Hasta el último aliento ¡Adiós, padre Ernesto!

Compartimos el testimonio de Lito Sánchez, quien desde San Juan despide al P. Ernesto y agradece haber tenido la oportunidad de ser su amigo.

30 de marzo de 2005. El anciano y enfermo Papa se asoma al balcón en San Pedro, saluda tembloroso a la multitud, pero no puede hablar. Impotente por no poder comunicarse con su grey, golpea el atril. Sin pronunciar palabra, dos días antes de morir, evangeliza como nunca.

20 de febrero de 2020. El anciano y enfermo sacerdote celebra la última Santa Misa en el Oratorio del centro en San Juan, con un hilo de voz casi inaudible. Vacila, se esfuerza, se arrodilla cuando corresponde. Su cuerpo no responde, pero su piedad conmueve. Siete u ocho lo vemos, emocionados, retirarse hacia la sacristía. Intuimos que no lo volveremos a ver. Dos semanas antes de morir, nos ha evangelizado como nunca.

el Padre Ernesto respondía, a mi pregunta sobre cómo estaba: “¡Muy bien! Como diría un amigo mío, mejor sería molesto”, para luego lanzar una carcajada.

Ambos, San Juan Pablo II y Ernesto García, nos han regalado, en su momento, el más valioso testimonio que un alma enamorada de Cristo puede dar: entregarse hasta el último aliento por la porción de rebaño encomendada a sus manos.

Apenas unas pocas semanas antes, el Padre Ernesto respondía, a mi pregunta sobre cómo estaba: “¡Muy bien! Como diría un amigo mío, mejor sería molesto”, para luego lanzar una carcajada. Así era el Padre Ernesto García: cercano, fuerte, austero, preciso, piadoso, afable, sensible.

Lo vi un día, en un almuerzo durante un Curso de Retiro, llorar emocionado cuando uno leía las vicisitudes por las que atravesara San Josemaría en los primeros tiempos del Opus Dei. Lo vi en alguna tertulia con los ojos brillantes contando anécdotas de su período de convivencia con nuestro Padre. Lo vi en alguna Meditación con los ojos encendidos, reclamándose y reclamándonos más fidelidad, más entrega, más afán de almas. Lo vi infinidad de veces con los ojos puestos en el Señor, durante la Consagración, haciéndome presente la unción conmovedora con la que celebraba San Josemaría.

Pero lo que más impresionaba de su persona era su inagotable y siempre renovada urgencia por “trabajar de cura”, como le gustaba decir. De allí su impotencia durante los días en que su enfermedad le imponía reposo. Su cuerpo obedecía la orden de descansar, pero su alma se rebelaba. Él quería estar en la trinchera, ensuciándose los pies, confesando, celebrando, dictando meditaciones. Evangelizando.

lo que más impresionaba de su persona era su inagotable y siempre renovada urgencia por “trabajar de cura”

Impresionaba particularmente su piedad y debilidad por el Niño. Cada vez que alguna meditación pasaba por el pesebre, su voz varonil y recia se teñía de dulzura y mansedumbre. Toda la fuerza de su corazón entregado, toda la vitalidad de su afán apostólico, toda la energía de su alma donada se rendían ante el Dios Niño, indefenso y despojado.

Me hubiera gustado compartir muchos más años con él, pero lo que alcancé a conocer fue tanto y tan bueno que no puedo más que alzar mi voz agradecida al Señor por el don del Padre Ernesto en mi vida y en la de cada uno de los que le frecuentaron.

Fue útil. Dejó poso. Iluminó con la luminaria de su fe y de su amor. Y encendió cada camino que le tocó recorrer con el fuego de Cristo que llevaba en su corazón.

Más información

Mirá el documental Aprender a querer, en el que el padre Ernesto García relata en primera persona un encuentro con san Josemaría (min. 4:49).