Yo era luterana pero no practicante. Estudiaba en el Colegio Alemán en Concepción y, como era tradición en esa ciudad, en segundo medio, me confirmé. En ese momento tuve la inquietud de conocer más sobre mi religión, pero sólo creía en Dios, no en la persona de Jesús.
Le daba vueltas a la necesidad de formarme, quería aprender e interiorizar la fe, pero no asistía a ninguna liturgia. Me puse a pololear con mi marido, que es católico e iba todos los domingos a Misa por lo que empecé a acompañarlo.
Aunque nos casamos por la Iglesia, seguía sin conocer ni aprender mucho de religión. Lo que sí había comenzado a tomar un papel central en mi vida era la participación en la Santa Misa.
La enfermedad de una hija
El año 1999 nació mi hija mayor, Trini, que a los pocos meses de vida presentó una epilepsia compleja que le causó graves daños neurológicos y me obligó a estar un año encerrada en mi casa, porque no la podía dejar ni un segundo sola.
En esas circunstancias, difíciles y dolorosas para nosotros como familia, uno de mis momentos de respiro era asistir todos los lunes a un grupo que tenía una cuñada donde se leía y comentaba el Evangelio. Era lo que le daba sentido a mi semana y me oxigenaba para las dificultades y preocupaciones diarias.
La asistencia constante a esos encuentros, nos ayudó como matrimonio, ya que con la enfermedad de nuestra hija necesitábamos apoyo y permanecer unidos para que no nos afectara en nuestra estabilidad matrimonial y familiar.
Pero esos encuentros no me dejaban plena, sentía que en esa inquietud espiritual -a esas alturas grande-, algo faltaba. Me costaba mucho, por ejemplo, el acercamiento a la Virgen. Aquí pesaban mis raíces luteranas.
Para muchos luteranos, el cariño a la Virgen María no tiene importancia en el desarrollo de su fe. Casi no se ven exhibiciones de la imagen de María en la mayoría de las iglesias luteranas. Y entonces, en forma personal, comencé a relacionarme con ella; me motivaba su papel de madre que podía acogerme y ayudarme con los problemas que estaba viviendo.
El paso siguiente en este proceso de conversión se dio cuando mi hija pudo integrarse al Colegio Itahue, una institución cuya formación está encomendada al Opus Dei. Allí me puse en contacto con una amiga que comenzó a ayudarme en esta búsqueda de Dios.
En una primera etapa me cuestionaba cada paso. Pero, poco a poco, se fue dando todo para hacer mi profesión de fe a la Iglesia Católica. En este camino, tengo que reconocer que como cooperadora del Opus Dei me he aprovechado siempre de la Obra: los retiros mensuales, la orientación familiar, la dirección espiritual con el sacerdote y de la gran amistad de Mary Jane, mi amiga que me ayuda y orienta. Ella, con sus consejos y disponibilidad, me ayuda a aterrizar la fe en el día a día.
También en este proceso no puedo dejar de destacar a mi marido que siempre ha sido muy generoso y respetuoso de mi búsqueda y proceso individual.
Curiosamente mi hija Trini, con su enfermedad, fue el detonante de esta búsqueda. Si no la hubiese tenido creo que hubiese sido distinto. Es tan fácil conectarse con Dios a través del dolor, cómo te ayuda en las crisis, el cariño que comienzas a recibir... Si no hubiera dado estos pasos, creo que me perdería la mitad de estas experiencias.
Todo lo que me ocurre viene de la mano de Dios
La fe ayuda a estar siempre alegre, a encontrarle sentido a todo. Con ese foco sé que todo lo que ocurre viene de la mano de Dios, lo que ayuda a tomar decisiones, sobre todo, a servir.
El catolicismo me ha dado muchas herramientas de superación: la Misa diaria, las confesiones frecuentes, los medios de formación… Son como un espejo para conocerme más y tener conciencia de los defectos y debilidades y, lo más importante, pedirle ayuda al Señor para luchar y superarlos.
Por ejemplo, si pierdo la paciencia le pido a Dios que me la dé y me ayude a no fallar. También da una paz increíble: vivo el “hoy día” con intensidad. Si tuviera que definir la fe pienso que es como un farol prendido.
Te ayuda a conocerte a ti misma y es un puente para servir mejor a los demás. El vivir de fe ayuda a dar lo mejor de uno a diario, porque no sabemos si habrá un después.