Un domingo de primavera, hace ya un par de años, nos dijeron en la parroquia que se necesitaban más catequistas. La petición se repitió durante varias semanas y yo no hacía más que preguntarme si estaba capacitada para ayudar en la catequesis: ¿dispondré del tiempo suficiente? ¿conectaré con los jóvenes?
Me llamo Maria Bäärnhielm y soy conversa. Mi indecisión radicaba en que habían pasado varios años desde que estudié teología para profundizar en la fe que había encontrado y abrazado como adolescente. Por mi trabajo estoy acostumbrada a dar clases, pero siempre a adultos. En teoría estaba cualificada pero la idea de dar clase a jóvenes era algo totalmente nuevo para mí. Finalmente puse de lado mis dudas y envié un correo electrónico al sacerdote jesuita responsable de la catequesis y concertamos una fecha para hablar del tema.
Me presenté con cierto nerviosismo y a lo largo de la conversación comenté medio en broma, para evidenciar mi falta de conocimientos, que no recordaba todos los acuerdos del IV Concilio de Letrán. El sacerdote se rio y me dijo: “Estos jóvenes tienen un conocimiento muy reducido de nuestra fe católica. Lo que necesitan es ver tu amor a la Iglesia y a nuestra fe y encontrar en ti un modelo de vida cristiana”. Estas palabras me dieron seguridad para afrontar los desafíos que iba a encontrar.
Pero ahora tendría que explicar cómo es la catequesis. Los jóvenes en preparación para recibir el sacramento de la Confirmación suelen tener 14 años y la preparación dura dos años. En sábados alternos reciben dos horas de clase y después asisten a la santa Misa, ya que es parte de la instrucción. Se trata de introducirles en la liturgia y que adquieran devoción a la Eucaristía.
Un campamento para comenzar la catequesis de Confirmación
A principios del otoño nos reunimos por primera vez los ocho catequistas. Éramos muy variados, como lo es la Iglesia Católica en Suecia: dos éramos conversos adultos y seis procedentes de familias católicas; dos con raíces en Oriente Medio, otros dos de Polonia, uno era africano y otro de un país asiático.
El inicio de las clases lo tuvimos en un campamento en el que los jóvenes tendrían ocasión de conocerse y nosotros de conocerles. Las clases, alternadas con juegos y deporte, tocaban temas fundamentales: cómo es posible conocer a Dios por vía natural, por ejemplo contemplando la naturaleza. También hablamos del mal y del sentido de la vida. Los jóvenes venían de entornos muy diversos y se vio enseguida la importancia que tienen los padres en la transmisión de la fe y para para la recepción de los sacramentos.
Varios de ellos pidieron confesarse antes de la Misa. Me alegró también ver cómo algunos de ellos, con algo más de formación, explicaban a otros que el fin de la vida del hombre es amar a Dios con todo su corazón e intentar cumplir la voluntad de Dios.
Durante el curso fuimos viendo la vida del Señor, la Iglesia, los Apóstoles, el significado del sacerdocio, etc. Les introdujimos también en algunas devociones habituales de la Iglesia como el Santo Rosario. Hablamos sobre cómo vivir como cristiano en el día a día. Cada uno de los catequistas compartimos lo que significa la fe en nuestra vida personal y dimos testimonio de nuestra conversión: para algunos un camino largo para finalmente ser tocado por la Gracia y encontrar la fe o volver a ella.
Catequesis durante el confinamiento
Al llegar la pandemia a Suecia tuvimos que suspender inmediatamente las clases. Pero enseguida propusimos continuarlas de modo digital y tenerlas vía Zoom. Se trataba de mantener el interés de los jóvenes. La mayoría continuó, aunque ahora se trataba de sentarse frente a una pantalla y escuchar sin la presencia física de sus amigos.
Con frecuencia me he preguntado qué es lo que estos jóvenes sacan de estas clases y qué huella deja en sus vidas: ¿ha sido fecunda mi labor y la de mis colegas catequistas durante este pasado curso? Estos jóvenes viven en un ambiente secularizado donde la fe católica se cuestiona y muchas veces se ridiculiza y ataca.
Creo que recibí la respuesta hace unos días cuando salía de Misa y me encontré con dos chicas adolescentes que se me echaron al cuello y me dieron un cariñosísimo abrazo. Habían sido mis alumnas el año anterior. Entendí este gesto como un sí: ¡efectivamente ha valido la pena! Espero que hayan adquirido un buen conocimiento de su fe, pero no es menos importante que les haya quedado un buen recuerdo y que su fe vivifique ahora sus vidas y sepan que vale la pena vivir como cristianos.