En el Opus Dei no se distingue entre fieles laicos y ordenados, porque, como explica san Josemaría, “en la Obra no hay dos clases de socios, clérigos y laicos: todos son y se sientes iguales, y todos viven el mismo espíritu: la santificación en el propio estado” (Conversaciones, n. 69).
Filiación divina
«La filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei», afirmaba san Josemaría (Es Cristo que pasa, n. 64). El bautismo nos hace hijos de Dios en Cristo, e inaugura una relación basada en la confianza en Dios, la sencillez en el trato con Él y con los demás, un profundo sentido de la dignidad de la persona y de la fraternidad entre los hombres, un verdadero amor cristiano al mundo y a las realidades creadas por Dios, la serenidad y el optimismo.
La formación que proporciona el Opus Dei fortalece en los fieles cristianos un vivo sentido de su condición de hijos de Dios, que impregna cada una de sus acciones y les ayuda a conducirse de acuerdo con la excelsa vocación con que han sido llamados (cfr. Ef 4, 1).
San Josemaría sintetizó este sentido de la filiación divina como un deseo ardiente y sincero, tierno y profundo a la vez de imitar a Jesucristo como hermanos suyos, hijos de Dios Padre, y de estar siempre en la presencia de Dios; filiación que lleva a vivir vida de fe en la Providencia, y que facilita la entrega serena y alegre a la divina Voluntad.
Unidad de vida o Coherencia de vida
“Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4, 5), dice san Pablo para describir la realidad de la vida cristiana: la vida de los seguidores de Cristo es, y debe ser, una sola vida, única, unitaria. Se trata de “una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales” (Amigos de Dios, n.165).
Para no disociar la relación con Dios de su comportamiento en el trabajo, la familia y las relaciones sociales –error que señaló la Constitución Gaudium et spes (n. 43)–, san Josemaría predicaba con fuerza: “no hay –no existe– una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste” (Amigos de Dios, n.165).
La formación que se imparte en la Obra conduce a orientar a Dios, a través del cumplimiento de los propios deberes, las estructuras de la sociedad; a luchar por mantener siempre “una unidad de vida, sencilla y fuerte, en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones” (San Josemaría).
La confianza en el Señor y la sinceridad –con la ayuda del examen de conciencia y la dirección espiritual personal– ayudan a crecer en esta coherencia de vida. Así es posible superar las discrepancias entre lo que Dios pide y el propio querer y obrar.
Santificación del trabajo
«La santificación del trabajo ordinario es el eje de la santificación en medio del mundo. San Josemaría recordaba que santificar la propia tarea es la condición previa para el apostolado según el espíritu del Opus Dei: un trabajo llevado a cabo con perfección humana y cristiana.
»Dios quiere que trabajemos bien para ocuparnos del mundo que Él mismo creó (cfr. Gn 1, 27 y 2, 15) y dirigirlo hacia Él (cfr. Jn 13, 32), por medio de una labor llevada a cabo con orden, intensidad, constancia, idoneidad, espíritu de servicio y colaboración con los demás. Trabajar por amor a Dios y deseo de servir a todos los hombres, poniendo en juego las virtudes y, especialmente, la caridad: en definitiva, un trabajo santificado y santificador.
»Fruto directo de la coherencia de vida y del trabajo santificado será el apostolado. “Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional” (Es Cristo que pasa, n. 122)».
Piedad que se alimenta de la doctrina
San Josemaría enseñaba que la piedad es el remedio de los remedios: una piedad honda, “doctrinal”, pues sin doctrina la vida de intimidad con Jesucristo se vuelve superficial y sentimental.
Doctrina y piedad no pueden existir separadamente: se necesita doctrina para alimentar la piedad, y piedad para vivificar la doctrina. De esta manera, el cristiano inmerso en las actividades temporales cuenta con un bagaje suficiente para alimentar su vida de oración, y a la vez para responder a quien le pida razón de su esperanza (cfr. 1 Pe 3, 15), en los distintos desafíos de la vida social y profesional. “Cuídame, aunque te caigas de viejo –concluye san Josemaría– el afán de formarte más” (Surco, n. 538).