El acompañamiento espiritual

Entre los medios de formación que ofrece la Obra, siempre se encuentra esta posibilidad de acompañamiento espiritual: a través de sacerdotes o de laicos. Como es obvio, cada uno es libre de utilizar o no ese medio, y responsable para obtener de él, mayor o menor beneficio.

Sacerdote con un laico, ilustrando un artículo sobre el acompañamiento espiritual o dirección espiritual

El ejemplo de Jesucristo

Nicodemo, judío principal, miembro del Consejo del Sanedrín y fariseo, fue testigo de la prisión de Jesús, de su injusta condena, del aparente fracaso de su misión, del rechazo del pueblo judío a su Mesías, del abandono de casi todos los Apóstoles. Sin embargo, tuvo el coraje de presentarse ante Pilatos, con su amigo José de Arimatea, para pedir el cuerpo muerto de Cristo crucificado, y colaboró en el descendimiento del Cuerpo de Jesús y en su precipitado entierro en una tumba propiedad de su amigo.

Quizá toda esa historia de amistad, admiración y reconocimiento había empezado bastantes meses atrás, cuando Nicodemo, intrigado por el decir de las gentes y -sobre todo- por las palabras y las obras de Cristo, decide ir a verle en oculto, una noche -por miedo a los judíos- para preguntarle directamente acerca de él, de su doctrina, de ese Reino de Dios que anunciaba.


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Ciertamente Jesús predicó muchas veces a multitudes y esa predicación es la que queda recogida en los Evangelios, pero también aparece clara -o, tantas veces, se intuye- su dedicación a atender a cada uno personalmente: la familia de María, Marta y Lázaro, en Betania; enfermos y sus parientes, que piden curación; pecadores que desean arrepentirse de sus pecados; los Doce que le acompañan: en especial, Pedro; incluso Pilatos y el buen ladrón. A cada uno le trataba como convenía, le hacía preguntas o le daba respuestas, le advertía de algún error o le orientaba de cara a su futuro.

Muchos santos en la Iglesia y muchos papas han recomendado acudir a alguien con cierta experiencia humana y espiritual, que pueda ayudarnos. Porque recurrir a una persona de confianza para contrastar nuestro modo de ver las cuestiones íntimas de nuestra vida surge naturalmente del carácter social de la persona.

¿Qué es el acompañamiento espiritual?

Sin embargo, el acompañamiento espiritual no pretende “rellenar un hueco” de la sociabilidad humana. Su finalidad es directamente sobrenatural: esa consulta habitual y personal tiene como objeto recibir consejos, orientaciones, correcciones, ánimos, apertura de horizontes, etc., para recorrer el camino que nos lleva a Dios: la santidad. 

Con el acompañamiento espiritual buscamos conocer mejor a Dios, la experiencia del trato y de la comunicación íntima con Él, y la ilusión de poder transmitir a nuestros compañeros, amigos y familiares lo que vamos descubriendo en nuestro itinerario personal.

Este acompañamiento en la vida espiritual nos facilita también “distanciarnos” del ámbito de nuestra subjetividad al contemplar nuestra vida, y nos conduce al autoconocimiento que es necesario para el discernimiento de nuestro camino hacia Dios.

Para que sea así, debemos conocer y valorar a la persona en la que ponemos nuestra confianza y, a la vez, conviene tener la disposición de mostrar con claridad nuestra intimidad: disposiciones, anhelos, luchas, modo de pensar y de ser, reacciones interiores, actitudes en el trato con la familia, amigos y demás personas, afectos y sus efectos, importancia de los estados de ánimo y de los impulsos de nuestra imaginación, ambiciones personales y profesionales, etc. 

Pero, sobre todo, debemos mostrar cómo es la intimidad de nuestra relación personal con Dios: cómo se desarrollan nuestros tiempos de oración, qué trato personal tenemos con Dios durante la celebración de la Misa y en la comunión, qué es para nosotros el sacramento de la penitencia, el dolor de los pecados, la misericordia de Dios, cómo encontramos a Dios y dialogamos con Él en nuestro trabajo y en los acontecimientos cotidianos. Y también conviene dar a conocer cómo nos sabemos hijos de Dios y miembros de la Iglesia, cómo tratamos de vivir la unión con todos y la experiencia de ayudar a quien está más necesitado en algún ámbito, qué medios ponemos para tener más amistad y confianza con nuestros amigos y con nuevos amigos. En resumen, damos a conocer nuestras preocupaciones, tristezas y alegrías: lo que llevamos cada uno dentro de nuestro corazón.

En palabras del Papa Francisco, “es importante darse a conocer, sin miedo a compartir los aspectos más frágiles, en los que nos descubrimos más sensibles, débiles o temerosos de ser juzgados. Darse a conocer, manifestarse a una persona que nos acompaña en el camino de la vida”[1]. En esas conversaciones veremos, quizá con una luz nueva, nuestras carencias y debilidades. San Josemaría animaba a buscar alguien que nos acompañe, “al que confiéis todas vuestras ilusiones santas y los problemas cotidianos que afecten a la vida interior, los descalabros que sufráis y las victorias. En esa dirección espiritual mostraos siempre muy sinceros: no os concedáis nada sin decirlo, abrid por completo vuestra alma, sin miedos ni vergüenzas”[2].

Quien nos acompaña nos ayudará también a superar momentos de desaliento, a evitar modos de ver excesivamente pesimistas y negativos (a propósito de nosotros mismos, o de los demás), a darnos cuenta de valores y cualidades de los que disponemos, de la fuerza de nuestra buena fe, nuestros deseos sinceros de mejorar y nuestra disposición de fondo de estar continuamente abiertos a Dios. No pocas veces, a través de estas conversaciones “descubrimos con sorpresa formas distintas de ver las cosas, signos de bondad que siempre han estado presentes en nosotros”[3].

Entre los medios de formación que ofrece la Obra, siempre se encuentra esta posibilidad de acompañamiento espiritual: a través de sacerdotes o de laicos. Como es obvio, cada uno es libre de utilizar o no ese medio, y responsable para obtener de él mayor o menor gracia de Dios.

Acompañamiento espiritual y libertad

Decía san Josemaría que el Señor “nos quiere libérrimos y diversos. Pero nos quiere ciudadanos católicos responsables y consecuentes, de forma que el cerebro y el corazón de cada uno de nosotros no vayan dispares, cada uno por su lado, sino concordes y firmes, para hacer en todo momento lo que se ve con claridad que hay que hacer, sin dejarse arrastrar —por falta de personalidad y de lealtad a la conciencia— por tendencias o modas pasajeras”[4]. Es el juego, querido por Dios, de la verdad, el bien y la libertad.

En todo ese proceso de acompañamiento interior, nuestra libertad se ve alentada y fortalecida: ir conociendo en profundidad y con los ojos de Dios cómo somos y por qué actuamos de esta manera o de aquella nos libera de dar excesivas vueltas a lo que nos sucede en cada momento, nos ayuda a relativizar cuestiones que no tienen mayor importancia, nos abre horizontes y nos impulsa a salir de nosotros mismos y a recordar que el núcleo de la vida cristiana consiste en aprender a amar a Dios y a los demás… y a dejarse amar por Dios y por los demás.

Como es natural, las personas que solicitan ese acompañamiento lo hacen llevadas por “el deseo de progresar en el seguimiento de Cristo. (…) Por eso, se mueven con espíritu de iniciativa y de responsabilidad”[5]. El que acompaña no dictamina, ni juzga, ni manda: su labor es “solo” de consejo, de ampliar perspectivas, de ayudar a descubrir puntos de vista, de transmitir la experiencia de la vida de intimidad con Dios de modo acorde a nuestras capacidades y necesidades del momento, de animar a vivir cada vez con mayor coherencia y unidad -la que viene de aprender a ver todo con los ojos de Dios-, y con mayor deseo de vivir enteramente para Dios y emplear nuestros recursos con audacia, ambición sobrenatural y un sano espíritu de aventura. 

Por su parte, quien es acompañado procura considerar en su oración los consejos recibidos y el mejor modo de llevarlos a la práctica: “El Señor vuelca su gracia abundantemente sobre la humildad de quienes reciben con visión sobrenatural los consejos de la dirección espiritual, viendo en esa ayuda la voz del Espíritu Santo”[6].

El que acompaña siempre respeta el misterio de la intimidad de la persona, que forma parte del misterio de Dios actuando en cada alma. Su papel consiste en estimular la iniciativa de quien le pide consejo, y orientarle para que él mismo sea el primero en buscar y descubrir las luces que Dios le da y los proyectos que Dios desea compartir con él. Se trata, como decía san Josemaría, “de ayudar a que el alma quiera”: quiera buscar a Dios, quiera descubrir su voluntad, quiera emplear a fondo su libertad para andar su camino siguiendo las luces, inclinaciones y sugerencias que el Espíritu Santo deposita en su alma.

Para ello importa también que quien recibe la ayuda aprenda a escuchar la voz de Dios mediada por quien le acompaña espiritualmente, que “no ocupa el lugar del Señor, no hace el trabajo en lugar del acompañado, sino que camina a su lado, le anima a leer lo que se mueve en su corazón”[7]

En definitiva: el acompañamiento siempre es de otro, las decisiones siempre son propias… y los dos miran a Dios, que es el verdadero protagonista.


[1] FRANCISCO, Audiencia, 04.01.2023.

[2] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios , n. 15.

[3] FRANCISCO, Audiencia, 04.01.2023 (el subrayado es mío).

[4] SAN JOSEMARÍA, Carta 6-V-1945 , n. 35.

[5] ECHEVARRÍA, J., Carta Pastoral sobre la Nueva Evangelización, 02.10.2011, n. 17.

[6] ECHEVARRÍA, J., Carta Pastoral sobre la Nueva Evangelización, 02.10.2011, n. 17 (el subrayado es mío).

[7] FRANCISCO, Audiencia, 04.01.2023.