El Padre Nacho, un gran amigo

En la mañana del domingo 26 de agosto de este 2012, decenas de recuerdos vinieron a la memoria de la familia Romero Salamanca, luego de conocer la partida al cielo del padre Ignacio Rafael Gómez Lecompte. Él cambió la vida de nuestra familia.

Apareció en 1972. Una tarde de noviembre, mi padre, Eleázar Romero, le contaba al señor Pérez, uno de los pocos peluqueros de Usaquén sobre la dificultad de encontrar colegio para su hijo mayor. El vecino de corte no pudo dejar de escuchar el diálogo y se preocupó: “Dígale a su hijo que se matricule en la sección nocturna del Gimnasio de Los Cerros. Que vaya y diga que va de parte mía”. Quedó agradecido y se despidieron. Pero le preguntó al señor Pérez: “¿Quién es él?”. “Pues es el padre Ignacio Gómez. Él siempre viene acá, es un sacerdote muy alegre, distinto y nos dejó esa estampa”. Supe después que era de Isidoro Zorzano.

Mi padre me envió entonces al Gimnasio de Los Cerros, donde me matriculé para el tercero de bachillerato (octavo) en la sección nocturna. Compartía pupitre con mensajeros, auxiliares contables, vendedores, conductores de bus, tejedores y trabajadores de servicios generales de las empresas.

La jornada la componíamos 150 estudiantes de variadas edades, pero con los deseos de sacar un bachillerato digno. En esa época sólo había hasta cuarto, porque era la primera promoción. Allí conocí a Gabriel Ángel Ardila quien me llevó a trabajar a la Sociedad Colombiana de Economistas como mensajero. Después pasé a la Universidad Pedagógica donde me desempeñé como auxiliar de la Biblioteca.

Una de esas noches me llamó el padre Ignacio. "¡Flaco, quiero conversar contigo!”. Hablamos sobe la familia, el trabajo y me llamó poderosamente la atención su alegría, su forma de dar consejos y de hablar de Dios.

En otra oportunidad me invitaron a una meditación con el padre Ignacio. Era la primera vez que iba yo a una meditación. Fueron 30 minutos de hechos y anécdotas sobre el trabajo. No se me olvidará que comentó que en la vida no podíamos ser como aquellos actores que hacen creer que suben una pared o un mástil de un barco. “Eso es mentira, les colocan una cámara a un metro de la meta, el actor hace creer que está sudando y haciendo gestos de victoria, se hace vencedor”. “Además, agregó, hacen pensar que el actor, como el hombre araña sube paredes. No. Eso ubican una cámara a ras de piso y en forma horizontal se va acercando y claro, da la sensación que es vertical”. El trabajo, hay que hacerlo con sinceridad, completo, cuidando los detalles, porque con él, se puede santificar una persona.

Y al final me cautivó definitivamente: “Pidámosle a la Virgen María que nos acompañe siempre, que esté a nuestro lado, que nos ayude a ofrecer el trabajo diario”.

“Es un padre mariano –pensé- y aunque yo no he sido el más católico, mi amor por la Madre de Dios nació antes de llegar a esta vida.

Así nació la amistad con el padre Ignacio. Las tertulias con él quedaban siempre para el recuerdo. Nos hablaba de sus viajes a Roma, España y a Estados Unidos. Era una enciclopedia rodante.

Algunos sábados en la mañana subíamos al mítico cerro de la Cruz. En la cima nos hablaba de Dios y de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. De bajada nos enseñaba a rezar el Rosario o en Ángelus.

El padre Ignacio era sinónimo de alegría, deporte, paseos, esfuerzo y sabiduría. Tenía siempre le respuesta precisa o el gracejo para el momento. En una oportunidad fuimos a Melgar. Dura excursión. Los mosquitos y el calor nos azotaron al máximo. Ya de regreso, en la flota, nos dijo: “creo que hemos acampado a tres cuadras del infierno”. La risa fue general.

Otra vez se organizó a la carrera un campamento en el bosque colindante al Gimnasio de los Cerros. Llegamos de noche y a oscuras se montaron las carpas. No hubo tiempo para organizar el piso. A la mañana siguiente veía yo asombrado “la cama” del padre Ignacio: una enorme raíz de un pino. ¿Cómo pudo dormir con ese palo en la espalda?, es la pregunta que aún hoy me hago. Pero lo más sorprendente, a pesar de es mala noche, seguía sonriente y se sumó a la caminata hasta el cerro de la Cruz.

Después supe que sufría de migrañas, pero no eran motivo para quejarse.

En una ocasión el paseo fue a la laguna de Pedro Palo, cerca de La Meza, en Cundinamarca. Llegamos tarde y no tuvimos tiempo sino para organizar las carpas, los horarios para la vigilancia. Después de la levantada a las seis de la mañana predicó una meditación y me pidió que le ayudara en la Misa. Íbamos camino al improvisado altar –en medio de un potrero-- y lo noté pálido y sudoroso. Antes de que besara la mesa, le dije: “Padre Ignacio, no le veo bien. Es mejor que suspenda la celebración y la deje para más tarde. Descanse un poco”.

Me miró y aceptó la indicación. Después de quitarse los ornamentos, lo llevé a una carpa para que reposara. Les pedí a los compañeros de viaje que organizáramos lo del desayuno y que hiciéramos silencio, mientras él reposaba. Al rato le llevé un café y un pedazo de pan. Me pidió una Aspirina. Durmió como una hora. Se levantó y como si nada, alegre, deportivo, trabajador y sabio. Me agradeció que le hubiera suspendido la Misa.

En las noches de campamentos, contaba historias de terror o nos ponía a jugar “un limón y medio limón” u organizaba los concursos policíacos.

“Descífrenme este caso. Unos delincuentes cometen un atraco y unos policías ven el hecho y no hacen nada. ¿Qué pasó?”. Claro, venían respuestas de todo tipo:

- “Eran colombianos”, decía uno.

- No, contestaba el padre Ignacio.

- “Estaban dormidos”.

- No, volvía a contestar.

- Estaban en su día libre.

- No señor.

- ¿Eran policía acostados?

- Jajajajaja. No.

Y así decíamos cualquier idea. Éramos malos detectives y a los 15 minutos se reía y nos daba la respuesta: “Eran policías de frontera y no podían actuar porque el delito era en otro país”.

“Y ahora este otro…” La verdad, casi nunca le sabíamos la respuesta.

Una vez lo vi de mal genio. Estábamos caminando por la calle 86 con carrera novena cuando dos estudiantes del Liceo Francés comentaron algo en francés. Yo no entendía nada, pero él sí y se les enfrentó y les respondió en el mismo idioma. Si los muchachos estaban asustados, yo estaba más nervioso. Después de verlo ya calmado le pregunté: “¿Qué pasó?”. “Que estos creen que pueden hablar mal de la Iglesia y eso no lo permito”.

Él se hizo amigo de mi familia. Tenía una memoria maravillosa. Mis padres se llaman Eleázar y Eumelia. Y siempre me preguntaba por ellos con sus nombres. En 1975 mi padre cayó por una alcantarilla que no tenía tapa. Se rompió tres costillas y se golpeó fuertemente una pierna. Por fortuna estaba acompañado de un primo quien lo sacó y lo llevó a la casa. Total, le dieron seis meses de incapacidad.

Aunque yo trabajaba en la Universidad Pedagógica Nacional, el sueldo no alcanzaba para sostener a la familia. Mi madre le pidió que le ayudara con un empleo. Él le sugirió que fuera al INSE, pero allí le manifestaron que no la empleaban porque ya tenía más de 45 años. El padre Ignacio fue personalmente a donde la persona encargada y le pidió una explicación. La edad no era un motivo para negarle la oportunidad de trabajar. Por esas razones, ella ingresó al INSE y años después se pensionó.

Años después ingresé como primer becario al INSE a estudiar Comunicación Social y periodismo por sugerencia del padre Ignacio.

La vida nos separó. Me fui por el mundo a ejercer el periodismo. Y el padre Ignacio prosiguió haciendo lo que siempre hizo: ayudar a los demás, aconsejar, reír, contar historias y todo lo que hace una persona que se quiere santificar, hacer bien el trabajo.

Cuando yo vivía en Cali supe que estaba por allí y determiné visitarlo. Le llevé dos regalos que sabría que le gustarían: un guante de béisbol y una caja de helado. Era un fanático de ese deporte. Sabía de jugadores, equipos ganadores de muchos años. Pero también sabia de boxeo, de los grandes arqueros del mundo.

Después tuvo sus intervenciones quirúrgicas y hace unos 8 años nos encontramos una vez más. Tenía una voz distinta, pero la alegría seguía igual. A pesar de la distancia que nos separaba, siempre nos unía la oración y el agradecimiento.

Hoy, nos reunimos en la casa de mis padres, recordamos anécdotas e hicimos en conjunto lo que sabíamos que le gustaría que hubiéramos hecho: Rezar en familia el Santo Rosario. Le agradecimos a la Virgen la oportunidad de haber tenido como amigo al padre Ignacio Rafael Gómez Lecompte. Sabemos que está con ella y que desde allí será un gran intercesor. Si antes nos cambió nuestras vidas, ahora en el cielo, sabemos que tendremos más beneficios.

Padre Ignacio: la vida será corta para agradecerle su bondad. Dios lo bendiga.

Autor: Guillermo Romero Salamanca