El domingo es un día especial de la semana. Nos saca de la rutina de las jornadas, que a veces nos pueden resultar tan parecidas. Durante el domingo podemos realizar actividades muy diversas. Sin embargo, hay algo decisivo en este día, que es un don del Señor, para poder tratarle, para celebrar con Él su resurrección, el acontecimiento que nos ha introducido en una vida nueva. San Juan Pablo II nos invitó a redescubrir el domingo como un tiempo especial para Dios: «¡No tengáis miedo de dar vuestro tiempo a Cristo! Sí, abramos nuestro tiempo a Cristo para que él lo pueda iluminar y dirigir. Él es quien conoce el secreto del tiempo y el secreto de la eternidad, y nos entrega “su día” como un don siempre nuevo de su amor»[1].
Todos los domingos vamos a Misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor.
Con razón se puede llamar a esta jornada la «pascua de la semana»[2]: su celebración da relieve a los seis días restantes. El domingo es «el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico»[3]; de ahí la insistencia de los Romanos Pontífices en cuidar su celebración: «todos los domingos vamos a Misa, porque es precisamente el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros»[4].
Santificado por la Eucaristía
Desde el inicio del cristianismo, el domingo reviste un significado especial: «La Iglesia, por una tradición apostólica, que tiene su origen en el mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo»[5]. Es un día en el que el Señor habla especialmente a su Pueblo: «Caí en éxtasis un domingo y oí detrás de mí una gran voz»[6], dice el vidente del Apocalipsis. Es una jornada en la que los cristianos se reúnen «para la fracción del pan»[7], según recoge el libro de los Hechos, refiriéndose a la comunidad de Tróade. Celebrando juntos la Eucaristía, los creyentes se unían a la Pasión salvadora de Cristo, y cumplían aquel mandato de conservar este memorial, que entregarían a las generaciones sucesivas de cristianos como un tesoro: «Ego enim accepi a Domino, quod et tradidi vobis…Yo recibí del Señor lo que también os transmití», decía san Pablo a los de Corinto: «cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga»[8].
La carta apologética de San Justino mártir al emperador romano, a mediados del siglo II, nos muestra la perspectiva amplia que el domingo fue adquiriendo en la conciencia de la Iglesia: «Nos reunimos todos el día del sol porque es el primer día, en que Dios, sacando la materia de las tinieblas, creó el mundo; ese mismo día, Jesucristo nuestro Salvador resucitó de entre los muertos»[9]. Estas dos grandes obras divinas forman como un único retablo en el que Cristo resucitado ocupa el lugar central, pues Él es el principio de la renovación de todas las cosas. Por eso, la Iglesia pide a Dios en la Vigilia pascual que «todo el mundo experimente y vea cómo lo abatido se levanta, lo viejo se renueva y vuelve a su integridad primera, por medio de nuestro Señor Jesucristo, de quien todo procede»[10].
La celebración del domingo tiene un tono festivo, porque Jesucristo ha vencido al pecado, y quiere vencer en nosotros al pecado, romper las cadenas que nos alejan de Él, que nos encierran en el egoísmo y la soledad. Así, nos unimos a la exclamación jubilosa que la Iglesia propone para este día en la Liturgia de las horas: «Hæc est dies, quam fecit Dominus: exsultemus et lætemur in ea»[11]: ¡Este es el día que hizo el Señor, exultemos y gocémonos en él! Experimentamos el gozo de sabernos, por el bautismo, miembros de Cristo, que nos une en su glorificación al Padre, presentándole nuestras peticiones, nuestra contricción, nuestro agradecimiento.
¡Qué hermoso cuadro tenemos cada domingo, cuando en las parroquias y distintos lugares de culto se reúnen las familias cristianas!
Esta alegría del encuentro con el Señor que nos salva no es individualista: la celebramos siempre unidos a toda la Iglesia. Durante la Misa del domingo reforzamos la unidad con los demás miembros de nuestra comunidad cristiana, llegando a ser «un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo»[12]. Por eso, «la asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad»[13], de modo especial para las familias, que «viven una de las manifestaciones más cualificadas de su identidad y de su “ministerio” de “iglesias domésticas”, cuando los padres participan con sus hijos en la única mesa de la Palabra y del Pan de vida»[14]. ¡Qué hermoso cuadro tenemos cada domingo, cuando en las parroquias y distintos lugares de culto se reúnen las familias cristianas –padre, madre, hijos, incluso los abuelos– para adorar juntos al Señor y crecer en la fe acompañados!
Ser más ricos de las palabras de Dios
El carácter festivo de la celebración dominical se refleja en algunos elementos litúrgicos, como la segunda lectura antes del Evangelio, la homilía, la profesión de fe, y –excepto los domingos de Adviento y Cuaresma– el Gloria. Por supuesto, en esta Misa se aconseja de modo particular el canto, que refleja el gozo de la Iglesia ante la realidad de la resurrección del Señor.
La Liturgia de la Palabra dominical posee una gran riqueza, en la que la proclamación del Evangelio es central. Así, durante el tiempo ordinario y a lo largo de tres ciclos anuales, la Iglesia nos propone una selección ordenada de pasajes evangélicos, en la que recorremos la vida del Señor. Antes, hemos recordado la historia de nuestros hermanos mayores en la fe con la primera lectura del Antiguo Testamento durante el tiempo ordinario, que está relacionada con el Evangelio, «para poner de manifiesto la unidad de ambos Testamentos»[15]. La segunda lectura, también a lo largo de tres años, recorre las cartas de San Pablo y de Santiago y nos hace comprender cómo los primeros cristianos vivían según la novedad que Jesús nos ha venido a traer.
En conjunto, la Iglesia nos ofrece como buena Madre un abundante alimento espiritual de la Palabra de Dios, que solicita de cada uno la respuesta orante durante la Misa y luego la acogida serena en la vida. «Pienso que todos podemos mejorar un poco en este aspecto –dice el Papa–: convertirnos todos en mejores oyentes de la Palabra de Dios, para ser menos ricos de nuestras palabras y más ricos de sus Palabras»[16]. Para ayudarnos a asimilar este alimento, cada domingo el sacerdote pronuncia una homilía en la que explica, a la luz del misterio pascual, el significado de las lecturas del día, especialmente del Evangelio: una escena de la vida de Jesús, su diálogo con los hombres, sus enseñanzas salvadoras. De este modo, la homilía nos conduce a participar con intensidad en la Liturgia Eucarística, y a comprender que lo que celebramos se proyecta más allá del final de la Misa, para transformar nuestra vida diaria: el trabajo, el estudio, la familia…
Más que un precepto, una necesidad cristiana
La santa Misa es una necesidad para el cristiano. ¿Cómo podríamos prescindir de ella, si, como enseña el Concilio Vaticano II, «cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que “nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado” (1 Cor 5, 7), se efectúa la obra de nuestra redención»[17]? «Quoties sacrificium crucis, quo “Pascha nostrum immolatus est Christus” in altari celebratur, opus nostrae redemptionis exercetur»: la eficacia santificadora de la Misa no se limita al tiempo que dura su celebración, sino que se extiende a todos nuestros pensamientos, palabras u obras, de manera que es «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano»[18]. Comenta también san Josemaría: «Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros»[19].
«Sine Dominico non possumus: nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor», decían los antiguos mártires.
«Sine Dominico non possumus: nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor», decían los antiguos mártires de Abitinia[20]. La Iglesia ha concretado esta necesidad en el precepto de participar en la Misa los domingos y las demás fiestas de precepto[21]. De este modo, vivimos el mandamiento incluido en el Decálogo: «Acuérdate del día sábado para santificarlo. Durante seis días trabajarás y harás todas tus tareas; pero el séptimo es día de descanso en honor del Señor, tu Dios»[22]. Los cristianos llevamos a plenitud este precepto al celebrar el domingo, día de la resurrección de Jesús.
El reposo del domingo
El domingo es un día para vivir más cerca del Señor. Dirigimos la mirada a nuestro Creador, reposando del trabajo habitual, como nos enseña la Biblia: «en seis días el Señor hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, pero el séptimo día descansó. Por eso el Señor bendijo el día sábado y lo declaró santo»[23]. Aunque tener un día a la semana para descansar puede justificarse por razones meramente humanas, como un bien para la persona, la familia y toda la sociedad, no hemos de olvidar que el mandamiento divino va más allá: «El descanso divino del séptimo día no se refiere a un Dios inactivo, sino que subraya la plenitud de la realización llevada a término y expresa el descanso de Dios frente a un trabajo “bien hecho” (Gen 1, 31), salido de sus manos para dirigir al mismo una mirada llena de gozosa complacencia»[24].
La misma revelación en el Antiguo Testamento añade otro motivo de la santificación del séptimo día: «Recuerda que fuiste esclavo en Egipto, y que el Señor te hizo salir de allí con el poder de su mano y la fuerza de su brazo. Por eso el Señor, tu Dios, te manda celebrar el día sábado»[25]. Justo por eso, porque la resurrección gloriosa de Cristo es el cumplimiento perfecto de las promesas del Antiguo Testamento y con ella ha llegado a su punto culminante la historia de la salvación, iniciada con los comienzos de género humano, los primeros cristianos empezaron a celebrar el día de la semana en que resucitó Jesucristo como el día de fiesta semanal santificado en honor del Señor.
La liberación prodigiosa de los israelitas es una figura de lo que Jesucristo hace con su Iglesia a través del misterio pascual: nos libra del pecado, nos ayuda a vencer nuestras malas inclinaciones. Por eso, podemos decir que el domingo es un día especial para vivir la libertad de los hijos de Dios: una libertad que nos lleva a adorar al Padre y a vivir la fraternidad cristiana empezando por los que tenemos más próximos a nosotros.
Por medio del descanso dominical, las preocupaciones y las tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión.
«Por medio del descanso dominical, las preocupaciones y las tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión: las cosas materiales por las cuales nos inquietamos dejan paso a los valores del espíritu; las personas con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en el diálogo más sereno, su verdadero rostro»[26]. No se trata de no hacer nada o solo actividades de ninguna utilidad; al contrario: «la institución del Día del Señor contribuye a que todos disfruten del tiempo de descanso (...) suficiente que les permita cultivar su vida familiar, cultural, social y religiosa»[27]. Especialmente es un día para dedicar a la familia el tiempo y la atención que quizá no logramos prestarles suficientemente los otros días de la semana.
En definitiva, el domingo no es el día reservado a uno mismo, para centrarse en los propios gustos e intereses. «Desde la Misa dominical surge una ola de caridad destinada a extenderse a toda la vida de los fieles, comenzando por animar el modo mismo de vivir el resto del domingo. Si éste es día de alegría, es preciso que el cristiano manifieste con sus actitudes concretas que no se puede ser feliz “solo”. Él mira a su alrededor para identificar a las personas que necesitan su solidaridad»[28]. La Misa de los domingos es una fuerza que nos mueve a salir de nosotros mismos, porque la Eucaristía es el sacramento de la caridad, del amor de Dios y del prójimo por Dios. «El domingo –decía san Josemaría– va bien alabar a la Trinidad: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo. Yo suelo añadir: y gloria a Santa María. Y... es una cosa pueril, pero no me importa nada: también a San José»[29].
Carlos Ayxelà
[1] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Dies Domini, 31-V-1998, n. 7.
[2] San Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millenio ineunte, 6-I-2001, n. 35.
[3] Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 106.
[4] Francisco, Audiencia, 5 de febrero de 2014.
[5] Sacrosanctum Concilium, n. 106.
[6] Ap 1, 10.
[7] Hch 20, 7.
[8] 1 Cor 11,23.27
[9] Apología I, 67, 7.
[10] Misal Romano, Vigilia Pascual, oración después de la 7ª lectura.
[11] Sal 117 (118), 24.
[12] Ef 4, 4-6.
[13] Dies Domini, n. 36.
[14] Ibidem.
[15] Introducción al Leccionario de la Misa, n. 106.
[16] Francisco, Discurso, 4-X-2013.
[17] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 3.
[18] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 87.
[19] Es Cristo que pasa, n. 88.
[20] Cfr. Dies Domini n. 46.
[21] Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 1247.
[22] Ex 20, 8-10.
[23] Ex 20, 11.
[24] Dies Domini, n. 11.
[25] Dt 5, 15.
[26] Dies Domini, n. 67.
[27] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2184.
[28] Dies Domini, n. 72.
[29] San Josemaría, Apuntes tomados en una reunión familiar, 29-V-1974.