Semana Santa con el Papa Francisco (2022)

Homilías de las celebraciones litúrgicas del Papa Francisco durante la Semana Santa: Domingo de Ramos, Jueves Santo, Viernes Santo, la Vigilia Pascual y el Domingo de Pascua.

Domingo de Ramos - Jueves Santo (Misa Crismal) - Viernes Santo / Via Crucis - Sábado Santo Vigilia Pascual - Domingo de Pascua / Bendición Urbi et Orbi


Domingo de Ramos. 10 de abril de 2022

En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús crucificado en el Evangelio se contraponen, en efecto, a las de los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el elegido!» (Lc 23,35). Lo reafirman los soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!» (v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó, repite la idea: «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo, pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito, en los propios intereses; en el tener, en el poder, en la apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la humanidad que ha crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.

Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el sálvate a ti mismo discuerda con el Salvador que se ofrece a sí mismo. En el Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores, toma la palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reivindica algo para sí; es más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí mismo. Reza al Padre y ofrece misericordia al buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la diferencia respecto al sálvate a ti mismo: «Padre, perdónalos» (v. 34).

Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un momento específico, durante la crucifixión, cuando siente que los clavos le perforan las muñecas y los pies. Intentemos imaginar el dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión, Cristo pide perdón por quienes lo están traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar toda su rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A diferencia de otros mártires, que son mencionados en la Biblia (cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni amenaza con castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en el patíbulo de la humillación, aumenta la intensidad del don, que se convierte en perdón.

Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo con nosotros. Cuando le causamos dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto, contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus llagas, de esas heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido palabras más bondadosas: Padre, perdónalos. Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos que nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz y comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y perdonarme”.

Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su mandamiento más difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en alguien que nos haya herido, ofendido, desilusionado; en alguien que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! Y también mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros, la vida o la historia. Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del odio con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a nuestro instinto rencoroso? Es una pregunta que debemos hacernos: ¿seguimos al Maestro o seguimos a nuestro instinto rencoroso? Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos comportamos con quienes nos han herido. El Señor nos pide que no respondamos según nuestros impulsos o como lo hacen los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas”. No, compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno a un hijo. No nos separa en buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos, haciéndolo sufrir. Para Él todos somos hijos amados, que desea abrazar y perdonar. Y también vemos que sucede lo mismo en la invitación al banquete de bodas de su hijo. Aquel señor manda a sus criados a los cruces de los caminos y les dice: “Traigan a todos, blancos, negros, buenos y malos; a todos, sanos, enfermos; a todos…” (cf Mt 22,9-10). El amor de Jesús es para todos, en esto no hay privilegios. Es para todos. El privilegio de cada uno de nosotros es ser amado, perdonado

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. El Evangelio destaca que Jesús «decía» (v. 34) esto. No lo dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que estuvo en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Debemos entender esto, pero entenderlo no sólo con la mente, sino entenderlo también con el corazón. Dios nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón, pero Él nunca se cansa de perdonar. Él no es que aguante hasta un cierto punto para luego cambiar de idea, como estamos tentados de hacer nosotros. Jesús —enseña el Evangelio de Lucas— vino al mundo a traernos el perdón de nuestros pecados (cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc 24,47). Hermanos y hermanas, no nos cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo, ni cada cristiano de recibirlo y testimoniarlo. No nos cansemos del perdón de Dios.

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Observemos algo más. Jesús no sólo implora el perdón, sino que dice también el motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, ¿cómo? Los que lo crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su captura, los procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su final. Y, sin embargo, Cristo justifica a esos violentos porque no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro abogado. No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte contra nuestro pecado. Y es interesante el argumento que utiliza: porque no saben, es aquella ignorancia del corazón que tenemos todos nosotros pecadores. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos olvida porqué estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a Cristo. Sí, Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos. Cristo es crucificado allí, hoy.

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta frase inaudita; pero sólo uno la acoge. Es un malhechor, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar estas palabras: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes te crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen ladrón acoge a Dios mientras su vida está por terminar, y así su vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el paraíso: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera canonización de la historia.

Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo pecado. Dios perdona a todos, puede perdonar toda distancia, y puede cambiar todo lamento en danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con Cristo siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando nuestro mundo violento, nuestro mundo herido, no se cansa nunca de repetir ―y nosotros lo hacemos ahora con el corazón, en silencio―, de repetir: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.


Jueves Santo (Misa Crismal)

En la lectura del profeta Isaías que hemos escuchado, el Señor hace una promesa esperanzadora que nos toca de cerca: «Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor, y se les dirá ministros de nuestro Dios. […] Yo les daré con fidelidad su recompensa y sellaré con ellos una alianza eterna» (61,6.8). 

Ser sacerdotes es, queridos hermanos, una gracia, una gracia muy grande que no es en primer lugar una gracia para nosotros, sino para la gente [1]; y para nuestro pueblo es un gran don el hecho de que el Señor elija, de entre su rebaño, a algunos que se ocupen de sus ovejas de manera exclusiva, siendo padres y pastores. El Señor mismo es quien paga el salario del sacerdote: «Yo les daré con fidelidad su recompensa» ( Is 61,8). Y Él, lo sabemos, es buen pagador, aunque tenga sus particularidades, como la de pagar primero a los últimos y después a los primeros. Ese es su estilo.

La lectura del libro del Apocalipsis nos dice cuál es el salario del Señor. Es su Amor y el perdón incondicional de nuestros pecados a precio de su sangre derramada en la Cruz: «Al que nos sigue amando y liberando de nuestros pecados por medio de su sangre e hizo de nosotros un reino y sacerdotes para su Dios y Padre» (1,5-6). No hay salario mayor que la amistad con Jesús, y esto no debemos olvidarlo. No hay paz más grande que su perdón y esto lo sabemos todos. No hay precio más costoso que el de su Sangre preciosa, que no debemos permitir que se desprecie con una conducta que no sea digna.

Si leemos con el corazón, queridos hermanos sacerdotes, estas son invitaciones del Señor a que le seamos fieles, a ser fieles a su Alianza, a dejarnos amar, a dejarnos perdonar; no sólo son invitaciones para nosotros mismos, sino también para poder así servir, con una conciencia limpia, al santo pueblo fiel de Dios. La gente se lo merece e incluso lo necesita. 

El evangelio de Lucas nos dice que, luego de que Jesús leyó el pasaje del profeta Isaías delante de su gente y se sentó, «los ojos de todos estaban fijos en Él» (4,20). También el Apocalipsis nos habla hoy de ojos fijos en Jesús, de esta atracción irresistible del Señor crucificado y resucitado que nos lleva a adorar y a discernir: «Helo aquí que viene con las nubes y todo ojo lo verá, también los ojos de los que lo traspasaron, y por Él todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho» (1,7). La gracia final, cuando vuelva el Señor resucitado, será la de un reconocimiento inmediato: lo veremos traspasado, reconoceremos quién es Él y quiénes nosotros, pecadores; sin más.

“Fijar los ojos en Jesús” es una gracia que, como sacerdotes, debemos cultivar. Al terminar el día hace bien mirar al Señor y que Él nos mire el corazón, junto con el corazón de la gente con la que nos encontramos. No se trata de contabilizar los pecados, sino de una contemplación amorosa en la que miramos nuestra jornada con la mirada de Jesús y vemos así las gracias del día, los dones y todo lo que ha hecho por nosotros, para agradecer. Y le mostramos también nuestras tentaciones, para discernirlas y rechazarlas. Como vemos, se trata de entender qué le agrada al Señor y qué desea de nosotros aquí y ahora, en nuestra historia actual.

Y quizá, si sostenemos su mirada bondadosa, de parte suya habrá también una señal para que le mostremos nuestros ídolos. Esos ídolos que, como Raquel, escondimos bajo los pliegues de nuestro poncho (cf. Gn 31,34-35). Dejar que el Señor mire nuestros ídolos escondidos ―todos los tenemos, ¡sin excepción!― Y dejar que el Señor mire a esos ídolos escondidos nos hace fuertes frente a ellos y les quita su poder.

La mirada del Señor nos hace ver que, en realidad, en ellos nos glorificamos a nosotros mismos [2], porque allí, en ese espacio que vivimos como si fuera exclusivo, se nos mete el diablo agregando un componente muy maligno: hace que no sólo nos “complazcamos” a nosotros mismos dando rienda suelta a una pasión o cultivando otra, sino que también nos lleva a reemplazar con ellos, con esos ídolos escondidos, la presencia de las divinas personas, la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu, que moran en nuestro interior. Es algo que se da de hecho. 

Aunque uno se diga a sí mismo que distingue perfectamente lo que es un ídolo y quién es Dios, en la práctica le vamos quitando espacio a la Trinidad y dándoselo al demonio, en una especie de adoración indirecta: la de quien lo esconde, pero escucha sus discursos y consume sus productos todo el tiempo, de manera tal que al final no queda ni un ratito para Dios. Porque él es así, avanza lentamente. 

Otra vez me referí a los demonios “educados”, de los que Jesús dice que son peores del que fue expulsado antes. Sí, son “educados”, tocan el timbre, entran y poco a poco toman posesión de la casa. Hay que estar atentos, porque estos son nuestros ídolos.

Es que los ídolos tienen algo —un elemento— personal. Al no desenmascararlos, al no dejar que Jesús nos haga ver que en ellos nos estamos buscando mal a nosotros mismos sin necesidad, y que dejamos un espacio en el que se mete el Maligno. Debemos recordar que el demonio exige que hagamos su voluntad y le sirvamos, pero no siempre requiere que le sirvamos y adoremos continuamente, no, sabe cómo moverse, es un gran diplomático. Recibir la adoración de vez en cuando le es suficiente para mostrarse que es nuestro verdadero señor y que todavía se sienta dios en nuestra vida y corazón.

Dicho esto, quisiera compartir con ustedes, en esta Misa crismal, tres espacios de idolatría escondida en los que el Maligno utiliza sus ídolos para depotenciarnos de nuestra vocación de pastores e ir apartándonos de la presencia benéfica y amorosa de Jesús, del Espíritu y del Padre.

Un primer espacio de idolatría escondida se abre donde hay mundanidad espiritual que es «una propuesta de vida, es una cultura, una cultura de lo efímero, una cultura de la apariencia, una cultura del maquillaje» [3]. 

Su criterio es el triunfalismo, un triunfalismo sin Cruz. Y Jesús reza para que el Padre nos defienda de esta cultura de la mundanidad. Esta tentación de una gloria sin Cruz va contra la persona del Señor, va contra Jesús que se humilla en la Encarnación y que, como signo de contradicción, es la única medicina contra todo ídolo. Ser pobre con Cristo pobre y “porque Cristo eligió la pobreza” es la lógica del Amor y no otra. 

En el pasaje evangélico de hoy vemos cómo el Señor se sitúa en su humilde capilla y en su pequeño pueblo, el de toda la vida, para hacer el mismo Anuncio que hará al final de la historia, cuando venga en su Gloria, rodeado de sus ángeles. Y nuestros ojos tienen que estar fijos en Cristo, en el aquí y ahora de la historia de Jesús conmigo, como lo estarán entonces. 

La mundanidad de andar buscando la propia gloria nos roba la presencia de Jesús humilde y humillado, Señor cercano a todos, Cristo doloroso con todos los que sufren, adorado por nuestro pueblo que sabe quiénes son sus verdaderos amigos. Un sacerdote mundano no es otra cosa que un pagano clericalizado. Un sacerdote mundano no es más que un pagano clericalizado.

Otro espacio de idolatría escondida echa sus raíces allí donde se da la primacía al pragmatismo de los números. Los que tienen este ídolo escondido se reconocen por su amor a las estadísticas, esas que pueden borrar todo rasgo personal en la discusión y dar la preeminencia a las mayorías que, en definitiva, pasan a ser el criterio de discernimiento, y eso está mal. Éste no puede ser el único modo de proceder ni el único criterio en la Iglesia de Cristo. Las personas no se pueden “numerar”, y Dios no da el Espíritu “con medida” (cf. Jn 3,34). 

En esta fascinación por los números, en realidad, nos buscamos a nosotros mismos y nos complacemos en el control que nos da esta lógica, que no tiene rostros y que no es la del amor, sino que ama los números. Una característica de los grandes santos es que saben retraerse de tal manera que le dejan todo el lugar a Dios. Este retraimiento, este olvido de sí y deseo de ser olvidado por todos los demás, es lo característico del Espíritu, el cual carece de imagen, el Espíritu no tiene imagen propia simplemente porque es todo Amor que hace brillar la imagen del Hijo y en ella la del Padre. 

El reemplazo de su Persona, que ya de por sí ama “no aparecer”, ―porque carece de imagen― es lo que busca el ídolo de los números, que hace que todo “aparezca” aunque de modo abstracto y contabilizado, sin encarnación.

Un tercer espacio de idolatría escondida, hermanado con el anterior, es el que se abre con el funcionalismo, un ámbito seductor en el que muchos, “más que con la ruta se entusiasman con la hoja de ruta”. 

La mentalidad funcionalista no tolera el misterio, va a la eficacia. De a poco, este ídolo va sustituyendo en nosotros la presencia del Padre. El primer ídolo sustituye la presencia del Hijo, el segundo ídolo, la del Espíritu, y este, la presencia del Padre. Nuestro Padre es el Creador, pero no uno que hace “funcionar” las cosas solamente, sino Uno que “crea” como Padre, con ternura, haciéndose cargo de sus creaturas y trabajando para que el hombre sea más libre. 

El funcionalista no sabe gozar con las gracias que el Espíritu derrama en su pueblo, de las que podría “alimentarse” también como trabajador que se gana su salario. El sacerdote con mentalidad funcionalista tiene su propio alimento, que es su ego. En el funcionalismo, dejamos de lado la adoración al Padre en la pequeñas y grandes cosas de nuestra vida y nos complacemos en la eficacia de nuestros planes. Como hizo David cuando, tentado por Satanás (cf. 1 Cro 21,1) se encaprichó en realizar el censo. Estos son lo que están enamorados de la hoja de ruta, del itinerario, pero no del camino.

En estos dos últimos espacios de idolatría escondida (pragmatismo de los números y funcionalismo) reemplazamos la esperanza, que es el espacio del encuentro con Dios, por la constatación empírica. Es una actitud de vanagloria por parte del pastor, una actitud que desintegra la unión de su pueblo con Dios y plasma un nuevo ídolo basado en números y planes: el ídolo de «mi poder, nuestro poder» [4]. Nuestro programa, nuestros números, nuestros planes pastorales. Esconder estos ídolos (con la actitud de Raquel) y no saber desenmascararlos en la propia vida cotidiana, lastima la fidelidad de nuestra alianza sacerdotal y entibia nuestra relación personal con el Señor. A lo mejor alguno podría estar pensando, pero ¿qué es lo que quiere este Obispo que hoy, en lugar de hablarnos de Jesús, nos habla de los ídolos?

Queridos hermanos, Jesús es el único camino para no equivocarnos en saber qué sentimos, a qué nos conduce nuestro corazón. Él es el único camino para discernir bien, confrontándonos con Él, cada día, como si también hoy se hubiera sentado en nuestra iglesia parroquial y nos dijera que hoy se ha cumplido todo lo que acabamos de escuchar. 

Jesucristo, siendo signo de contradicción —que no siempre es algo cruento ni duro, ya que la misericordia es signo de contradicción y mucho más lo es la ternura—, Jesucristo, digo, hace que se revelen estos ídolos, que se vea su presencia, sus raíces y su funcionamiento, y así el Señor los pueda destruir, y ésta es la propuesta: dar espacio para que el Señor pueda destruir nuestros ídolos escondidos. Y debemos recordarlos, estar atentos, para que no renazca la cizaña de esos ídolos que supimos esconder entre los pliegues de nuestro corazón.

Y quisiera concluir pidiéndole a san José, padre castísimo y sin ídolos escondidos, que nos libre de todo afán de posesión, ya que este, el afán de posesión, es la tierra fecunda en la que crecen los ídolos. Y que nos dé también la gracia de no claudicar en la ardua tarea de discernir estos ídolos que, con tanta frecuencia, escondemos o se esconden. 

Y también le pedimos a san José que allí donde dudamos acerca de cómo hacer las cosas mejor, interceda por nosotros para que el Espíritu nos ilumine el juicio, como iluminó el suyo cuando estuvo tentado de dejar “en secreto” (lathra) a María, de modo tal que, con nobleza de corazón, sepamos supeditar a la caridad lo aprendido por ley [5].

[1] Porque el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común. El Señor elige a algunos para «desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2; cf. Const. dogm. Lumen gentium, 10). «Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos» (Const. dogm. Lumen gentium, 18).

[2] Cf. Catequesis en la Audiencia general (1 agosto 2018).

[3] Homilía durante la Misa, Domus Sanctae Marthae (16 mayo 2020).

[4] J.M. Bergoglio, Meditaciones para religiosos, Bilbao, Mensajero 2014, 145.

[5] Cf. Carta ap. Patris corde, 4, nota 18.


Viernes Santo

Vía Crucis presidido por el Papa Francisco.


Sábado Santo. Vigilia Pascual

Muchos escritores han evocado la belleza de las noches, iluminadas por las estrellas. Las noches de la guerra, en cambio, están surcadas por luminosas estelas de muerte. En esta noche, hermanos y hermanas, dejémonos tomar de la mano por las mujeres del Evangelio, para descubrir con ellas la manifestación de la luz de Dios que brilla en las tinieblas del mundo. Esas mujeres, mientras la noche se disipaba y las primeras luces del alba despuntaban sin clamores, se dirigieron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Y allí vivieron una experiencia desconcertante: primero descubrieron que la tumba estaba vacía; después vieron dos figuras con vestiduras resplandecientes, que les dijeron que Jesús había resucitado; y rápidamente corrieron a anunciar la noticia a los demás discípulos (cf. Lc 24,1-10). Ven, escuchan, anuncian. Con estas tres acciones entramos también nosotros en la Pascua del Señor.

Las mujeres ven. El primer anuncio de la Resurrección no se presenta como una fórmula que hay que comprender, sino como un signo que hay que contemplar. En un cementerio, junto a un sepulcro, donde todo debería estar ordenado y tranquilo, las mujeres vieron «que la piedra estaba corrida. Cuando entraron no hallaron el cuerpo del Señor Jesús» (vv. 2-3). La Pascua, por tanto, empieza cambiando nuestros esquemas. Llega con el don de una esperanza sorprendente. Pero no es fácil acogerla. A veces —debemos admitirlo— esta esperanza no encuentra espacio en nuestro corazón. También en nosotros, como en las mujeres del Evangelio, prevalecen preguntas e incertidumbres, y la primera reacción ante el signo imprevisto es el miedo, el “no levantar la vista del suelo” (cf. vv. 4-5).

Con mucha frecuencia, miramos la vida y la realidad sin levantar los ojos del suelo; sólo enfocamos el hoy que pasa, sentimos desilusión por el futuro y nos encerramos en nuestras necesidades, nos acomodamos en la cárcel de la apatía, mientras seguimos lamentándonos y pensando que las cosas no cambiarán nunca. Y así permanecemos inmóviles ante la tumba de la resignación y del fatalismo, y sepultamos la alegría de vivir. Pero, sin embargo, esta noche el Señor quiere darnos unos ojos diferentes, encendidos por la esperanza de saber que el miedo, el dolor y la muerte no tendrán la última palabra sobre nosotros. Gracias a la Pascua de Jesús podemos dar el salto de la nada a la vida, «y la muerte ya no podrá defraudarnos más de nuestra existencia» (K. Rahner, Cosa significa la Pasqua, Brescia 2021, 28), que ha sido abrazada totalmente y para siempre por el amor infinito de Dios. Es verdad que puede atemorizarnos y paralizarnos, ¡pero el Señor ha resucitado! Levantemos la mirada, quitemos de nuestros ojos el velo de la amargura y la tristeza, y abrámonos a la esperanza de Dios.

En segundo lugar, las mujeres escuchan. Después de haber visto el sepulcro vacío, dos hombres con vestiduras resplandecientes les dijeron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Nos hace bien escuchar y repetir estas palabras: ¡no está aquí! Cada vez que creemos saber todo sobre Dios, que lo podemos encasillar en nuestros esquemas, repitámonos a nosotros mismos: ¡no está aquí! Cuando lo buscamos sólo en la emoción, muchas veces pasajera, o en el momento de la necesidad, para después hacerlo a un lado y olvidarnos de Él en las situaciones y en las decisiones concretas de cada día, repitámonos: ¡no está aquí! Y cuando pensamos que lo hemos aprisionado en nuestras palabras, en nuestras fórmulas, en nuestras costumbres, pero nos olvidamos de buscarlo en los rincones más oscuros de la vida, donde hay alguien que llora, que lucha, sufre y espera, repitámonos: ¡no está aquí!

Escuchemos también nosotros la pregunta dirigida a las mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. No podemos celebrar la Pascua si seguimos quedándonos en la muerte; si permanecemos prisioneros del pasado; si en la vida no tenemos la valentía de dejarnos perdonar por Dios, que perdona todo, la valentía de cambiar, de terminar con las obras del mal, de decidirnos por Jesús y por su amor; si seguimos reduciendo la fe a un amuleto, haciendo de Dios un hermoso recuerdo de tiempos pasados, en lugar de descubrirlo como el Dios vivo que hoy quiere transformarnos a nosotros y al mundo. Un cristianismo que busca al Señor entre los vestigios del pasado y lo encierra en el sepulcro de la costumbre es un cristianismo sin Pascua. ¡Pero el Señor ha resucitado! ¡No nos detengamos en torno a los sepulcros, sino vayamos a redescubrirlo a Él, el Viviente! Y no tengamos miedo de buscarlo también en el rostro de los hermanos, en la historia del que espera y del que sueña, en el dolor del que llora y sufre: ¡Dios está allí!

Por último, las mujeres anuncian. ¿Qué anuncian? La alegría de la Resurrección. La Pascua no acontece para consolar íntimamente al que llora la muerte de Jesús, sino para abrir de par en par los corazones al anuncio extraordinario de la victoria de Dios sobre el mal y sobre la muerte. Por eso, la luz de la Resurrección no quiere retener a las mujeres en el éxtasis de un gozo personal, no tolera actitudes sedentarias, sino que genera discípulos misioneros que “regresan del sepulcro” (cf. v. 9) y llevan a todos el Evangelio del Resucitado. Es por eso que, después de haber visto y escuchado, las mujeres corrieron a anunciar la alegría de la Resurrección a los discípulos. Sabían que podían pensar que estaban locas, tanto es así que el Evangelio dice que sus palabras les parecieron «una locura» (v. 11), pero ellas no se preocuparon de su reputación ni de defender su imagen; no midieron sus sentimientos ni calcularon sus palabras. Solamente tenían el fuego en el corazón para llevar la noticia, el anuncio: “¡El Señor ha resucitado!”

¡Y qué hermosa es una Iglesia que corre de esta manera por los caminos del mundo! Sin miedos, sin estrategias ni oportunismos; sólo con el deseo de llevar a todos la alegría del Evangelio. A esto somos llamados, a experimentar el encuentro con el Resucitado y a compartirlo con los demás; a correr la piedra del sepulcro, donde con frecuencia hemos encerrado al Señor, para difundir su alegría en el mundo. Resucitemos a Jesús, el Viviente, de los sepulcros donde lo hemos metido, liberémoslo de las formalidades donde a menudo lo hemos encerrado. Despertémonos del sueño de la vida tranquila en la que a veces lo hemos acomodado, para que no moleste ni incomode más. Llevémoslo a la vida cotidiana: con gestos de paz en este tiempo marcado por los horrores de la guerra; con obras de reconciliación en las relaciones rotas y de compasión hacia los necesitados; con acciones de justicia en medio de las desigualdades y de verdad en medio de las mentiras. Y, sobre todo, con obras de amor y de fraternidad.

Hermanos y hermanas, nuestra esperanza se llama Jesús. Él entró en el sepulcro de nuestros pecados, llegó hasta el lugar más profundo en el que nos habíamos perdido, recorrió los enredos de nuestros miedos, cargó con el peso de nuestras opresiones y, desde los abismos más oscuros de nuestra muerte, nos despertó a la vida y transformó nuestro luto en danza. ¡Celebremos la Pascua con Cristo! Él está vivo y también hoy pasa, transforma, libera. Con Él el mal no tiene más poder, el fracaso no puede impedir que empecemos de nuevo, la muerte se convierte en un paso para el inicio de una nueva vida. Porque con Jesús, el Resucitado, ninguna noche es infinita; y, aun en la oscuridad más densa, en esa oscuridad brilla la estrella de la mañana.

En esta oscuridad que ustedes viven, señor alcalde, señoras y señores diputados, en esta oscuridad de la guerra, de la crueldad, todos nosotros rezamos, rezamos con ustedes y por ustedes esta noche. Rezamos por tantos sufrimientos. Nosotros podemos darles solamente nuestra compañía, nuestra oración y decirles: “¡Valor! ¡estamos con ustedes!” Y también decirles lo más grande que hoy se celebra: ¡Christòs voskrés! [¡Cristo ha resucitado!].



Bendición Urbi et Orbi

Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!

Jesús, el Crucificado, ha resucitado. Se presenta ante aquellos que lloran por él, encerrados en sus casas, llenos de miedo y angustia. Se pone en medio de ellos y les dice: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19). Les muestra las llagas de sus manos y de sus pies, y la herida de su costado. No es un fantasma, es Él, el mismo Jesús que murió en la cruz y estuvo en el sepulcro. Ante las miradas incrédulas de los discípulos, Él repite: «¡La paz esté con ustedes!» (v. 21).

También nuestras miradas son incrédulas en esta Pascua de guerra. Hemos visto demasiada sangre, demasiada violencia. También nuestros corazones se llenaron de miedo y angustia, mientras tantos de nuestros hermanos y hermanas tuvieron que esconderse para defenderse de las bombas. Nos cuesta creer que Jesús verdaderamente haya resucitado, que verdaderamente haya vencido a la muerte. ¿Será tal vez una ilusión, un fruto de nuestra imaginación?

No, no es una ilusión. Hoy más que nunca resuena el anuncio pascual tan querido para el Oriente cristiano: «¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!». Hoy más que nunca tenemos necesidad de Él, al final de una Cuaresma que parece no querer terminar. Hemos pasado dos años de pandemia, que han dejado marcas profundas. Parecía que había llegado el momento de salir juntos del túnel, tomados de la mano, reuniendo fuerzas y recursos. Y en cambio, estamos demostrando que no tenemos todavía el espíritu de Jesús, tenemos aún en nosotros el espíritu de Caín, que mira a Abel no como a un hermano, sino como a un rival, y piensa en cómo eliminarlo. Necesitamos al Crucificado Resucitado para creer en la victoria del amor, para esperar en la reconciliación. Hoy más que nunca lo necesitamos a Él, para que poniéndose en medio de nosotros nos vuelva a decir: «¡La paz esté con ustedes!».

Sólo Él puede hacerlo. Sólo Él tiene hoy el derecho de anunciarnos la paz. Sólo Jesús, porque lleva las heridas, nuestras heridas. Esas heridas suyas son doblemente nuestras: nuestras porque nosotros se las causamos a Él, con nuestros pecados, con nuestra dureza de corazón, con el odio fratricida; y nuestras porque Él las lleva por nosotros, no las ha borrado de su Cuerpo glorioso, ha querido conservarlas consigo para siempre. Son un sello indeleble de su amor por nosotros, una intercesión perenne para que el Padre celestial las vea y tenga misericordia de nosotros y del mundo entero. Las heridas en el Cuerpo de Jesús resucitado son el signo de la lucha que Él combatió y venció por nosotros con las armas del amor, para que nosotros pudiéramos tener paz, estar en paz, vivir en paz.

Mirando sus llagas gloriosas, nuestros ojos incrédulos se abren, nuestros corazones endurecidos se liberan y dejan entrar el anuncio pascual: «¡La paz esté con ustedes!».

Hermanos y hermanas, ¡dejemos entrar la paz de Cristo en nuestras vidas, en nuestras casas y en nuestros países!

Que haya paz en la martirizada Ucrania, tan duramente probada por la violencia y la destrucción de la guerra cruel e insensata a la que ha sido arrastrada. Que un nuevo amanecer de esperanza despunte pronto sobre esta terrible noche de sufrimiento y de muerte. Que se elija la paz. Que se dejen de hacer demostraciones de fuerza mientras la gente sufre. Por favor, por favor, no nos acostumbremos a la guerra, comprometámonos todos a pedir la paz con voz potente, desde los balcones y en las calles. ¡Paz! Que los responsables de las naciones escuchen el grito de paz de la gente, que escuchen esa inquietante pregunta que se hicieron los científicos hace casi sesenta años: «¿Vamos a poner fin a la raza humana; o deberá renunciar la humanidad a la guerra?» (Manifiesto Russell-Einstein, 9 julio 1955).

Llevo en el corazón a las numerosas víctimas ucranianas, a los millones de refugiados y desplazados internos, a las familias divididas, a los ancianos que se han quedado solos, a las vidas destrozadas y a las ciudades arrasadas. Tengo ante mis ojos la mirada de los niños que se quedaron huérfanos y huyen de la guerra. Mirándolos no podemos dejar de percibir su grito de dolor, junto con el de muchos otros niños que sufren en todo el mundo: los que mueren de hambre o por falta de atención médica, los que son víctimas de abusos y violencia, y aquellos a los que se les ha negado el derecho a nacer.

En medio del dolor de la guerra no faltan también signos esperanzadores, como las puertas abiertas de tantas familias y comunidades que acogen a migrantes y refugiados en toda Europa. Que estos numerosos actos de caridad sean una bendición para nuestras sociedades, a menudo degradadas por tanto egoísmo e individualismo, y ayuden a hacerlas acogedoras para todos.

Que el conflicto en Europa nos haga también más solícitos ante otras situaciones de tensión, sufrimiento y dolor que afectan a demasiadas regiones del mundo y que no podemos ni debemos olvidar.

Que haya paz en Oriente Medio, lacerado desde hace años por divisiones y conflictos. En este día glorioso pidamos paz para Jerusalén y paz para aquellos que la aman (cf. Sal 121 [122]), cristianos, judíos, musulmanes. Que los israelíes, los palestinos y todos los habitantes de la Ciudad Santa, junto con los peregrinos, puedan experimentar la belleza de la paz, vivir en fraternidad y acceder con libertad a los Santos Lugares, respetando mutuamente los derechos de cada uno.

Que haya paz y reconciliación en los pueblos del Líbano, de Siria y de Irak, y particularmente en todas las comunidades cristianas que viven en Oriente Medio.

Que haya paz también en Libia, para que encuentre estabilidad después de años de tensiones; y en Yemen, que sufre por un conflicto olvidado por todos con incesantes víctimas, pueda la tregua firmada en los últimos días devolverle la esperanza a la población.

Al Señor resucitado le pedimos el don de la reconciliación para Myanmar, donde perdura un dramático escenario de odio y de violencia, y para Afganistán, donde no se consiguen calmar las peligrosas tensiones sociales, y una dramática crisis humanitaria está atormentando a la población.

Que haya paz en todo el continente africano, para que acabe la explotación de la que es víctima y la hemorragia causada por los ataques terroristas ―especialmente en la zona del Sahel―, y que encuentre ayuda concreta en la fraternidad de los pueblos. Que Etiopía, afligida por una grave crisis humanitaria, vuelva a encontrar el camino del diálogo y la reconciliación, y se ponga fin a la violencia en la República Democrática del Congo. Que non falten la oración y la solidaridad para los habitantes de la parte oriental de Sudáfrica afectados por graves inundaciones.

Que Cristo resucitado acompañe y asista a los pueblos de América Latina que, en estos difíciles tiempos de pandemia, han visto empeorar, en algunos casos, sus condiciones sociales, agravadas también por casos de criminalidad, violencia, corrupción y narcotráfico.

Pedimos al Señor Resucitado que acompañe el camino de reconciliación que está siguiendo la Iglesia Católica canadiense con los pueblos indígenas. Que el Espíritu de Cristo Resucitado sane las heridas del pasado y disponga los corazones en la búsqueda de la verdad y la fraternidad.

Queridos hermanos y hermanas, toda guerra trae consigo consecuencias que afectan a la humanidad entera: desde los lutos y el drama de los refugiados, a la crisis económica y alimentaria de la que ya se están viendo señales. Ante los signos persistentes de la guerra, como en las muchas y dolorosas derrotas de la vida, Cristo, vencedor del pecado, del miedo y de la muerte, nos exhorta a no rendirnos frente al mal y a la violencia. Hermanos y hermanas, ¡dejémonos vencer por la paz de Cristo! ¡La paz es posible, la paz es necesaria, la paz es la principal responsabilidad de todos!