La trama de una buena película suele tener momentos de conflicto. Si el protagonista no tuviera que afrontar problemas sería quizá una historia monótona y previsible. En cambio, son esos giros los que hacen que un film sea emocionante. El espectador contempla entonces cómo el actor va atravesando los diferentes contratiempos hasta alcanzar lo que tanto deseaba. Y al acabar ese proceso, que ha tenido sus altibajos, muchas veces se sentirá transformado: el personaje que comenzó la película será distinto al del final.
En la historia de cualquier persona también se dan esas situaciones de conflicto. No existen biografías sin momentos de dolor, de duda o de cansancio. Así, junto con los momentos buenos, esas circunstancias de conflicto también nos permiten crecer en los ideales que inspiran nuestra vida. El mismo Jesús quiso abrazar una experiencia similar: pasó cuarenta días de hambre y de sed en el desierto, donde sufrió las tentaciones del demonio (cfr. Mt 4,1-11).
Elegir quién queremos ser
Después de que Cristo recibiera en las aguas del Jordán una manifestación del Paráclito y del amor de su Padre, es llevado por ese mismo Espíritu al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1). En vez de abrazar el éxito fácil ante la muchedumbre del Jordán, prefirió preparar su vida pública con el sabor agridulce del abandono y de la prueba. «También Jesús fue tentado por el diablo, y nos acompaña a cada uno de nosotros en nuestras tentaciones. El desierto simboliza la lucha contra las seducciones del mal, para aprender a elegir la verdadera libertad. De hecho, Jesús vive la experiencia del desierto justo antes de comenzar su misión pública. Es precisamente a través de esa lucha espiritual que afirma con decisión qué tipo de Mesías pretende ser» [1].
Mediante las tentaciones que se puedan presentar en el día a día, también nosotros podemos afirmar con decisión quiénes queremos ser. Si Dios las permite es precisamente para que podamos descubrir nuestra verdad y purificar nuestro amor, de manera que nuestros deseos tiendan a él. «La guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes» [2].
El Señor no nos deja solos. Al mismo tiempo que experimentamos la tentación, contamos con la mano tendida de Jesús para seguir adelante. A través de esas pruebas, podemos comprender mejor quiénes queremos ser y elegir libremente los ideales que nos mueven. Cristo nos comprende mejor que nadie cuando sentimos ese dilema entre lo que queremos ser y el aparente bien que la prueba pone a nuestro alcance. La manera en que él vivió la experiencia del desierto nos podrá ayudar a ver las tentaciones con mayor realismo: no es cediendo o dialogando con ellas como encontraremos la paz, sino abrazando con decisión el amor que inspira nuestra vida.
Escuchar el hambre
Como verdadero hombre, después de haber pasado cuarenta días de estricto ayuno y profunda oración, Jesús siente hambre. No se trata de un apetito puntual, ni tampoco de una mera necesidad humana: es un hambre por la supervivencia. El Señor se encuentra en el límite de sus fuerzas humanas. Podemos imaginarlo extenuado, con la mirada recorriendo el árido e infinito paisaje, hasta que se posa en unas pequeñas rocas distantes. Y la imaginación, que siempre transforma la necesidad en sueños, quizá lo llevaría por los caminos de sus entrañables recuerdos, cuando comía los platos sencillos pero sabrosos que con tanto cariño le prepararía su madre. Es precisamente en una situación como esa cuando apareció en escena el tentador: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4,3).
Adán y Eva sucumbieron ante otra insinuación del demonio cuando se dejaron seducir por la belleza del fruto del árbol, en vez de la comunión con Dios (cfr. Gn 3,1-6). También el pueblo de Israel cayó en la desesperación en el desierto ante la falta de alimento, mientras recordaban con nostalgia las verduras que comían siendo esclavos en Egipto (cfr. Nm 11,5). Se trata de una prueba que, a fin de cuentas, lleva a meditar sobre la jerarquía de nuestro corazón y a preguntarse sobre lo que cuenta de verdad en la vida. «Superar la tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios intereses, o de ponerle en un rincón, y convertirse al orden justo de prioridades, dar a Dios el primer lugar, es un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo» [3].
Cuando la necesidad parece rebelarse en su interior y reivindicar sus propios derechos, Jesús muestra la verdadera fuente de su paz, aquello que sabe que le hace feliz: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Cristo no niega que tiene hambre. Pero no quiere satisfacerla con cualquier alimento, sino con aquello que lo sacia profundamente: ser fiel a la llamada a redimir a todos los hombres. «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34), dirá en otra ocasión a los discípulos.
El Señor revela que, cuando aparece la tentación, el primer paso es reconocerla como tal. Actuar como si no pasara nada, fingiendo que en realidad no se tiene hambre, puede provocar una tensión latente que poco a poco va haciendo desear y mirar con interés aquello que al principio se rechazaba. Por eso Dios nos invita a escuchar el hambre que tiene nuestro corazón, para no llenarlo con los primeros pedruscos que nos encontremos. A través de la experiencia de nuestra necesidad, podemos comprender un mensaje. Nos damos cuenta de que el Señor no quiere que ahoguemos esa hambre con el fruto de un árbol o las verduras de Egipto, pues apenas podrán anestesiarla. Su propuesta ante esa necesidad, más bien, es que llenemos el corazón de aquello que es realmente importante en nuestra vida: el amor a Dios y a los demás.
Abrazar la voluntad divina
El demonio no se da por vencido. Jesucristo le permite tentarlo con aún más fuerza, para que experimentemos de forma más gráfica su identificación con la voluntad de su Padre y su profunda cercanía con el hombre pecador. El tentador lleva a Jesús a lo más alto del templo. El viento golpearía su rostro desnudo y fatigado; sus pies apenas sostendrían el peso de su cuerpo tambaleante por el cansancio. Sus ojos, que en unos meses llorarían amargamente por los habitantes de la Ciudad Santa, traspasarían con su amor cada uno de los tejados y recorrerían cada una de sus callejuelas. ¿No sería ese un buen momento para revelar con toda nitidez su verdadera identidad? La estridente voz del demonio quiebra de pronto el denso silencio de la altura. «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”» (Mt 4,5).
Ante una torcida insinuación de la serpiente, Adán y Eva sospecharon de Dios. ¿Por qué no quiere que comamos de este árbol? Durante los cuarenta años en el desierto, también los israelitas desconfiaron de la libertad que el Señor les había ofrecido. ¿No era mejor nuestro pasado como esclavos a esta libertad llena de sufrimientos? En cada tentación se atisba la posibilidad de la ausencia de Dios, de su impotencia o de su lejanía. Quizá se recuerda como una compañía del pasado, que un tiempo estuvo cerca pero que ya no es real. En ocasiones es fácil reconocer al Señor cuando las cosas van bien, disfrutando las maravillas del Edén o contemplando los prodigios que realizó para liberar a Israel de la esclavitud. Pero cuando surgen los conflictos parece como si esos signos se desvanecieran: deseamos entonces una manifestación extraordinaria, más clara, de la cercanía de Dios. Podemos pensar entonces que, si no nos salva inmediatamente, en realidad no es tan buen Padre como imaginábamos.
Jesús volvería a experimentar una tentación similar poco antes de morir, cuando uno de los ladrones le dijo: «¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lc 23,39). Se trata de un razonamiento que sigue una lógica aplastante: si realmente lo puedes todo, libérate de esta situación y sálvanos. En cambio, la actitud del otro ladrón es diferente: «Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho» (Lc 23,40). No se rebela ante el destino que le espera, sino que acepta su condición. Por eso, no suplica al Señor que cambie la realidad ni que solucione ahora mismo todos sus problemas, sino que reconoce su realeza y le pide que no se olvide de él: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23,42). Su oración no fue una exigencia –demuéstrame que eres el Salvador–, sino un acto de abandono en las manos del Mesías –«¿Lo quieres, Señor?… ¡Yo también lo quiero!» [4].
«También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”» (Mt 4,7). Cristo rechazó la segunda tentación en el desierto –y también la que le dirigieron en la cruz– abrazando con aún más fuerza la voluntad de su Padre: acepta que la salvación se haga como él quiere. No quiso ponerle a prueba ni buscar atajos que aliviaran su dolor, pues sabía que él solo buscaba su bien, aunque a veces pudiera ser difícil descubrirlo. «Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto… Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan» [5].
Liberarse de los ídolos
Hay una última prueba que espera a Jesús. El demonio, astuto y perseverante, lo lleva a un monte altísimo desde el cual pueden divisarse los numerosos reinos del mundo, toda la gloria y el poder de los hombres. ¿Acaso no era el Rey del universo? ¿No había venido para aunar todos los pueblos y naciones en el reino de los hijos de Dios? Bastaría un solo gesto para que el tentador le ayudara a cumplir definitivamente su misión. «Todo esto te daré, si te postras y me adoras» (Mt 4,9). Pero las rodillas de Jesús no se doblan.
Adán y Eva, al desconfiar de Dios, prefirieron erigirse ellos mismos como dioses. También los israelitas, en su deambular por el desierto, decidieron a veces construir sus propias divinidades, a la medida de sus ilusiones y reflejo de sus propios rostros. Cada vez que el hombre desconfía de su Padre, termina adorándose a sí mismo. Y, en vez de poner su esperanza en el misterioso pero eterno poder divino, decide contentarse con su propia gloria pasajera, aunque sea menuda y se desvanezca con facilidad. Quizá el demonio no nos ofrezca hoy «todos los reinos del mundo» (Mt 4,8), pero sí pequeños reinos que tal vez deseamos secretamente en nuestro corazón, y nos convence de que eso nos hará suficientemente felices para seguir caminando. Divinizamos así realidades que no son Dios, sino «cadenas que esclavizan».
El Señor nos ha creado para que nuestros anhelos se dirijan hacia él. Estamos hechos para compartir su naturaleza divina –como pretendían Adán y Eva– y para ser felices –como buscaban los israelitas en el desierto–. Y esto implica aprender a liberarse de los ídolos que desvirtúan la senda hacia la plenitud. «El dinamismo del deseo está siempre abierto a la redención. También cuando este se adentra por caminos desviados, cuando sigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre esa chispa que le permite reconocer el verdadero bien, saborear y emprender así la remontada, a la que Dios, con el don de su gracia, jamás priva de su ayuda. Por lo demás, todos necesitamos recorrer un camino de purificación y de sanación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos podrá ya arrancar. No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura» [6].
La soberbia nos insinúa que no necesitamos al Señor. Pero Jesús no se deja engañar por el espejismo que le presenta el demonio. Sabe que a las afueras de Jerusalén, en el Calvario, se abrirán definitivamente las puertas del paraíso. Desde la cruz nos enseñará en qué consiste la verdadera felicidad: dar la vida por amor. «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”» (Mt 4,10).
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San Mateo finaliza el relato de las tentaciones señalando que el diablo se marchó y vinieron los ángeles a servir a Jesús (cfr. Mt 4,11). A veces las fuerzas del demonio parecen invencibles. Las tensiones a las que somete puede parecer que no se acaban nunca. Esto es precisamente lo que él busca: robarnos la esperanza y hacernos creer que la única salida posible es ceder a lo que él propone. En cambio, la manera en que Jesús vive las tentaciones nos muestra que ese planteamiento es equivocado y que la victoria sí es posible. Al fin y al cabo, «el diablo es el gran mentiroso, el padre de la mentira. Sabe hablar bien, es capaz hasta de cantar para engañarnos. Es un derrotado, pero se mueve como un vencedor. Su luz es brillante como los fuegos artificiales, pero no dura, se apaga, mientras que la del Señor es mansa pero permanente» [7].
Cristo puede ayudarnos a aceptar las tentaciones con serenidad y a vencer el miedo en momentos de duda y debilidad, pues sabe que ninguna acción del demonio será superior a las fuerzas humanas asistidas por la gracia (cfr. 1 Co 10,13). Jesús no dialoga en ningún momento con el tentador, imaginando qué ocurriría si aceptara alguna de sus propuestas. En cambio, corta con decisión, tomando una resolución firme. Así es como responde a las invitaciones del demonio: eligiendo el bien que pretende esconderle. No quiere alimentarse de pan, sino de la palabra divina. No quiere poner a prueba a Dios, sino que se fía de él. No quiere los reinos del mundo, sino servir solo a su Padre.
De esta manera, el Evangelio nos muestra al Señor como «el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto (cfr. Sal 95,10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina» [8]. La victoria del Señor sobre el tentador redunda también en nuestro beneficio: «Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado» (Hb 4,15). Cristo «no solo conoce en cuanto Dios la debilidad de nuestra naturaleza, sino que también en cuanto hombre experimentó nuestros sufrimientos, aunque estaba exento de pecado. Por conocer bien nuestra debilidad, puede concedernos la ayuda que necesitamos, y al juzgarnos dictará su sentencia teniendo en cuenta esa debilidad» [9].
Después de este episodio, Jesús comenzará su vida pública. En aquellos cuarenta días en el desierto quiso fortalecer su espíritu para su misión redentora, que iba a ser dura y exigente. También los desiertos que podamos atravesar en nuestra vida –tentaciones, crisis, contrariedades– nos pueden servir de impulso para madurar nuestra vocación cristiana y pueden ser un momento de gracia. Cristo nos ayudará a recorrerlos de su mano, sabiendo que en cada desierto se esconde Dios.
[1]. Francisco, Ángelus, 6-III-2022.
[2]. Es Cristo que pasa, n. 75.
[3]. Benedicto XVI, Audiencia, 13-II-2013.
[4]. Camino, n. 762.
[5]. Surco, n. 860.
[6]. Benedicto XVI, Audiencia, 7-XI-2012.
[7]. Francisco, Homilía, 8-V-2018.
[8]. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 539.
[9]. Teodoreto de Ciro, Interpretatio ad Hebraeos, ad loc.