Nunca es tarde para la misericordia

Columna de opinión de Mons. Mariano Fazio, Vicario General del Opus Dei, publicada por el diario Clarín con ocasión del cierre del Año de la Misericordia.

Decía Borges que los clásicos son libros que se leen con un previo fervor y a los que se les mantiene una misteriosa lealtad. Superan el pasar del tiempo: son actuales porque llegan al corazón de lo humano.

La Iglesia Católica está por finalizar el Año de la Misericordia. El mundo —pensarán muchos— camina por otros derroteros, pero, como lo demuestran los grandes autores, la misericordia es un valor universal.

La Divina Comedia comienza con Dante en medio de una selva oscura y su camino está interrumpido por tres fieras. Al vislumbrar una sombra —que resultará ser Virgilio—, pronuncia sus primeras palabras: “Quien quiera que seas, ¡ten misericordia de mí!”. Allí inicia su salvación: sabe que no se puede liberar solo de los peligros de la vida y acude a quien le pueda ayudar. Virgilio —un no cristiano— obrará misericordiosamente.

Tres siglos más tarde, Shakespeare afirma en El Mercader de Venecia: “La misericordia no es obligatoria; cae como la dulce lluvia del cielo sobre la tierra que está bajo ella. Es una doble bendición; bendice al que la concede y al que la recibe”. Por su parte, Cervantes, al dar consejos a Sancho para el buen gobierno de Barataria, le propone: “Aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia”.

Llegamos al XIX y sus novelas históricas. En Los novios —obra de Manzoni recomendada al niño Jorge Bergoglio por su abuela Rosa— Lucía está encerrada en el castillo del señor Sin Nombre, un ser malvado y temible. Lucía llega a su corazón e implora ser liberada: “Tantas cosas perdona Dios por una obra de misericordia”. El Sin Nombre se remueve, y pasa de una vida autorreferencial a una actitud de servicio. Libera a Lucía, aunque quien obró la misericordia fue ella con él, al devolverle la alegría de pensar en su prójimo.

De Italia saltamos a la Rusia de Tolstoi. Guerra y Paz ofrece una muestra de todas las dimensiones de la existencia. Andrés Bolkonski odia a Anatoli Kuragin, quien había arruinado la relación de Andrés con Natasha. Siente deseos de venganza. En la batalla de Borodino es herido, y lo llevan a un hospital de campaña. Se da cuenta de que el moribundo a su lado es Anatoli. Bolkonski está grave y reflexiona: “¡La misericordia, el amor al prójimo, el amor a los que nos aman, el amor a los que nos odian! —murmuró—. Debemos ser misericordiosos incluso con nuestros enemigos. Este es el amor que Dios predicó entre los hombres, el amor que me aconsejaba la princesa María y que yo no sabía comprender. Por esto siento morir. Si viviera, amaría a todos mis enemigos, pero ahora ya es demasiado tarde. ¡Ya lo sé!”.

En realidad, nunca es demasiado tarde. Pronto acaba el Año de la Misericordia. Ojalá que no se extinga esta actitud existencial, que hace que la vida de relación con los demás sea más humana que el odio, la rendición de cuentas o la sola justicia. La misericordia ennoblece y suaviza la sociedad. Para los creyentes, también la diviniza.