El hospital que pone afecto en las últimas comidas

Al Centro de Cuidados Laguna acuden personas con enfermedades avanzadas o neurodegenerativas. La comida para enfermos y familiares tiene dos ingredientes estrella: el cariño y la compasión.

Foto: Rodrigo Casteleiro.

El País El hospital que pone afecto en las últimas comidas

En junio de 2018, Madalina Popa recibió el encargo de su vida. Aquel que, sin saberlo, iba a cambiar su percepción de las cosas, aunque por aquel entonces esta camarera de 30 años no supiera muy bien qué era eso de los cuidados paliativos. Lo único que le había dicho su jefe es que iba a ser la nueva encargada de la cafetería de un hospital de Madrid. El típico sitio, pensó al verlo tan silencioso, donde la gente va a hacerse unos análisis y se marcha. Pero con el paso de los días veía que algo raro estaba pasando, porque cada día al abrir se encontraba con una fila de miradas tristes y ese vacío fácilmente reconocible de quien ha perdido a un ser querido. Así que decidió preguntar qué era ese sitio realmente.

Fue así como supo que en el hospital Laguna la gente llegaba y se marchaba. Pero la inmensa mayoría lo hacía para siempre. Y Madalina, reconoce, se vio superada: "Los primeros días me metía en la cocina a llorar, porque no sabía cómo atenderles. No quería preguntarles cómo estaban porque, obviamente, estaban mal y yo no sabía qué decirles". Al otro lado de la barra había personas ingresadas con enfermedades avanzadas, otras con Alzheimer y también personas mayores. Tenía dos opciones: irse o aceptar aquel encargo. Y esta mujer resuelta decidió, finalmente, que lo mejor era ponerse a repartir palmeras de chocolate.

"Tengo un familiar que las hace en un obrador y me dije a mí misma que tenía que coger fuerzas porque esa gente, y sus familias, me necesitaban para endulzar sus vidas", recuerda aún emocionada la que hoy es la dueña de esa cafetería de cuidados paliativos. "Fíjate si fue importante para mí que me acabé quedando con ella", se enorgullece.

En un país con 424.523 fallecimientos, según los últimos datos del INE, hay quien dedica su vida a cuidar y hay quien, además, elige hacerlo desde la cocina. Nada más y nada menos que eso. Después del éxito de aquellas palmeras, Madi, como la conocen todos ahí, se puso a hacer un bizcocho de naranja. Y fue también mesa por mesa preguntando si querían algún plato que no estuviera en el menú del día. Se aseguró, por otro lado, de tener siempre o cocido o arroz campero para que los pacientes pudieran comer en familia los domingos, como cualquier familia. Y otros tantos cumpleaños que se han celebrado ahí; en esa cafetería que le venía tan grande, y que hoy abarca con sonrisas, abrazos, bromas y, claro está, alguna que otra lágrima. Pero esta vez acompañada.

Y a decir verdad, esa trabajadora de Buzău (Rumanía) no iba tan desencaminada. Por dentro, ese centro sanitario –impulsado por la fundación sin ánimo de lucro Vianorte-Laguna– recuerda, en efecto, a otro tipo de hospital sin tanto trasiego y donde nadie espera a ser atendido con su bandeja en esa misma cafetería. Y eso que por aquí pasan, cada año, un millar de pacientes, me concreta Ana María Pérez, la directora de comunicación de ese centro: la mayoría, enfermos de cáncer o con insuficiencias de órganos, además de otras enfermedades neurodegenerativas.

Según las estimaciones que hace la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (Secpal), unas 100.000 personas necesitarían, al año, esos cuidados más específicos. Pero solo la mitad de ellas los reciben. "Hay una tremenda escasez de equipos específicos de cuidados paliativos en nuestro sistema de salud. Escasez y distribución irregular", denuncia Alberto Meléndez, vicepresidente de Secpal. Y, desde luego, un café con canela y espuma o un pincho de tortilla no van a aliviar esa situación. Pero, bien acompañados, pueden ayudar a sobrellevar esos últimos días, o meses, de muchos de estos pacientes y también el día a día de sus familiares.

Una cafetería paliativa

Ese mismo viernes en el que Madi, la dueña de esa cafetería, no para de sacar sándwiches, bocadillos o napolitanas, la familia Pérez llega, casi, al completo: abuelo, padre e hija toman asiento, otra vez, como cuando acompañaron, por última vez, a Consuelo, Chelo para los suyos. En la mesa, las mismas porras y cafés de tantas otras veces, con un agradecimiento general a ese centro y a esa barra que tantas veces les ha servido de hombro en el que llorar. Sobre todo ahora que hay una taza menos y nadie les gana, ya, al dominó. Lo cual no impide que esta familia venga a comer o a desayunar aquí con asiduidad. "Nos han tratado siempre muy bien y después de tanto tiempo hay una amistad y un cariño y la comida, aparte, está muy buena", coinciden esos tres miembros.

Fueron, en total, casi dos años acompañando a su mujer, a su madre y a su abuela –primero en la planta de paliativos y después en la residencia de ese mismo hospital– tras sufrir dos ictus y una disfagia (dificultad para el tránsito del bolo alimenticio). "Iba a salir de viaje, se mareó y se cayó por las escaleras. Tuvo un derrame interno y entró en coma y luego ya pasó todo lo demás", resume Alberto, su hijo. Chelo superó todo lo insuperable, pero en diciembre falleció de un infarto.


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"Esto hay que vivirlo para saberlo. Yo he venido derrotado muchas mañanas, porque han sido muchas noches con mi madre. Raro era el día que no fallecía alguien aquí, y claro, se te hace un nudo. Pero bajabas a la cafetería y lo que más te reconfortaba era ver que alguien te miraba y te decía: '¿Qué te pasa? Que traes mala cara'. O cuando venía con mi madre: 'Hombre, Chelo, ¿cómo estás? ¿Qué tal has dormido'. Y mi madre, que con nosotros no había dicho ni una palabra, se ponía a hablar con ella".

Ella es Madalina Popa, claro. "Su marido y ella se pasaban horas cogidos de la mano", evoca sobrecogida. Y el otro Alberto de esa familia recuerda, entonces, cuando iba a buscarla con su Vespa, mucho antes de comprarse el 600 y criar a sus tres hijos: Alberto, Eduardo y Begoña. Y una nieta, Tatiana, que remarca: "Aquí es un trato más acogedor y familiar". Porque a poco que vengas –razona su padre– sabes por qué está cada uno y por quién. Y ellos han visto llegar a todo el mundo; incluida Madi. "Esto, ahora, es otra cosa. Recuerdo que los primeros días se acercaba a la mesa y nos decía: 'Oye, ¿cómo os gustan las cosas? Que queremos hacerlo bien'. Y, más tarde, se puso a hacer un bizcocho que era, casualmente, el mismo que nos hacía mi madre, qué casualidad".

Recetas adaptadas y con memoria

Una receta para desanudar ese nudo de la garganta –o del estómago–, sin duda. Como las lentejas, que tantas veces pidieron fuera de carta. O todos esos cocidos en familia. "Que mi madre podía comer porque los garbanzos estaban muy cocidos y eran de fácil masticación, porque se los adaptaban", explica el mayor de sus tres hijos. Un cuidado que también se repite en el resto de plantas de ese centro. ¿Pero cómo se alimenta, por ejemplo, a un enfermo de Alzheimer que se ha olvidado de cómo comer o a alguien con cáncer al que la comida le sabe a metal? Pues preguntando a las cocineras de ese hospital: Teresa Gutiérrez, María Díaz, Ascensión Camarero, Nolis Lebrón, María Eugenia Carrascosa y Carmen Urbina.

Y aquí permítanme que yo también me emocione porque lo que sigue es una prueba de que sin amor no hay precisión ni cuidados.

Hay que pensar también que para muchos de esos enfermos esa puede ser su última comida. De modo que se aceptan todo tipo de voluntades. Hay quien pide, por ejemplo, una hamburguesa de una cadena, unos huevos fritos o comer natillas todos los días. "Y lo que hacemos es ponerle, a lo mejor, menos patatas para equilibrar el azúcar y avisamos al médico para que le suba la medicación y esa persona sea feliz comiendo sus natillas, o su arroz con leche, el tiempo que le quede. Esto es un trabajo en equipo", ejemplifica Carrascosa, una de esas cocineras.

Alberto Meléndez, de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, lo corrobora: "La alimentación en las etapas finales cumple un papel más social e incluso emocional. Una alimentación variada, rica en alimentos frescos, verduras o frutas, es siempre recomendable, pero la obligatoriedad de cumplir ciertas cantidades debería ser bastante amable y relajada en etapas iniciales y nula en etapas finales".

Aunque hay casos más complicados: Lebrón, otra de las cocineras, es quien se encarga de medir y pesar todos los ingredientes que van en las sondas con las que se alimentan a los pacientes con enfermedades raras. "En esos casos", me detallan, "hay que pesar cada miligramo porque hay enfermedades que impiden tomar una cantidad concreta de proteínas y si te pasas puedes dejar a esa persona en coma". Además hay que batirlo muy bien, pasarlo por una Thermomix y después por un colador chino para que no se atasque en la sonda.

Y luego hay enfermos de cáncer a los que todo les sabe a metal. "El tratamiento de quimioterapia les influye en el gusto y la comida, muchas veces, les sabe a eso mismo, metal. Y lo que hacemos es tratar de buscar texturas y colores más apetecibles. Hablamos, por ejemplo, con las nutricionistas para que no les pongan un puré de calabaza, por la mañana, y otro de zanahoria, por la tarde", abunda Teresa Gutiérrez. Si la bandeja baja llena, suben a ver qué ha pasado o por qué no les ha gustado la comida. "Se trata de hacerles felices con lo que comen, aunque a veces se dejan más comida en el plato para que subamos aposta y darnos, así, las gracias", se emociona.

También adaptan recetas familiares de personas con Alzheimer para estimular su memoria sentimental. ¿Y cómo se les alimenta? "A ellos se les olvida tragar y lo que hacemos son recetas de fácil deglución, porque lo que ellos no pueden tomar son varias texturas juntas. Como una sopa con fideos. Se ahogan, porque no saben masticar, se les olvida. Y lo que hacemos es que todo esté ya con el bolo hecho y siempre espeso, con la misma textura".

Aunque aquí también hay variedad. "¿Sabes la típica pechuga que viene en tiras y para ellos está muy dura? Pues se la hacemos a la paca, esto es, se pasa por huevo y luego tú cuando la fríes echas un poquito de vino o caldo y lo tapas. Y la pechuga, así, te queda muy jugosa. Y cuando la comen es blandita y no se atragantan. Y así no les ponemos todo el rato el mismo puré".

El último plato de sus vidas

Ya les dije que aquí había mucho amor. Hasta un banquete de boda han organizado esas mismas cocineras del hospital Laguna: con tarta nupcial, hecha por ellas mismas. "O nos enteramos de que es el cumpleaños de alguien y le hacemos una comida especial", añaden. Sus ojos han visto también muchas de esas habitaciones vacías: conviven con la muerte a diario, y ese runrún de que su plato sea el último, y encima no les guste, está ahí. "Pero nos vamos a casa sabiendo que les hemos hecho felices durante el resto del tiempo. Un trabajo así te cambia la visión", resume con ojos brillantes la cocinera Carrascosa.

Madalina Popa, la dueña de la cafetería de ese hospital de cuidados paliativos, también tiene su historia. "¿Sabes por qué se me hacía tan duro, al principio, estar aquí? Porque hace cosa de cuatro años, mi padre tuvo una doble neumonía y estuvo mucho tiempo en coma y, aunque ahora está bien, a mí los médicos en ningún momento me daban esperanzas. Y yo sé lo que es estar en ese otro lugar y pasarlo mal. Y por eso, además de preguntarles qué quieren de comer, les pregunto si han dormido bien y por eso, ahora, les digo todos los días a mi hija y a mi marido que los quiero", se sincera.

Como se suele decir, llegamos a este mundo acompañados por profesionales. Deberíamos hacerlo también cuando lo abandonamos; y dejando el plato lo más vacío posible.

Rodrigo Casteleiro El País