
Jueves Santo (Misa Crismal)
Celebración presidida por el cardenal Domenico Calcagno, presidente emérito de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica (Apsa)
Queridos obispos y sacerdotes,
queridos hermanos y hermanas:
«El Alfa y la Omega […], el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (Ap 1,8) es Jesús. Precisamente el Jesús que Lucas nos describe en la sinagoga de Nazaret, entre quienes lo conocen desde niño y ahora se maravillan de Él. La revelación —“apocalipsis” — se ofrece dentro de los límites del tiempo y del espacio: tiene como eje la carne, que sostiene la esperanza. La carne de Jesús y la nuestra. El último libro de la Biblia narra esta esperanza. Lo hace de forma original, disipando todos los miedos apocalípticos a la luz del amor crucificado. En Jesús se abre el libro de la historia y puede leerse.
También nosotros, sacerdotes, tenemos una historia: al renovar el Jueves Santo las promesas de la Ordenación, confesamos que sólo podemos leer esa historia desde Jesús de Nazaret. «Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre» (Ap 1,5), Él abre también el libro de nuestra vida y nos enseña a encontrar los pasajes que nos revelan su sentido y misión. Cuando dejamos que sea Él quien nos instruya, nuestro ministerio se convierte en un ministerio de esperanza, porque en cada una de nuestras historias Dios inaugura un jubileo, es decir, un tiempo y un oasis de gracia. Preguntémonos: ¿estoy aprendiendo a leer mi vida? ¿Acaso tengo miedo de hacerlo?
Es todo un pueblo el que encuentra consuelo cuando el jubileo comienza en nuestra vida. Ojalá no sea una vez cada veinticinco años, sino en esa cercanía cotidiana del sacerdote con su gente, en la cual se cumplen las profecías de justicia y paz. «Hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre» (Ap 1,6): he aquí el Pueblo de Dios. Este reino de sacerdotes no se refiere sólo al clero. El «nosotros» que Jesús plasma es un pueblo cuyos límites no podemos ver, en el que caen los muros y las aduanas. Aquel que dice: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5) ha rasgado el velo del templo y tiene preparada para la humanidad una ciudad-jardín, la nueva Jerusalén, cuyas puertas están siempre abiertas (cf. Ap 21,25). Así, Jesús lee y nos enseña a leer el sacerdocio ministerial como puro servicio al pueblo sacerdotal, que pronto habitará una ciudad sin necesidad de templo.
El año jubilar representa así, para nosotros los sacerdotes, un llamado específico a recomenzar bajo el signo de la conversión. Peregrinos de esperanza, para salir del clericalismo y convertirnos en anunciadores de esperanza. Claro, si el Alfa y la Omega de nuestra vida es Jesús, también nosotros encontraremos el rechazo que Él experimentó en Nazaret. El pastor que ama a su pueblo no vive en búsqueda de aprobación y consenso a toda costa. Sin embargo, la fidelidad del amor transforma: los primeros en reconocerlo son los pobres; luego, lentamente también inquieta y atrae a los demás. «Todos lo verán, aun aquellos que lo habían traspasado. Por él se golpearán el pecho todas las razas de la tierra. Sí, así será. Amén» (Ap 1,7).
Estamos aquí reunidos, queridos amigos, para hacer nuestra y repetir esta afirmación: «Sí, así será. Amén». Es la confesión de fe del Pueblo de Dios: “¡Sí, así es, firme como una roca!”. Pasión, muerte y resurrección de Jesús, que nos disponemos a revivir, son el terreno que sostiene firmemente a la Iglesia y, en ella, a nuestro ministerio sacerdotal. ¿Y qué terreno es este? ¿En qué humus podemos no sólo resistir, sino florecer? Para comprenderlo, hay que volver a Nazaret, como lo intuyó tan profundamente san Carlos de Foucauld.
«Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura» (Lc 4,16). Aquí se evocan al menos dos hábitos: el de frecuentar la sinagoga y el de leer. Nuestra vida se sostiene gracias a buenos hábitos. Estos pueden hacerse áridos, pero revelan dónde está nuestro corazón. El de Jesús es un corazón enamorado de la Palabra de Dios: desde los doce años ya se vislumbraba, y ahora, siendo un adulto, las Escrituras son su hogar. Ese es el terreno, el humus vital que encontramos al convertirnos en sus discípulos. «Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje» (Lc 4,17). Jesús sabe lo que busca. El ritual de la sinagoga lo consentía: tras la lectura de la Torá, cada rabino podía elegir páginas proféticas para actualizar el mensaje. Pero aquí hay mucho más: está la página de su vida. Es lo que Lucas quiere decir: entre muchas profecías, Jesús escoge cuál cumplir.
Queridos sacerdotes, cada uno de nosotros tiene una Palabra que cumplir. Cada uno de nosotros tiene con la Palabra de Dios una relación que viene desde lejos. Y la ponemos al servicio de todos sólo cuando la Biblia sigue siendo nuestro primer hogar. Dentro de ella, cada uno tiene páginas más queridas. ¡Esto es hermoso e importante! Ayudemos también a que otros encuentren las páginas de su vida: tal vez a los esposos, cuando eligen las lecturas de su matrimonio; o a quienes están de luto y buscan pasajes para encomendar el difunto a la misericordia de Dios y a la oración de la comunidad. Hay una página vocacional, por lo general, al comienzo del camino de cada uno de nosotros. A través de ella, Dios nos sigue llamando, si la custodiamos, para que no se entibie el amor.
Sin embargo, también es importante para cada uno de nosotros, y de manera especial, la página escogida por Jesús. Nosotros lo seguimos a Él y, por eso mismo, su misión nos concierne e involucra. «Abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha consagrado por la unción.
Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres,
a anunciar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
a dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor.
Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó» (Lc 4,17-20).
Ahora nuestros ojos están fijos en Él. Acaba de anunciar un jubileo. Lo ha hecho no como quien habla de otros. Ha dicho: «El Espíritu del Señor está sobre mí» como uno que sabe de qué Espíritu está hablando. Y de hecho añade: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Esto es divino: que la Palabra se haga realidad. Ahora los hechos hablan, las palabras se cumplen. Esto es nuevo, es fuerte. «Yo hago nuevas todas las cosas». No hay gracia, ni Mesías, si las promesas permanecen sólo como promesas, si desde aquí abajo no se hacen realidad. Todo se transforma.
Este es el Espíritu que invocamos sobre nuestro sacerdocio: hemos sido ungidos con Él, y precisamente el Espíritu de Jesús permanece como protagonista silencioso de nuestro servicio. El pueblo percibe su soplo cuando en nosotros las palabras se hacen realidad. Los pobres, antes que otros, así como los niños, los adolescentes, las mujeres y también quienes han sido heridos en su relación con la Iglesia, tienen “olfato” para el Espíritu Santo: lo distinguen de otros espíritus mundanos, lo reconocen cuando coinciden en nosotros el anuncio y la vida. Podemos convertirnos en una profecía cumplida, ¡y eso es hermoso! El santo crisma, que hoy consagramos, sella este misterio transformador en las distintas etapas de la vida cristiana. Y pongan atención, ¡nunca hay que desanimarse, porque es obra de Dios! ¡Creer, sí! ¡Creer que Dios no fracasa conmigo! Dios nunca falla. Recordemos aquella frase durante la Ordenación: “Que Dios mismo lleve a término esta obra buena que en ti ha comenzado”. Y lo hace.
Es obra de Dios, no nuestra, la de llevar a los pobres un mensaje de alegría, a los cautivos la liberación, a los ciegos la vista y la libertad a los oprimidos. Si Jesús encontró este pasaje en el libro, hoy lo sigue leyendo en la biografía de cada uno de nosotros. Primero porque, hasta el último día, es siempre Él quien nos evangeliza, quien nos libera de nuestras prisiones, quien nos abre los ojos, quien aliviana la carga puesta sobre nuestros hombros. Y luego porque, al llamarnos a su misión y al insertarnos sacramentalmente en su vida, Él también libera a otros a través de nosotros. Generalmente, sin que nos demos cuenta. Nuestro sacerdocio se convierte en un ministerio jubilar, como el suyo, sin sonar el cuerno ni la trompeta; en una entrega silenciosa, pero radical y gratuita. Es el Reino de Dios, ese que narran las parábolas, eficaz y discreto como la levadura, silencioso como la semilla. ¿Cuántas veces los pequeños lo han reconocido en nosotros? ¿Somos capaces de dar gracias?
Sólo Dios sabe cuán abundante es la mies. Nosotros, obreros, vivimos el esfuerzo y la alegría de la cosecha. Vivimos después de Cristo, en el tiempo mesiánico. ¡Fuera la desesperación! El Pueblo de Dios espera más bien la restitución y la remisión de deudas, la redistribución de responsabilidades y de recursos. Quiere participar y, en virtud del Bautismo, es un gran pueblo sacerdotal. Los óleos que consagramos en esta solemne celebración son para su consolación y para la alegría mesiánica.
El campo es el mundo. Nuestra casa común, tan herida, y la fraternidad humana, tan negada pero imborrable, nos llaman a tomar posición. La cosecha de Dios es para todos: un campo vivo, donde crece cien veces más de aquello que fue sembrado. Que nos anime, en la misión, la alegría del Reino, que recompensa todo esfuerzo. Todo agricultor, en efecto, conoce estaciones en las que no se ve nacer nada. Tampoco faltan en nuestra vida momentos así. Es Dios quien hace crecer y quien unge a sus siervos con óleo de alegría.
Queridos fieles, pueblo de la esperanza, recen hoy por la alegría de los sacerdotes. Que llegue a ustedes la liberación prometida por las Escrituras y alimentada por los sacramentos. Muchos miedos nos habitan y grandes injusticias nos rodean, pero un mundo nuevo ya ha surgido. Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo, Jesús. Él unge nuestras heridas y enjuga nuestras lágrimas. «Él viene entre las nubes» (Ap 1,7). Suyo es el Reino y la gloria por los siglos. Amén.