Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme a Dios. No se me había presentado ese problema, porque creía que no era para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era profundamente religiosa; me habían enseñado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no para mí: para otros.
Así lo manifestó Mons. Escrivá de Balaguer. Y, por otra parte, ninguno de los que le trataron de niño pensó que sería sacerdote. Pero la vocación divina fue abriéndose paso, poco a poco, sin nada aparentemente extraordinario. Esto, que ha sucedido en la historia de tantas almas, resulta especialmente providencial en el caso del que sería luego Fundador del Opus Dei, y tendría que enseñar a santificar lo habitual, lo de cada día, previniendo a los que le escuchaban contra la tentación de lo extraordinario: para el cristiano corriente, la santidad no consiste en hacer cosas raras, o difíciles, sino justamente en transformar la prosa diaria en endecasílabo, en verso heroico.
La tentación de lo extraordinario aparece en varios momentos las páginas del Evangelio. El diablo –al final del a lo largo de ayuno en el desierto– quiere apartar a Cristo de su misión redentora evitándole los padecimientos humanos –el hambre, la sed, el dolor–, con los que justamente llevaría a cabo la Redención de los hombres. Pero no es sólo Satanás. Los parientes de Jesús quieren que vaya con notoriedad a Judea, en la Fiesta de los Tabernáculos. Y sus propios discípulos le incitan a hacer algo que llame la atención de las gentes. Cuando Juan y Santiago le piden que baje fuego del cielo y devore a los habitantes de aquella ciudad de Samaria, el Señor tiene una vez más que reprimir su tentación de apoyarse en lo anormal: “No sabéis a qué espíritu pertenecéis”. Y así hasta el momento dramático del Calvario, cuando los príncipes de los sacerdotes y los escribas se burlan de Él diciéndole que descienda de la Cruz, y creerán en sus palabras. Cristo rechaza la tentación: redime al género humano con el dolor y la muerte, no con éxitos espectaculares. Qué sentido hubieran tenido, en otro caso, sus treinta años de vida oculta y de trabajo en Nazareth.
Dios se sirve de sucesos corrientes para atraer las almas a su amor. En ocasiones hace grandes milagros, que pasan inadvertidos a la mirada humana. Pero el mayor milagro sigue siendo el camino habitual, sencillo, de su providencia ordinaria. Por estos senderos se abrió paso la vocación de Josemaría Escrivá de Balaguer. Muchas veces lo repetiría a los socios de la Obra, también para prevenirles contra la tentación de lo espectacular, de lo fulgurante:
–Acuden a mi pensamiento tantas manifestaciones del Amor de Dios en aquellos años de mi adolescencia, cuando barruntaba que el Señor quería algo de mí, algo que no sabia lo que era. Sucesos y detalles ordinarios, aparentemente inocentes, de los que Él se valía para meter en mi alma esa inquietud divina. Por eso he entendido muy bien aquel amor tan humano y tan divino de Teresa del Niño Jesús, que se conmueve cuando por las páginas de un libro asoma una estampa con la mano herida del Redentor. También a mí me han sucedido cosas de ese estilo, que me removieron y me llevaron a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión y a la penitencia.
Hacía considerar este modo divino de proceder, ante el caso de personas que ofreciendo signos claros de que Dios les llamaba, tenían miedo, o les faltaba generosidad. Una vez más lo plantearon en Buenos Aires en 1974. Alguien amigos suyos, a los que sólo parecía faltar un empujón chico, chico...
–No seré yo quien se lo dé... Porque la vocación al Opus Dei es divina. Y porque, hijo mío, yo... me resistí lo que pude. Mea culpa, mea culpa. Me resistí. Yo distingo dos llamadas de Dios: una al principio sin saber a qué, y yo me resistía. Después..., después ya no me resistí, cuando supe para qué.
Dios fue preparándole de una manera progresiva, en contra, incluso, de su personal inclinación y de sus propios planes:
Recuerdo que, cuando cursaba el bachillerato, estudiábamos latín en el colegio. A mí no me gustaba; de una manera necia –¡estoy ahora tan dolido de eso!– decía: el latín, para los curas y los frailes... ¿Veis que estaba bien lejos de ser sacerdote?
El 1 de julio de 1974, en Santiago de Chile, el Fundador del Opus Dei alentaba a un grupo numeroso de personas a luchar por Jesucristo y a llevar a Dios muchas almas. Y, para que supieran vencer posibles cobardías, o falsos respetos a la libertad ajena, concluía: A mí, Jesucristo no me pidió permiso para meterse en mi vida. Si a mí me dicen, en ciertos tiempos, que iba a ser cura... ¡Y aquí estoy!
Muchas veces reiteró esta idea: Nunca pensé en dedicarme a Dios. No se me había presentado el problema, porque pensaba que eso no era para mí. Pero el Señor iba preparando las cesas, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño y mis errores de adolescente...
Un día de fuerte helada, en pleno invierno de Logroño, Josemaría –aún adolescente– vio las huellas de los pies descalzos de un Carmelita sobre la nieve. Estas huellas removieron su corazón, que se encendió en deseos de un amor grande. Ante el sacrificio, por amor de Dios, de aquel fraile, Josemaría se preguntaba qué hacía él por su Dios.
Sintió Josemaría estos barruntos del Amor cuando tenía quince o dieciséis años. A la vez, se daba perfectamente cuenta de que el Señor quería algo de él, pero no sabía qué era. En aquellos días de invierno, en los primeros meses de 1918, fui a charlar en varias ocasiones con el P. José Miguel, uno de los frailes que vivían al lado del Convento de las Carmelitas descalza, y atendían su iglesia.
Después, Josemaría pensó ser sacerdote. ¿Por qué me hice sacerdote?, se preguntaría años más tarde: Porque creí que así sería más fácil cumplir una voluntad de Dios, que no conocía. Desde unos ocho años antes de mi ordenación la barruntaba, pero no sabía qué era, y no lo supe hasta 1928. Por eso me hice sacerdote.
Fue constante desde entonces su oración por aquello que aún ignoraba. En su alma cuajaría con los años un clamor hecho de jaculatorias: Domine, ut sit! Domina, ut sit! (Señor, Señora, ¡que sea!). Y exclamaría, como cantando, aquellas palabras del Señor: Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? (“Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?”). La respuesta se imponía inequívoca: Ecce ego, quia vocasti me! (“Aquí estoy, porque me has llamado”).
Josemaría habló con su padre. Don José Escrivá oyó, sorprendido, sus confidencias. Como siempre había aceptado dócilmente la Voluntad de Dios, respetó y amó el camino que el Señor trazaba para su hijo. Le debió costar mucho, porque él tenía otra idea, pero favoreció la decisión: A él le debo la vocación, observaría siempre el Fundador del Opus Dei.
La Baronesa de Valdeolivos detalla una anécdota que sucedió en el verano de 1919. Don José Escrivá fue a Fonz para payar unos días con sus hermanos y les enseñó fotografías de sus hijos: de Santiago, que acababa de nacer –”éste es el benjamín”, señalaba–, de Carmen y de Josemaría. Se le notaba muy orgulloso de ellos. Y mostrando una foto de Josemaría, anunció pensativo: –Este me ha dicho que quiere ser sacerdote, pero a la vez va a estudiar para abogado. Nos costará un poco de sacrificio.
Por su parte, el propio Fundador del Opus Dei contaría:
Un buen día le dije a mi padre que quería ser sacerdote: fue la única vez que le vi llorar. Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me dijo:
–Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré.
Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño.
La colegiata de Logroño –llamada vulgarmente “La Redonda”– es hoy concatedral de la diócesis de Calahorra, Logroño y La Calzada. Entonces, el abad era don Antolín Oñate Oñate –más tarde nombrado chantre de Calahorra, en 1943–, una verdadera institución en Logroño.
También orientó a Josemaría, por encargo de su padre, don Albino Pajares, sacerdote castrense que estuvo destinado en Logroño desde febrero de 1917 hasta mayo de 1920.
Don Antolin y don Albino le animaron a que siguiera en su vocación y le ayudaron, como profesores, para completar los cursos de Filosofía, para profundizar en el latín y para el primer año de Teología, que hizo como alumno externo en el Seminario de Logroño. El Fundador del Opus Dei estuvo siempre muy agradecido a estos dos sacerdotes.
Sabemos, sin embargo, que no le interesaba la carrera eclesiástica; no le atraía ser cura, en el sentido usual que el término tenía entonces para el gran público: Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura, que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así.