Como en una película: «Abrazar la condición de hijos»

Jesús explica la fuerza del amor divino usando una imagen con un inicio sorprendente: dos hijos que desprecian a su padre. Uno, alejándose de él y rompiendo todo vínculo familiar; el otro, viviendo junto a él, pero con el corazón en la recompensa. Solo cuando empiecen a redescubrir su verdad más íntima, se dispondrán a acoger la felicidad que buscan.

Como en una película. Jesús explica la fuerza del amor divino usando una imagen con un inicio sorprendente: dos hijos que desprecian a su padre.

Los fariseos y escribas estaban murmurando entre sí. Empezaron a hacerlo cuando Jesús había aceptado a un publicano que quería hablar con él. La primera vez que vieron algo así debieron pensar que, como Jesús no era de esa zona, podía no saber con quién se estaba encontrando; pero cuando, después de habérselo hecho notar, fue a comer a casa de otro pecador público, es fácil concluir que ya no les quedó ninguna duda: «Este no puede ser un profeta, por mucho que diga la gente». Por eso lo criticaban por lo bajo: no entendían que pasara tiempo con esas personas. Como respuesta, Jesús les contó tres parábolas para que comprendieran cómo es verdaderamente el amor de Dios.

Primero relató la del pastor que abandona todo su rebaño para recuperar su oveja perdida (cfr. Lc 15,4-7). A continuación, la de aquella mujer que revuelve y barre toda la casa hasta encontrar la dracma desaparecida (cfr. Lc 15,8-10). Y, por último, se detiene en un relato más largo y detallado: la historia de un padre que es rechazado por sus hijos (cfr. Lc 15,11-32).

Una vida que no es vida

«Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos le dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde”. Y les repartió los bienes» (Lc 15,11-12). El hijo menor reclama como un derecho algo que todavía no le pertenece. No desea esperar a recibir lo que en el futuro será suyo, y exige ahora mismo la herencia. Sin poner ninguna objeción, su padre «repartió los bienes» (Lc 15,12), todo el fruto de su trabajo. Y quizá lo hace porque sus hijos han sido el motivo de sus esfuerzos, la razón por la que ha forjado una hacienda lo suficientemente grande como para tener criados y campos en abundancia.

«No muchos días después, el hijo más joven lo recogió todo, se fue a un país lejano» (Lc 15,13). «Probablemente lejano desde un punto de vista geográfico, porque quiere un cambio, pero también desde un punto de vista interior, porque quiere una vida totalmente diversa. Ahora su idea es: libertad, hacer lo que me agrade, no reconocer estas normas de un Dios que es lejano, no estar en la cárcel de esta disciplina de la casa, hacer lo que me guste, lo que me agrade, vivir la vida con toda su belleza y su plenitud»[1].

Lejos de su hogar, durante un periodo se sentiría “feliz” malgastando «su fortuna viviendo lujuriosamente» (Lc 15,13). Finalmente tenía aquello que llevaba anhelando desde hacía tiempo. Pero, después, volvió a experimentar una sensación de soledad y aburrimiento como la que le había llevado a dejar la casa de su padre, pero esta vez mucho mayor. «Percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida no es aún la vida; más aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se aleja cada vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la esclavitud de hacer las mismas cosas»[2].

Aquel hijo había fundado toda su felicidad sobre la arena del dinero y de los placeres. Por eso, en cuanto se le acabó su patrimonio y llegó una gran hambre a aquella región, «empezó a pasar necesidad» (Lc 15,14). Así de rápida fue la transición de la euforia a la amargura. Tan desesperado estaba, que se puso a cuidar cerdos y «le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían» (Lc 15,16). Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que su nivel de vida estaba incluso por debajo del de aquellos animales. «Recapacitando, se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre!”» (Lc 15,17).

Como se observa, al hijo menor le mueve el estómago. No se detiene a pensar en la afrenta que ha hecho a su padre al reclamar la herencia antes de su muerte. Tampoco considera las consecuencias que ha tenido su pecado para otros: el dolor causado a su familia, la indignación suscitada en tantos conocidos, el mal ejemplo que ha dado y el escándalo que ha provocado… O para sí mismo: cómo ha llegado a estar en la situación en que se encuentra, cuáles han sido sus errores… Sencillamente se acuerda del pan que tomaba en casa. Y probablemente le vendrían a la memoria tantos recuerdos de su hogar: momentos de infancia, el cariño de su padre, las conversaciones con su hermano, la satisfacción por el deber cumplido después de un día de trabajo... Por eso toma una resolución: «Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”» (Lc 15,18-19).

El anhelo del padre

Su padre no había vuelto a ser el que era. Desde que su hijo menor había abandonado el hogar, seguramente aparecía triste y dolido; quién sabe qué pasaría por su cabeza y su corazón. Es muy probable que se preguntara con frecuencia: «¿Qué habrá sido de él? ¿Dónde se encontrará ahora? ¿Estará bien?». No le preocupaba tanto la afrenta que le había dirigido y que hubiese incumplido uno de los mandamientos de la ley: «Honrarás a tu padre y a tu madre». Le provocaría dolor pensar en el daño que se había causado y estaría sufriendo su hijo, las consecuencias que tendrían las acciones del muchacho en su propia vida. Porque este, al fin y al cabo, era el verdadero drama de esa situación: el mal que se estaba haciendo a sí mismo.

Todos los días subía a la terraza con la esperanza de ver a su hijo regresando por el camino. Así transcurrieron los meses hasta que, en una ocasión, vio a lo lejos una persona que se acercaba a su hacienda. Aunque por la distancia parecía imposible reconocer quién era, el padre lo tenía claro: era él. «Y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos» (Lc 15,20).

Lo más profundo del corazón del padre estaba anhelando este momento. Por eso es incapaz de contenerse. Cuando el hijo empieza su discurso preparado para obtener su perdón –«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti»–, parece que él ni siquiera le escucha. No le interesan las palabras calculadas. Lo único que desea es festejar este momento por todo lo alto: «Pronto, sacad el mejor traje y vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete» (Lc 15,22-23). No quiere que su hijo viva reprendido al recordar sus pecados pasados. De ahí que le ofrezca una acogida cálida, cómoda. «El padre podría decir: está bien hijo, vuelve a casa, vuelve a trabajar, vete a tu habitación, prepárate y ¡al trabajo! Y este habría sido un buen perdón. ¡Pero no! ¡Dios no sabe perdonar sin hacer fiesta! Y el padre hace fiesta, por la alegría que tiene porque ha vuelto el hijo»[3].

El hijo se siente sobrecogido ante semejante manifestación de amor. A pesar de saberse indigno de ser considerado y tratado como hijo, nunca había dejado de reconocer a su padre como tal. Al empezar su preparado discurso –«no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros»–, no pudo evitar empezar llamando a aquel que tenía delante como quien realmente es: «¡Padre!» En ese momento, se dio cuenta de que, aunque el hambre le había puesto en movimiento, otro era el motivo profundo que le había llevado a volver a casa: su padre siempre es padre, por mucho que él no sea digno de ser llamado hijo.

Ante el abrazo paterno, se empieza a deshacer la máscara de autosuficiencia e independencia que se había puesto al dejar el hogar. Reconoce que la felicidad de estar junto a su padre es mucho más profunda que la que pudo obtener de otros placeres. Y es también más segura, porque ni siquiera sus pecados le han impedido reconquistarla: «Sí, tienes razón: ¡qué hondura, la de tu miseria! Por ti, ¿dónde estarías ahora, hasta dónde habrías llegado?... “Solamente un Amor lleno de misericordia puede seguir amándome”, reconocías. –Consuélate: él no te negará ni su amor ni su misericordia, si le buscas»[4].

Con el corazón en el premio

Ajeno a este encuentro, el hijo mayor ha pasado, como siempre, el día en el campo. Desde que se fue su hermano menor, él ha tenido que arrimar más el hombro, y ha cargado sobre sí más responsabilidades de las que solía llevar. Sus días se pasan entre los trabajos en la finca y las responsabilidades de la casa. Con frecuencia, especialmente cuando las jornadas son más intensas y absorbentes, no puede evitar que su imaginación vuele a donde quiera que esté su hermano menor.

Quizá hace ya tiempo que decidió olvidarlo y es posible que incluso se enfade cuando su padre hace la más mínima alusión a ese hijo suyo, reprochándole que se atreva a seguir recordando a semejante desagradecido. Ve la tristeza en los ojos de su padre, pero no está dispuesto a dedicarle ni un segundo al que, según él, es la fuente de los disgustos en el hogar. Quién sabe si, a pesar de sus esfuerzos por no pensar en él, se encuentra frecuentemente fantaseando con cómo sería su vida si él hubiera tomado la decisión de marcharse. A veces, se siente culpable por desear abandonar la casa paterna porque no debería hacerlo: tiene que cumplir las expectativas que ahora recaen solo sobre él, el único hijo. Podemos imaginar que andaba inmerso en esos pensamientos en su regreso a casa cuando, al acercarse, oyó la música y los cantos. Se sorprendió y llamó a uno de los siervos para averiguar qué pasaba. «Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano» (Lc 15,27).

No daba crédito a lo que estaba sucediendo. ¿Cómo podía volver aquel que había causado tanto dolor a su familia? ¡Y encima le organizan una fiesta! Se negaba a participar en semejante locura. Y cuando su padre intentó convencerle para que entrara, el hijo estalló: «Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya» (Lc 15,29). Todo lo que durante largo tiempo había callado salió a borbotones de su alma. No puede llamar a aquel hombre padre porque no lo reconoce como tal. Él, que ha obedecido siempre para poder ser digno de ser llamado hijo de su padre, para poder vivir en la hacienda familiar como hijo del dueño, no ha recibido nada a cambio de su obediencia: «Nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos» (Lc 15,29).

El hijo mayor vivía en una lógica distinta a la de su padre. Se había comportado bien y, por tanto, merecía un premio; en cambio, su hermano, que había actuado mal –«devoró tu fortuna con meretrices» (Lc 15,30)–, merecía un castigo, y no una fiesta. En el fondo su corazón no disfrutaba del hogar paterno: su única esperanza estaba puesta en la recompensa que obtendría. Por pensar en sí mismo, tampoco fue capaz de valorar el arrepentimiento profundo que subyacía en la actitud de su hermano.

La libertad del hogar

El padre escucha con creciente tristeza las amargas protestas de su hijo mayor. Presta atención a cada una de sus recriminaciones. Le duele que su hijo amado entienda su relación con él solo en términos legales de estricta obediencia y retribución; que no haya visto el tiempo pasado en casa como una fuente de alegría. Este «puede ser también nuestro problema, nuestro problema entre nosotros y con Dios: perder de vista que es Padre y vivir una religión distante, hecha de prohibiciones y deberes»[5].

En cualquier caso, el padre decide no recriminarle su perspectiva, ni criticar su visión legalista. Tampoco minusvalora su dedicación y entrega, su fidelidad innegable y constante. No le dice: «No esperaba menos de ti», ni «Es lo que tenías que hacer». En cambio, lo que le propone es un nuevo modo de mirar su presencia en la casa paterna y de entender lo que realmente vale la pena: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). Vivir con libertad en el hogar de su padre, disfrutar de su condición de hijo, es mucho más grande que cualquier ternero cebado.

«No es emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando nuestra condición de hijos»[6]. El hijo mayor, al añorar la vida de su hermano y menospreciar su propia fidelidad, está rechazando su verdad más íntima[7]. Se encuentra, en definitiva, en conflicto consigo mismo. «Por eso, qué liberador es saber que Dios nos ama; qué liberador es el perdón de Dios, que nos permite volver a nosotros mismos, y a nuestra verdadera casa. Al perdonar a los demás, en fin, experimentamos también esa liberación»[8].

* * *

Jesús concluye la parábola abruptamente. Los fariseos y los escribas le miran intrigados, expectantes por saber cómo terminará esta historia. Muchos se han percatado de las coincidencias entre las tres parábolas: mientras la oveja y el hijo menor se pierden lejos del rebaño y del hogar, la dracma y el hijo mayor, aun estando en casa, están también perdidos. Y Dios actúa como el pastor, como la mujer, como el padre.

Algunos oyentes entienden por qué el Señor no cuenta las reacciones de los hijos. ¿Qué hizo el hijo menor al verse sobrepasado por la bondad del Padre? ¿Entraría el hijo mayor en la fiesta o se alejaría de la casa? Los publicanos y pecadores ya han respondido. Ahora les toca a los fariseos y escribas aceptar o rechazar la invitación de Jesús.


[1] Benedicto XVI, Homilía, 18-III-2007.

[2] Ibíd.

[3] Francisco, Ángelus, 27-III-2022.

[4] Forja, n. 897.

[5] Francisco, Homilía, 27-III-2022.

[6] Del Padre, Carta pastoral, 9-I-2018.

[7] Cfr. Amigos de Dios, n. 26.

[8] Del Padre, Carta pastoral, 9-I-2018.

Jaime Moya