El tiempo de una presencia (II): Navidad, la luz de Belén

Dentro de la serie de editoriales sobre el Año Litúrgico, publicamos uno referente a la Navidad, momento en el que recordamos que Jesús nació "para iluminar nuestro camino sobre la tierra".

Cristo, redentor del mundo, Unigénito del Padre, nacido inefablemente del Padre antes de todos los tiempos, «Christe, redemptor omnium, / ex Patre, Patris Unice, / solus ante principium / natus ineffabiliter»[1]. Estas palabras, las primeras que la Iglesia pronuncia cada año al inicio del tiempo de Navidad, nos introducen en la vida íntima de Dios. Las celebraciones litúrgicas durante estos días, los ratos de meditación delante del Belén, la vida familiar más intensa, nos quieren ayudar a contemplar a la Palabra que se ha hecho Niño; a mirarlo «con las disposiciones humildes del alma cristiana» que no quiere «reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos (...) sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres»[2].

Una luz que nos lleva al Padre

«Dios es luz»[3]: en Él no hay oscuridad. Cuando interviene en la historia de los hombres, las tinieblas se disipan. Por eso, en el día de Navidad cantamos: «lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus»[4]; una luz nos envolverá en su resplandor, porque el Señor ha nacido para nosotros.

«Dios es luz»: en Él no hay oscuridad. Cuando interviene en la historia de los hombres, las tinieblas se disipan.

Jesucristo, el Verbo Encarnado, nace para iluminar nuestro camino en la tierra; nace para mostrarnos el rostro amable del Padre y revelar el misterio de un Dios que no es un ser solitario, sino Padre, Hijo y Espíritu Santo. En la eternidad el Padre genera al Hijo en un acto perfectísimo de Amor que hace del Verbo el Hijo Amado: del «Padre de las luces»[5] procede Aquel que es «Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero»[6]. Aunque esa generación de Luz es inefable y nuestros ojos no pueden percibirla aquí en la tierra, el Señor no nos ha dejado en las tinieblas: nos ha dejado un signo en el que atisbar algo de tal misterio. Ese signo es el nacimiento virginal de Jesús en la noche de Belén.

«La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios»[7]. El único Hijo de María es el Unigénito del Padre; el nacido inefablemente del Padre antes de todos los tiempos, nace también de modo inefable de una Madre Virgen. Por eso, la Iglesia canta «talis partus decet Deus»[8], un nacimiento así de admirable convenía a la dignidad de Dios. Se trata de un misterio que revela, a los que son humildes, el resplandor de la gloria divina[9]. Si nos acercamos al Niño con sencillez, como la de los pastores que acuden con premura a la gruta[10], o como la de los Magos que «postrándose le adoraron»[11], podremos reconocer, en la luz que irradia la faz del Niño, el reverberar de su generación eterna.

El inicio del camino hacia la Pascua

«Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no había sitio para ellos en la posada»[12]. Es fácil imaginar la alegría que María había experimentado desde el momento de la Anunciación. Un gozo que iría creciendo conforme pasaban los días y el Hijo de Dios se iba formando en su seno. Sin embargo, a Nuestra Señora y a san José no se les ahorró toda amargura. La noche santa del nacimiento del Redentor está marcada por la dureza y la frialdad del corazón humano: «vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron»[13]. De este modo, si el nacimiento sin dolor anticipaba la gloria del Reino, anticipaba también la “hora” de Jesús, en la que daría su vida por amor a las criaturas: «Sus brazos -lo admiramos de nuevo en el pesebre- son los de un Niño: pero son los mismos que se extenderán en la Cruz, atrayendo a todos los hombres»[14].

La noche santa del nacimiento del Redentor está marcada por la dureza y la frialdad del corazón humano: «vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron».

En la liturgia del tiempo de Navidad, la Iglesia nos invita a recordar el inicio de aquella pasión de Amor de Dios por los hombres que culmina con la celebración anual de la Pascua. De hecho, a diferencia de la Pascua anual, la fiesta de la Natividad del Señor no comenzó a celebrarse litúrgicamente hasta bien entrado el siglo IV, conforme el calendario reflejaba cada vez más la unidad de todo el misterio de Cristo. Por eso, al celebrar el nacimiento de Jesús y dejarnos tocar por su ternura de Niño, el sentido de su venida a la tierra se actualiza, como canta aquel villancico que tantos recuerdos traía a san Josemaría: «Yo bajé a la tierra para padecer». La Navidad y la Pascua están unidas no solo por la luz, sino también por la potencia de la Cruz gloriosa.

«Dum medium silentium… Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, descendió del cielo, desde el trono real»[15]. Son palabras del libro de la Sabiduría, que hacen referencia inmediata a la Pascua antigua, al Éxodo en que fueron liberados los israelitas. La liturgia las emplea con frecuencia en el tiempo de Navidad para presentarnos, a través de contrastes, la figura del Verbo que viene a la tierra. El que es inabarcable se circunscribe en el tiempo; el Dueño del mundo no encuentra sitio en su mundo; el Príncipe de la Paz desciende como «implacable guerrero» desde su trono real. De este modo, podemos comprender que el nacimiento de Jesús es el fin de la tiranía del pecado, el inicio de la liberación de los hijos de Dios. Jesús nos ha liberado del pecado gracias a su misterio Pascual. Es la “hora” que atraviesa y guía toda la historia humana.

Jesús toma una naturaleza como la nuestra, con sus debilidades, para liberarnos del pecado a través de su muerte. Esto solo se puede comprender desde el amor, pues el amor pide la unión, pide compartir la misma suerte que la persona amada: «La única norma o medida que nos permite comprender de algún modo esa manera de obrar de Dios es darnos cuenta de que carece de medida: ver que nace de una locura de amor, que le lleva a tomar nuestra carne y a cargar con el peso de nuestros pecados»[16]

A Dios «no le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón» (San Josemaría).

El Señor quiso tener un corazón de carne como el nuestro para traducir al lenguaje humano la locura del amor de Dios por cada una, por cada uno. Por eso, la Iglesia se regocija al exclamar: «Puer natus est nobis»[17], nos ha nacido un Niño. Porque Él es el Mesías esperado por el pueblo de Israel, su misión tiene un alcance universal. Jesús nace para todos, «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[18], no se avergüenza de llamarnos “hermanos” y quiere alabar con nosotros la bondad del Padre. Es lógico que en los días de la Navidad vivamos de modo especial la fraternidad cristiana, que queramos a todas las personas sin hacer distinciones de proveniencia o capacidades. Hemos de acoger el amor liberador de Jesús, que nos saca de la esclavitud de nuestras malas inclinaciones, derrumba los muros entre los hombres, para hacernos finalmente «hijos en el Hijo»[19].

Un misterio que ilumina a la familia

«Las fiestas en torno al misterio de la Encarnación (Anunciación, Navidad, Epifanía) conmemoran el comienzo de nuestra salvación y nos comunican las primicias del misterio de la Pascua»[20]. Estas primicias provienen siempre del contacto con Jesús, de las relaciones que se crean en torno al Niño que, como las de cualquier niño que viene al mundo, son en primer lugar relaciones familiares. La luz del Niño se extiende, pues, en primer lugar a María y a José, y desde ellos a todas las familias.

Dentro del tiempo de Navidad, la fiesta de la Sagrada Familia nos recuerda que las familias cristianas están llamadas a reflejar la luz del hogar de Nazaret. Son un don del Padre celestial, que quiere que haya en el mundo oasis en los que el amor haya sido liberado de la esclavitud del egoísmo. Las lecturas de la fiesta proponen algunos consejos para hacer santa la vida familiar: «revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga queja contra otro; como el Señor os ha perdonado, hacedlo así también vosotros»[21]. Se trata de actitudes concretas para hacer realidad esa gran paradoja del Evangelio: que solo la renuncia y el sacrificio conducen al verdadero amor.

La octava de Navidad se cierra con la solemnidad de Santa María Madre de Dios. Esta fiesta empezó a celebrarse en Roma, posiblemente en relación con la dedicación de la iglesia de Santa María ad martyres, situada en el Pantheon. Esta celebración nos trae a la memoria que el Hijo de Dios es también Hijo de aquella que creyó en las promesas de Dios[22], y que Él se ha hecho carne para redimirnos. Así, pocos días después festejamos el Nombre de Jesús, ese nombre en el que encontramos consuelo en nuestra oración, pues nos recuerda que el Niño que adoramos se llama Jesús porque nos salva de nuestros pecados[23].

La salvación para todos los hombres

Los últimos días del ciclo de Navidad conmemoran la fuerza expansiva de la Luz de Dios, que quiere reunir a todos los hombres en la gran familia de Dios. El rito romano conmemoraba antiguamente en la fiesta del Bautismo del Señor también la “manifestación” a los Magos de Oriente -primicias de los gentiles- y las bodas de Caná, primera manifestación de la gloria de Jesús a sus discípulos. Aunque la liturgia romana celebra hoy estas “epifanías” en días distintos, quedan algunos ecos de esa tradición que han conservado las liturgias orientales. Uno de ellos es una antífona del mismo 6 de enero: «Hoy la Iglesia se ha unido a su celestial Esposo, porque en el Jordán Cristo la purifica de sus pecados; los magos acuden con regalos a las bodas del Rey y los invitados se alegran por el agua convertida en vino»[24].

En la solemnidad de la Epifanía la Iglesia invita a seguir el ejemplo de los Magos, que perseveran en la búsqueda de la Verdad, no tienen miedo a preguntar cuando pierden la luz de la estrella y encuentran su propia grandeza adorando al Niño recién nacido. Como ellos, también nosotros queremos darle todo lo mejor, conscientes de que dar es propio de enamorados y que al Señor «no le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón (Pr 23, 26)»[25].

Festejar el Bautismo

La fiesta del Bautismo del Señor cierra el tiempo de Navidad. Nos invita contemplar a Jesús que se abaja para santificar las aguas, para que en el sacramento del Bautismo nos podamos unir a su Pascua: «Nosotros, con el Bautismo, somos inmersos en esa fuente inagotable de vida que es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia»[26]. Por eso, como dice el papa Francisco, es natural que recordemos con alegría la fecha en que recibimos este sacramento: «Conocer la fecha de nuestro Bautismo es conocer una fecha feliz. El riesgo de no conocerla es perder la memoria de lo que el Señor ha hecho con nosotros; la memoria del don que hemos recibido»[27]. Así hacía San Josemaría, que cada 13 de enero recordaba con agradecimiento a sus padrinos y al mismo sacerdote que le había bautizado[28]. En uno de sus últimos cumpleaños en la tierra, al salir del oratorio de Santa María de la Paz después de haber celebrado la Misa, se detuvo un momento ante la pila bautismal, la besó, y apostilló: «Me da mucha alegría besarla. Aquí me hicieron cristiano».

Cada tres años, en el primer domingo después del Bautismo del Señor se proclama el evangelio de las bodas de Caná. Al inicio del Tiempo Ordinario, se nos recuerda que la luz que resplandeció en Belén y en el Jordán no es un paréntesis en nuestra vida, sino una fuerza transformadora que quiere llegar a toda la sociedad a partir de su núcleo, las relaciones familiares. La transformación del agua en vino nos sugiere que las realidades humanas, incluido el trabajo de cada día bien hecho, se pueden transformar en algo divino. Jesús nos pide que llenemos las tinajas «usque ad summum»[29], que con la ayuda de su gracia colmemos hasta el borde nuestros esfuerzos, para que nuestra vida adquiera valor sobrenatural. En esta tarea de santificar la labor cotidiana encontramos de nuevo a Santa María: la misma que nos ha mostrado al Niño en Belén, nos dirige hacia el Maestro con aquel consejo seguro: «¡Haced lo que Él os diga!»[30].

Juan Rego


[1] Himno Christe, redemptor omnium, I Vísperas de Navidad.

[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 13.

[3] 1 Jn 1, 5.

[4] Cfr. Misal Romano, Natividad del Señor, Ad Missam in aurora, Antífona de entrada (Cfr. Is 9, 2.6).

[5] St 1, 17.

[6] Símbolo Niceno-Constantinopolitano.

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 503.

[8] Himno Veni, Redemptor Gentium.

[9] Cfr. Hb 1, 3.

[10] Cfr. Lc 2,16.

[11] Mt 2, 11.

[12] Lc 2, 6-7.

[13] Jn 1, 11.

[14] Es Cristo que pasa, n. 38.

[15] Sb 18, 14-15.

[16] Es Cristo que pasa, n. 144.

[17] Cfr. Misal Romano, Natividad del Señor, Ad Missam in die, Antífona de entrada (Cfr. Is 9, 6).

[18] Concilio Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 22.

[19] Ibidem.

[20] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1171.

[21] Col 3, 12-13 (2ª lectura de la fiesta de la Sagrada Familia).

[22] Cfr. Lc 1, 45

[23] Mt 1, 21.

[24] Antífona ad Benedictus, Laudes del 6 de enero.

[25] Es Cristo que pasa, n. 35.

[26] Francisco, Audiencia general, 8-I-2014.

[27] Ibidem.

[28] Cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 14-15.

[29] Jn 2, 7.

[30] Jn 2, 5.