Hoy nos acompañan el Padre Cristián Sahli y la historiadora María Luisa Harrison. En los últimos años, ambos han investigado sobre la historia del Opus Dei en Chile, desde sus primeros pasos en 1950. En este episodio, exploraremos cómo aquel pequeño comienzo —la llegada de un sacerdote y la apertura de las primeras residencias universitarias— dio origen a múltiples proyectos con impacto social, humano y espiritual en todo el país.
Para comenzar, nos gustaría que nos cuenten sobre los inicios del Opus Dei en Chile. ¿Qué historia hay detrás de la llegada de sus primeros miembros al país?
María Luisa: La llegada del Opus Dei a Chile en 1950 no fue algo repentino, sino el resultado de varios años de gestiones, viajes y encuentros que fueron preparando el terreno para su llegada.
Todo comenzó en septiembre de 1946, cuando el sacerdote Raúl Pérez-Olmedo, vice-asesor general de la Acción Católica en Chile, acompañó al arzobispo de La Serena, monseñor Alfredo Cifuentes, en un viaje a Roma. Allí se reunieron con monseñor Giovanni Battista Montini, entonces colaborador de la Secretaría de Estado y futuro papa Pablo VI. Montini les sugirió que se pusieran en contacto con don Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, para atender algunas necesidades espirituales de la Iglesia chilena.
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A su regreso, monseñor Cifuentes visitó Madrid y se acercó a la residencia del Opus Dei en la calle Diego de León. Fue invitado a comer en varias ocasiones y, en uno de esos almuerzos, el 15 de diciembre de 1946, compartió mesa con el obispo de Madrid, monseñor Leopoldo Eijo Garay, y con varios miembros de la Obra, entre ellos, muy probablemente, Adolfo Rodríguez, que aún no era sacerdote.
El obispo chileno quedó muy entusiasmado y deseaba que la Obra llegara cuanto antes a su país. Poco después, Raúl Pérez-Olmedo volvió a Diego de León para coordinar cómo podrían apoyar la llegada del Opus Dei a Chile, y señaló que, al volver a su país, el cardenal José María Caro enviaría una carta oficial solicitando la labor de la Obra. Así sucedió.
En 1948, Pedro Casciaro y otros dos miembros del Opus Dei viajaron a Chile para explorar las posibilidades concretas. Durante su estancia se reunieron con obispos, rectores de universidades y figuras del mundo cultural, quienes mostraron gran interés por la llegada de la Obra y la creación de residencias universitarias con un ambiente familiar y formativo.
Con estas señales positivas y tras evaluar la situación, don Josemaría Escrivá decidió enviar a Adolfo Rodríguez Vidal, que llegó a Chile el 5 de marzo de 1950. Desde ese momento, la Obra comenzó su trabajo en el país, con una misión clara: ofrecer a los jóvenes un entorno seguro, familiar y formativo que los ayudara a desarrollarse plenamente durante su vida universitaria.
Padre Cristián, usted escribió un libro sobre el sacerdote Adolfo Rodríguez Vidal titulado ¿Te atreverías a ir a Chile? ¿Podría contarnos quién era don Adolfo?
Adolfo Rodríguez Vidal nació en Tarragona, España, el 20 de julio de 1920. Desde joven destacó por su formación académica: estudió en el colegio de los Jesuitas de Sarriá en Barcelona entre 1931 y 1936 y, tras la Guerra Civil Española, cursó dos carreras universitarias: fue parte de la primera generación de ingenieros navales de España y estudió Ciencias Exactas.
Su camino espiritual comenzó muy temprano: el 20 de julio de 1940 pidió la admisión en el Opus Dei como numerario en una conversación personal con san Josemaría Escrivá. En octubre de 1946 recibió el llamado al sacerdocio, y el 25 de abril de 1948 fue ordenado sacerdote en la iglesia del Espíritu Santo en Madrid.
Su vinculación con Chile surgió poco después: mientras estaba en Barcelona, recibió una carta de san Josemaría fechada el 18 de enero de 1950, preguntándole si se atrevía a ir a Chile para comenzar la labor del Opus Dei. Su respuesta fue inmediata y afirmativa, y aterrizó en Santiago el 5 de marzo de 1950. Desde ese momento, dedicó su vida a desarrollar el Opus Dei en Chile, promoviendo el mensaje de ayudar a las personas a vivir una vida plenamente cristiana sin modificar su vida cotidiana, su trabajo ni sus afanes. Su enfoque siempre estuvo en la persona común y corriente, en la vida real de chilenos y chilenas.
¿Cuáles fueron los principales desafíos de esos comienzos?
Padre Cristian: El primer gran desafío para don Adolfo fue llegar solo a un país desconocido, a la espera de que algunos laicos vinieran más adelante, una vez que él hubiera tanteado el terreno y encontrado oportunidades de trabajo para ellos. Hay que tener en cuenta que, en 1950, Chile era un país muy lejano y desconocido para un europeo.
Otro obstáculo importante fue la pobreza y la necesidad constante de conseguir recursos para sostener la residencia universitaria, que se inauguró apenas días después de su llegada. Firmó el contrato de la vivienda el 28 de marzo de 1950, y pronto se dio cuenta de que las mensualidades de los estudiantes no alcanzaban: necesitaba reunir unos 10.000 pesos mensuales, que en ese tiempo era una suma considerable. Buscó consejo antes de actuar.
A pesar de esto, asumió la responsabilidad con alegría y generosidad, pensando siempre en el bien humano y espiritual de los estudiantes. Incluso, cuando a fines de 1950 los residentes se fueron de vacaciones y los problemas económicos se hicieron más agudos, él conservaba la alegría y la serenidad. En su diario anotó, con un toque de humor, una anécdota sobre su primer almuerzo en Santiago:
“Hoy me ocurre una cosa graciosa en el almuerzo que, aunque sea un chiste muy viejo, es histórico. Se me acabaron las provisiones y entré a un restaurante ni lujoso ni miserable. Me dicen los platos y pido un ‘bistec a lo pobre’, sin saber qué era, guiándome por el nombre, y como entrada un par de huevos a la copa. Cuando me sirven, veo con horror que es un enorme pedazo de carne con abundantes papas fritas y ¡dos huevos fritos! Total: cuatro huevos en un almuerzo… y además me salió un ojo de la cara. ¿Por qué lo llamarán ‘a lo pobre’?”
María Luisa: En paralelo, el interés de algunos eclesiásticos chilenos por la llegada del Opus Dei estaba vinculado con la necesidad de residencias universitarias católicas para estudiantes de provincia. Esto explica la premura de Rodríguez Vidal por encontrar un lugar y abrir la residencia apenas un mes después de su llegada, el 4 de abril de 1950, con recursos limitados.
Para ayudar en esta tarea contó con el apoyo de Raúl Pérez-Olmedo, quien atendía pastoralmente a un grupo de estudiantes y colaboró en la apertura de la residencia universitaria. Aun así, los problemas económicos eran frecuentes, y don Adolfo buscó trabajos adicionales para sostener la residencia. Entre ellos, dio clases de Ingeniería Naval en la Universidad de Chile, gracias a las recomendaciones del ingeniero Raúl Mardones, quien había conocido el Opus Dei algunos años antes en Londres.
Todo esto revela no solo la determinación y generosidad de don Adolfo, sino también su capacidad para adaptarse, generar confianza y transmitir el mensaje del Opus Dei de manera cercana y efectiva, incluso en un país tan distante y diferente al suyo.
Después de la llegada del Padre Adolfo, ¿cuándo llegaron las mujeres y hombres de la Obra a Chile? ¿Qué papel desempeñaron en la consolidación de la Obra?
Padre Cristián: Tras un largo ejercicio de paciencia del padre Adolfo, que se extendió por un año y tres meses, llegó al país Francisco Santamaría, a quien llamaron Pancho. Ayudó a don Adolfo como director de la residencia universitaria y consiguió trabajo en el laboratorio de la Escuela de Farmacia del Pedagógico. A las pocas semanas llegó un joven estudiante, José Enrique Diez, quien fue el alma del apostolado con la juventud y comenzó a estudiar Derecho. Al poco, complementó con la de Ingeniería Comercial (administración de empresas) y se ocupó de las gestiones de administración del Opus Dei en Chile.
El 18 de mayo de 1952 llegó Manuel Solá, quien constituyó junto a otros dos españoles una sociedad llamada DILE (Distribuidora del Libro Español). Luego trabajó en la Librería Proa. Los cuatro fueron un apoyo para el desarrollo de la Obra en el país. Francisco y Manuel, eso sí, dejaron el Opus Dei algunos años más tarde.
La llegada de las mujeres de la Obra fue posible a partir de 1953. Llegaron el 9 de noviembre. Eran cuatro: Dorotea Calvo, María Patrocinio Ilarraz, Petra Angulo Álvarez y Rosario Gómez Antón. Don Adolfo había manifestado en variadas ocasiones su deseo de que vinieran. Ya a mediados de 1951 don Adolfo había escrito a san Josemaría: “Cada día las necesitamos más, pero hoy por hoy, mientras no se arregle la cuestión económica, no veo posibilidad de que vengan las nuestras”. Desde el principio comenzaron tareas de formación como la Escuela Hogar Lar, más tarde una residencia para universitarias y se ocuparon de la administración doméstica de los centros de la Obra.
¿Cuándo comenzaron a surgir las primeras vocaciones chilenas y qué factores ayudaron a que se sintieran llamados a este camino?
Padre Cristián: Las vocaciones tardaron tiempo, y exigieron fe, oración y trabajo a los miembros del Opus Dei. El primer supernumerario de Chile fue un boliviano, llamado Mario Basaure, en julio de 1953. En noviembre pidieron la admisión el matrimonio de Eduardo Infante y Marita Tezanos Pinto. La primera vocación célibe que cuajó en el ámbito masculino fue Juan Cox, quien primero pidió la admisión como supernumerario y luego se decidió a acoger el don del celibato como numerario a fines de julio de 1954. La primera numeraria chilena es Elena Wielandt quien fechó su carta de petición de admisión el 14 de febrero de 1955.
Pienso que los factores para que se sintieran llamados fueron, además de la gracia de Dios, el ejemplo de entrega de los primeros, la fidelidad a Dios y al fundador, el espíritu de familia cristiana, la alegría en la pobreza y la convicción de que el Opus Dei era un querer divino que debía realizarse en esta tierra.
¿Cuáles fueron las primeras actividades del Opus Dei en Chile?
Desde el comienzo, se puso mucho foco en el mundo universitario y en la formación de jóvenes. Como se mencionó anteriormente, apenas un mes después de llegar, en 1950, se abrió la primera residencia para estudiantes llamada Alameda, en Santiago. Emulando a las residencias universitarias que ya se habían puesto en marcha en España y en otros países, Alameda no era solo un lugar para vivir: se quería crear un ambiente familiar, de estudio y también de formación espiritual. Ahí se organizaban charlas culturales, debates sobre temas de actualidad e incluso conferencias con intelectuales de la época.
Pocos años más tarde, en 1955, se abrió también una residencia universitaria femenina, llamada Moneda, en el centro de Santiago. El espíritu era el mismo: dar a las jóvenes un espacio de estudio y convivencia que fuera algo más que un simple pensionado.
En paralelo, se impulsaron otras iniciativas muy ligadas a la promoción social y educativa. Un buen ejemplo fue Fontanar, una institución de formación técnica para trabajadoras. También surgió el Policlínico El Salto, que comenzó como centro de apoyo a las familias de Recoleta ofreciendo cursos y acompañamiento espiritual, y luego se consolidó como un espacio de atención médica integral, incluyendo salud mental, rehabilitación de drogas y alcoholismo, con atención gratuita a la comunidad.
Y en el campo, nació la Escuela Agrícola Las Garzas, dirigida al sector rural y enfocada en capacitación agrícola para jóvenes de bajos recursos. Las Garzas buscaba ofrecer formación práctica y teórica en explotación agrícola y crianza de animales, junto con actividades culturales, deportivas y atención espiritual. Con el tiempo, se consolidó como un centro de educación agrícola moderna y de calidad.
Más adelante, estos proyectos se diversificaron, pero mantuvieron un objetivo común: ayudar a las personas a crecer humana, profesional y espiritualmente. Hoy, esas primeras iniciativas se proyectan en todo Chile a través de programas educativos, de apoyo a la familia y de atención a quienes más lo necesitan, siempre con un enfoque integral que une formación profesional, humana y espiritual.
María Luisa: De igual forma, es importante conocer otras iniciativas que nacieron de las inquietudes de diversas personas y grupos de familias que eran parte o conocían el Opus Dei. Ellos decidieron formar colegios en los cuales dar una sólida formación académica a niños y jóvenes, junto a la formación espiritual de la Obra. Nos referimos a los colegios Los Andes para mujeres y Tabancura para hombres, que fueron los primeros. Los seguirían en el tiempo el colegio Huelén y Cordillera y en fechas mucho más recientes, Los Alerces y Huinganal. Sin embargo, este interés no se limitó únicamente a estos casos. En zonas más pobres de la capital, la Fundación Nocedal fue responsable de los colegios Nocedal, Almendral, Puente Maipo y Trigales de Maipo, que se ubican en Puente Alto y Bajos de Mena. Su propósito es ayudar a romper el círculo de la pobreza entregando educación de excelencia, formación humana y espiritual.
El mismo espíritu ha animado a grupos de familias y laicos a fundar colegios en otras regiones del país, en los que también se prepara académica y espiritualmente a la juventud. Ejemplos de ello son los colegios Albamar y Montemar, en Viña del Mar, y Pinares e Itahue, en Concepción.
Junto a lo anterior, han surgido muchas más iniciativas en favor de la familia y otras actividades que no alcanzamos a nombrar aquí por temas de tiempo y espacio. Todas ellas reflejan la libertad y el interés de las personas que forman el Opus Dei por dar respuesta a las diversas necesidades de la sociedad.
Padre Cristián, cuando vemos hoy la labor apostólica que don Adolfo comenzó prácticamente solo y sin recursos, es natural preguntarse: ¿cuál fue el secreto de su éxito?
Primero, la seguridad de cumplir la voluntad de Dios. Don Adolfo estaba convencido de que, a través de sus esfuerzos cotidianos, grandes o pequeños, estaba colaborando para que un designio divino se hiciera realidad. Sabía que su trabajo traería paz y felicidad a muchas personas, y que su misión tenía un sentido profundo, más allá de los obstáculos que encontraba a diario.
Segundo, la fortaleza. Durante más de un año, don Adolfo era la única persona del Opus Dei en este país hasta que llegó la compañía de otros miembros del Opus Dei. En una carta fechada el 1 de abril de 1951, escribía:
“Dios sabe hacer las cosas, y cuando quiere que participemos un poco de su cruz lo dispone todo de forma que a fuerza de cosas pequeñas y de ‘coincidencias’ lleguemos a sentir el peso. (…) En este mes de marzo que ahora acaba he tenido los problemas y los dolores de cabeza mayores desde que estoy en Chile…”
A pesar de los desafíos, nunca se dejó abatir ni desanimar. Su fortaleza no era fría; era una fuerza serena, que se apoyaba en la confianza de que Dios guiaba cada paso.
Y tercero, la confianza en el fundador, san Josemaría Escrivá. Esa confianza se refleja en una carta que don Adolfo escribió en 1950:
“Cuando empiezo a impacientarme y pienso que esto no se acaba de arrancar… llegan cartas de Roma y de Madrid y sus palabras me devuelven la serenidad. Me voy convenciendo de que el clima de urgencia que se vivía en Europa –deprisa, deprisa, al paso de Dios– aquí ha de ceder el puesto a eso también tan nuestro: ‘alma, calma’. Estoy dispuesto, con la ayuda de Dios y con la compañía que me hacen todos, a aguantar tranquilo y alegre todo el tiempo que haga falta.”
Estas tres virtudes —fe, fortaleza y confianza— fueron la base de su labor en Chile. Y los frutos de ese trabajo, que comenzó en la residencia universitaria de la Alameda y se expandió a escuelas, centros de formación y obras sociales, hoy se ven en todo el país.
Su vida estuvo marcada por la constante entrega a la Iglesia. Fue llamado al episcopado por san Juan Pablo II en 1988 y se convirtió en obispo de la diócesis chilena de Santa María de Los Ángeles. Renunció en 1994 por enfermedad y falleció en 2003, dejando un legado espiritual y educativo inmenso. En 2017, la Conferencia Episcopal de Chile aprobó su proceso de beatificación, actualmente en curso, y hoy don Adolfo es Siervo de Dios, ejemplo vivo de cómo la fe y la entrega transforman la realidad.
