► El hombre de Villa Tevere (Ediciones Palabra)
► Audiolibro El hombre de Villa Tevere (19 capítulos)
Pilar Urbano: “Escrivá fue un hombre con mentalidad de persona feliz”
En 1994 la periodista y escritora Pilar Urbano colgó en las librerías el retrato más realista de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Pintado con las palabras de decenas de testimonios cercanos, El hombre de Villa Tevere consiguió enfocar el perfil, la historia, la vida, la obra, el alcance, los efectos, los contrastes y la gracia que cuentan, al unísono, el paso por la tierra del fundador del Opus Dei.
Casi treinta años después, Ediciones Palabra ha cedido los derechos a la página web de la Obra, para convertir esas páginas míticas en un audiolibro. La fuerza de cada adjetivo y el ímpetu de cada acción relatada por la pluma de Urbano se convierten, ahora, en remember sonoro. En el mundo de Spotify, la biografía caleidoscópica de san Josemaría se convierte en megas para escuchar como un thriller, porque la santidad puede ser un documental maravilloso si se cuenta con las luces y las sombras de la vida real.
Para jóvenes y mayores. Para ellas y ellos. Para los de aquí y los de las antípodas físicas y espirituales. Para los del Opus Dei y para quienes nunca han conseguido hacerse una imagen mental propia entre extra de luces o extras de sombras.
Cualquiera que haya leído El hombre de Villa Tevere reconoce perfectamente el arranque. Se desliza la cámara entre las líneas de un estudio improvisado. Un fotógrafo. Posa mucho antes de Instagram un hombre que nació en 1902, falleció en 1975, fue canonizado en 2002 y sigue tintineando sonriente desde los altares de la Iglesia católica irradiando con la luz de su vida muchas buenas acciones para el mundo que colocan a Dios en el epicentro de cada paso.
Estudio de una periodista curtida frente al parque de El Retiro. Madrid. Primavera. Ella acaba de sacar libro nuevo. Esos ojos que brillan de ilusión profesional. Con este audiolibro como percha, le hacemos un traje realista a san Josemaría pensando en las audiencias de todas las generaciones, pero, sobre todo, en quienes son jóvenes más allá del carnet de identidad. Jóvenes para entender que la vida son grises y que el gris del puntomedio puede ser lo más opuesto a la mediocridad.
Se encienden la grabadora y las preguntas. Se activan los gestos de una veterana del oficio con tinta en las venas. Vibra el audio. Diría que hasta en el lenguaje corporal de Urbano hay una experta digestión del hombre de carne y hueso de Villa Tevere. El Padre. El santo. “Escrivá conecta. Escrivá percute. Escrivá remueve. Escrivá imanta un seguimiento… Es un hombre con gancho, con punch, con pegada, con empuje, con arrastre…”. Y Pilar Urbano, también.
El hombre de Villa Tevere es un retrato de san Josemaría pintado por Pilar Urbano al modo de Caravaggio. La verdad transparente de un hombre contada con sus luces y sus sombras. Con el claroscuro del contraste y el punto medio de la paradoja, que tiene mucho que ver con la virtud.
Josemaría Escrivá no fue un hombre plano. Tenía sus virtudes y sus defectos. Su lado bueno y su lado malo. Como él decía de sí mismo, era un pecador que amaba mucho a Jesucristo. Este es, quizá, el primer contraste que, en realidad, es una paradoja que no se contradice, porque todos somos pecadores, pero no todos amamos mucho a Jesucristo. Él sí.
El fundador del Opus Dei tuvo una conciencia muy aguda de que estaba hecho de pasta frágil, de barro de botijo, decía él. A mí eso me alegra mucho, porque cada vez entiendo mejor que en el cielo me encontraré con muchos congéneres: muchas botijas y muchos botijos.
En El hombre de Villa Tevere trato de retratar a san Josemaría de la manera más honesta posible. Hablo de su barro y su gracia, de su carne y de su alma, de sus pies en la tierra y de su corazón en el cielo. Hablo de un hombre, no de un hombre espiritualizado. Hablo de un hombre con su carácter que tenía que luchar contra sí mismo. Como todos. Pinto a un hombre activo, dinámico, ágil y ejecutivo que hacía, hacía y hacía. Y a la vez que hacía, rezaba, rezaba, rezaba, y amaba, amaba, amaba.
Su vida fue un caleidoscopio de cristalitos claros y oscuros. Por ejemplo: él vivía la virtud de la pobreza, no como un estatus social, sino como una manifestación práctica de su libre desprendimiento. No quería tener, porque deseaba ser esencialmente pobre. Le regalaban muchas cosas y él ni abría los paquetes.
Esa actitud libre se trasluce también en sus giras de catequesis. Le vimos hablando de Dios en tertulias con miles de personas sobre los escenarios de grandes teatros del mundo. Contrastamos la grandeza de su empuje y el alcance de su libertad. Y también le escuchamos decir de él mismo que era la persona que más obedecía en el Opus Dei. Que estaba atado a un micrófono. Que se ponía libremente a disposición de dos hijos suyos sacerdotes -los custodios, que no vigilantes- que le tenían a raya: Padre, ahora aquí; Padre, ahora allá… Esta pastilla, hay que hacer esto, y después lo otro... Quería ser muy libre y muy fiel. Era el fundador, pero él mismo defendió que se le custodiara de cerca, porque sabía que necesitaba la ayuda de todos.
En una sociedad polarizada, esto de los contrastes se puede entender mal. Podría reflejar la realidad de una persona apalancada a los extremos. ¿Podemos encuadrar esas paradojas en el ámbito de los puntos medios de la virtud?
Sí. Él no era un hombre bipolar, ni contradictorio. No era un hombre el lunes y otro el martes. ¡No! Esos contrastes de los que hablamos son el claroscuro que hace que la luz sea luz, que el blanco sea blanco y que haya más relieve.
Ejemplo: la construcción de Villa Tevere, la casa central del Opus Dei en Roma, fue una operación de once años largos y muchos millones de por medio cosechados entre ayudas, créditos y más de un quebradero de cabeza y de salud para pagar puntualmente a los obreros. A la vez, una testigo ajena a la Obra que participó en su proceso de canonización, destacó que le sorprendió cómo solía viajar con una sotana, una muda y un tintero limpio, donde había agua bendita. Y punto.
El mismo hombre que escribía en los bordes de los papeles usados y ultra reciclados para ahorrar, quería que sus hijos en el Opus Dei estuvieran siempre bien alimentados, a pesar de las necesidades. El mismo que no tenía nada, compraba en ropavejeros lo mejor para el culto y lo recordaba especialmente después del Concilio Vaticano II -mal interpretado por culpa de periodistas que fueron pésimos transmisores-, cuando algunos celebraban la misa en el mostrador de una carnicería y consagraban con champagne. Él era consciente de que Dios ama el lujo y decía que cuando los enamorados se regalaran trozos de metal, de hierro, de madera y unas piedras, eso haríamos también con Dios. Mientras se ofrezcan flores, oro, plata y piedras preciosas, así le honraremos en esta partecica de la Iglesia.
Mirando esos contrastes y con las páginas de El hombre de Villa Tevere como telón de fondo, vamos a las paradojas concretas:
Barro y gracia. Cuerpo y alma.
Escrivá fue un hombre de pasta humana, como todos. Con defectos, como todos. Era un hombre que luchaba contra su carácter, contra su disposición al pensamiento y a los juicios críticos… Pero era una persona honrada. Que pedía perdón y daba las gracias.
Era un hombre que luchaba. Él mismo comentó en más de una ocasión que le gustaban las mujeres y tenía que pelear para vivir la castidad por amor a Jesucristo. Quería ser un sacerdote casto libremente y ponía los medios. Yo misma le he oído en alguna ocasión cómo contaba que, a veces, tenía que vencerse para no volverse y mirar cuando iba por la calle y pasaba a su lado una mujer guapa. Él se fijaba mucho en los detalles, pero aprendió a no mirar calibrando. Veía un desconchón, un cuadro torcido o una ligera telaraña, pero no miraba cuando no quería fijarse en lo que no quería fijarse.
Se sentía barro y daba un gran protagonismo en su vida al poder de la gracia santificante. Él ponía de su parte -luchaba, domaba al potro, se esforzaba por ser ordenado…- y después sabía estar inmensamente a gusto en las manos de Dios.
Materialismo cristiano y hombre sobrenatural.
La primera vez que le oí hablar del materialismo cristiano fue en la homilía que pronunció en el campus de la Universidad de Navarra en octubre de 1967. Yo estaba allí y, al escucharle, pensé: ¡Qué tío más valiente! Hablaba al aire libre con mucha libertad en un contexto muy determinado. Entre otras cosas, como en ese momento reinaba un clima clerical en España, él insistía en que un cristiano no es un hombre que baja al templo con las soluciones católicas o eclesiales para los problemas de un banco, de una farmacia, o de un campo de regadío. En aquella homilía acuñó ese término de “materialismo cristiano”, que gustó mucho, sobre todo a los franceses.
En su horizonte, la vida cristiana tiene mucho que ver con espiritualizar lo material y materializar lo espiritual. Un ejemplo esencial: él veía en un hombre y en una mujer a un hijo o una hija de Dios. Dicho esto, no haría falta decir más. Veía a un hijo de Dios fuese rico, pobre, blanco, negro, amarillo o cobrizo. Fuese amigo o enemigo. Y quien ve eso, también ve más sobrenatural una mesa bien puesta, una habitación ordenada y un trabajo bien hecho. Él se acerca a Dios a través de un texto místico, y también el chaca-chaca de once años de obras en su casa.
Escrivá hablaba con frecuencia de “distracciones al revés”, de “canciones de amor humano a lo divino”… Y hablaba de eso, porque lo vivía. Paseaba por las calles y rezaba por la gente que le salía al encuentro y por los negocios con los que se cruzaba, para que fuesen limpios. Era capaz de rezar ante un sagrario, pero también en un coche, en un tren o en un tranvía. Se le escapaban frases del corazón como: “Señor, te quiero tanto como las vueltas que dan las ruedas de este vehículo”.
Su propuesta de impulsar ese materialismo cristiano tenía que ver con la ilusión por construir la ciudad de Dios en la ciudad de los hombres. Y la ciudad de los hombres puede ser, a veces, cochambrosa, detestable, escandalosa, corrupta, maloliente y hasta aborrecible. Pero ahí es donde hay que construir la ciudad de Dios. Esa es la vocación del Opus Dei. San Josemaría no se retiraba al desierto, lejos del ruido del mundo, para tratar de cerca a Dios. Su celda era la calle. Las distracciones de la vida real le ayudaban a encontrarse con Dios. Eso es lo que produce el materialismo espiritualizado.
También espiritualizaba lo material poniéndose alarmas que le encendían la presencia de Dios. Azulejos e inscripciones por su casa: “Aparta de mí, Señor, lo que me aparte de ti”, “Vale la pena, vale la pena, vale la pena” … Al cerrar una puerta o al apagar una luz, conectaba también con lo sobrenatural. Así, paso a paso, cosa a cosa, su día a día se llenaba de acciones hechas por amor a Dios y por amor a los hombres. San Josemaría era sencillamente capaz de girar un picaporte mientras le decía al Señor por dentro: “Te quiero, te quiero, te quiero”. Convertía una rutina en una industria de oración y de alabanza a Dios. Vivía y enseñaba que en las cosas más pequeñas puede haber un océano de eternidad y de amor a Dios.
Honor y humor.
Josemaría Escrivá era un hombre jovial, alegre y divertido. Cantaor con buena voz de barítono. La gente se lo pasaba muy bien a su lado, porque a su sombra se estaba muy a gusto. Si un hijo suyo en el Opus Dei estaba enfermo, le hacía el payaso y lo que hiciera falta por hacerle pasar un buen rato. Era un hombre con un cultivado sentido del humor y una evidente mentalidad de persona feliz.
No se quejaba, y podía, porque era el blanco de muchas dianas donde disparaban todos. Su costado era carne de muchas puñaladas traperas. A veces preguntaba en su oración: “Señor, ¿de dónde me escupirán hoy?”. La misión que se traía entre manos no estaba exenta de cruces. Abrir la brecha del Opus Dei no fue nada fácil. San Josemaría se encontró con mucha incomprensión y mucho corto de entendederas. Y eso que la Obra era un carisma cristiano elemental y sin complicación: lo tan real, hoy lunes. Pero muchos no entendían ni el lunes, ni el martes, ni el miércoles. Estaban obsesionados con buscar los cinco pies al gato. Le llamaron pervertidor de jóvenes y hasta masón.
Una noche, aquel hombre jovial y dinámico, ya no podía más. Le llueven los ataques de los buenos -entre muchas comillas-, o de los malos-buenos, por entendernos, y el camino se le hacía cuesta arriba. Entonces, se acercó en pijama al oratorio de la residencia en la que vivía, aquí en Madrid. Se puso a unos metros del sagrario y habló con Dios a pleno pulmón y a plena confianza: “Señor, si tú no necesitas mi honra, ¿yo para qué la quiero?”. A partir de ese acto de entrega total, su sentido del honor se convierte en sentido del humor profundo.
Fíjate que usa el verbo “necesitar”. No dice: “Si tú no quieres mi honra…”. Él se sentía un instrumento, y si Dios no necesitaba su honra, pues entonces todas las calumnias, comentaba, “me salían por una friolera”, como subrayando: ¡A mí no hay quien me quite la alegría!, que nace de saberse completamente hijo de Dios. Esa conciencia de ser y sentirse hijo de Dios le animaba a pisar fuerte. Esa filiación divina es un trazo esencial que Dios ha querido imprimir para siempre en el Opus Dei. Las personas del Opus Dei no es que sean chulas, es que se sienten hijas e hijos del Dueño. Lo ideal es que sea un trazo esencial en la vida de toda la Iglesia y en todo cristiano. Asumir que tiene un Dios padrazo es un asidero fundamental de su historia y de su santidad. A partir de ese momento, mutó por dentro. El hombre que estaba en las peores condiciones físicas, sociales, de guerra, de persecución, de tensión… de pronto se sabe y se siente hijo de Dios. Siendo buen hijo, ponía las bases para ser muy buen padre.
Alegría y contradicciones.
Añado a lo anterior que Josemaría fue un hombre que lloró mucho, porque sufrió mucho, porque amó mucho. Pero no sufría por él. Lo que le duele es el bache brutal que pasa la Iglesia tras el Concilio Vaticano II, que fue magnífico, pero fue mal interpretado por intrusos. Allí hubo incluso teólogos que se fueron hasta las fronteras, y más allá de las fronteras… Muchas grandes cabezas perdieron el seso, los conventos se vaciaron, los seminarios se cerraron a cal y canto. Se mangoneaba en la liturgia, se ridiculizaba el culto, la laxitud moral se convirtió en la tónica, cundió el desamor a la Iglesia y pululaban las críticas al Papa… y todo eso, a un sacerdote fiel que ama con locura a Jesucristo, le hizo llorar. Y también mortificarse. Y rezar. Entonces, al afeitarse, se miraba a la cara y se decía “¡Josemaría, si tú eras jovial! ¡Mira qué surcos y qué ojeras!”. Pero todo eso a él no le entristece. Le sirve de estímulo para crecerse en su afán de santidad. Da más ejemplo y más bocinazos. Construir la ciudad de Dios en la ciudad de los hombres siempre fue, es y será una tarea acuciante.
Cura y padre.
Escrivá fue un sacerdote célibe al que le tocó ser padre de muchas almas en un momento en el que ser cura era provocador. Aun así, él fue notando muy pronto que su misión sacerdotal maduraba y progresaba convirtiéndose en una vocación de paternidad, muy poco proteccionista, por otra parte. No era un padre autoritario, sino cuidadoso y cariñoso. Lo fue con sus hijos en la Obra, pero también con las personas de aquella sociedad en la que le tocó poner los primeros cimientos de su celo sacerdotal. Aquel Madrid con sus mendigas y sus mendigos, con sus enfermas y sus enfermos entre quienes cundió la oración por los primeros pasos del Opus Dei, e incluso las primeras vocaciones a la Obra.
Desde muy joven experimentó la paternidad espiritual con una madurez llamativa. Creía que todo sacerdote debía ser un padre para sus feligreses: un padre comprensivo, que exige, que acaricia, que cura. Una noche, al finalizar una tertulia con chavales veinteañeros en Roma, unos cuantos se ponen en el pasillo para despedirle a la salida. A uno de ellos le hace una señal de la cruz en la frente, mientras le dice: “Que Dios te bendiga, hijo mío. Y que te cosan el botón de la camisa”. Los contrastes, en directo.
Sacerdote y anticlerical.
Escrivá fue un sacerdote anticlerical. Lo decía él mismo, también porque en aquel contexto social había mucho clericalismo en el ambiente, al menos en España. Lo normal era que al cura se le encumbraba a los lugares de honor. Él era muy campechano y muy alérgico a los privilegios. Por entonces, eran habituales los cristianos muy metidos en las iglesias y en las rancias sacristías. Él amaba profundamente la calle. Su sacerdocio estaba muy pegado a las ilusiones y a los problemas de sus coetáneos. No tenía ningún interés por hacer carrera clerical. Quería ser un cura pelado.
Era un acérrimo defensor de que el clero se entrometa lo justo en las cuestiones civiles y de que los curas no manden, sino que sirvan. Ese anticlericalismo de Escrivá era importante en la época. Ya no tanto, porque ahora una buena parte del mundo es anticlerical, pero por enemistad.
Celibato y canonización del matrimonio.
Josemaría Escrivá era un chico de Barbastro, hijo de un tendero. Cuando se planteó ser sacerdote al contemplar la llamada de Dios, su disposición fue la de ser un instrumento. Él dijo de sí mismo que era un instrumento “inepto y sordo”. Pero no, fue útil y muy dócil. En cualquier caso, fue un buen instrumento.
En aquella época, en la propia Iglesia había cristianos de primera y de segunda. Quienes no eran curas o monjas, tenían que conformarse con salvarse como agarrados a un madero. El carisma que Dios puso en su alma venía a recordar que todos podemos ser santos: solteros y casados, hombres y mujeres, de aquí y de allá. Un vinatero honrado, una cantante de ópera, un torero, una médico, un maestro, un barrendero, una empleada del hogar, y también las dueñas del hogar. La santidad era para marquesas ricas y para hombres pobres. Incluso para periodistas, pero periodistas buenos, de los que dicen y transmiten la verdad…
Escrivá recordó al mundo que todos podemos ser cristianos de primera con aspiraciones a la santidad sin necesidad de estar todo el día en torno a un círculo piadoso. Por eso en el Opus Dei cabemos todos: de cien, los cien. Porque “Dios quiere que todos se salven, y lleguen al conocimiento de la verdad”.
¿Cómo es posible que un camino de santidad se convierta en blanco de las críticas, incluso desde dentro de la Iglesia? Puede que haya quienes pensaran que el mensaje que Dios quiso reconquistar con la Obra era ambicioso, y también puede ser que algunas personas del Opus Dei no hayan sido ejemplares. La Obra es un camino abierto a todos los que tienen esta vocación concreta, que alegra la vida, aunque sea exigente. Pero Dios no se deja ganar en generosidad.
La diferencia entre una persona del Opus Dei y un jesuita, un carmelita o un benedictino es que ellos se hacen santos a expensas del mundo, como quien se aparta al desierto, y el carisma que Dios ha querido recordar con san Josemaría, que tiene mucho que ver con el de los primeros cristianos, pivota sobre la maravilla de encontrar a Dios en las cosas de nuestra vida, en medio del mundo. En el templo y en el trabajo. En los sacramentos y en la familia. ¡Nada de desiertos! ¡Calle y semejantes! ¡Mundo sin fronteras!
Escrivá trataba a Dios por fuera y por dentro. Iba por las carreteras de Italia saludando a los sagrarios que anunciaban los campanarios, pero sobre todo le hablaba como a un huésped que lleva dentro de sí. Va de su mano interior, pero también le considera un espectador exterior, y no como el ojo del Gran Hermano, ni como un vigilante, sino como un espectador que disfruta con lo que hace su hijo Josemaría.
Se sentía mirado, sonreído, aplaudido o reprobado por el Espectador. Eso es la presencia de Dios: vivir por dentro y por fuera sabiendo que Dios está muy cerca. Tan cerca, que es un habitante en el seno de su propia esencia. Escrivá nunca se sentía solo, porque era consciente de que tenía dentro a la mismísima Trinidad. En todo este trasfondo se explica su celibato enamorado.
En aquella época -estamos hablando de los años 30 del siglo pasado, tampoco de hace tanto tiempo…- no era fácil estar casado y aspirar a la santidad. En el fondo, a estos hombres y mujeres se les animaba a cumplir el deber matrimonial, a seguir los mandamientos de la ley de Dios, a ayunar en cuaresma, y poco más. Si querían crecer más por dentro, que se hubieran hecho frailes y punto pelota... Y no. Dios, a través del Opus Dei, refresca en el seno de la Iglesia que una persona casada puede y debe ser santísima. Que ha de estar a la altura de lo que se espera de un hijo de Dios creciendo en las virtudes, decreciendo en vicios, luchando por dentro y avanzado en la identificación con Cristo, como cualquier otra persona célibe. San Isidro Labrador o santo Tomás Moro lo entendieron esto antes y muy bien. Sus trabajos, sus mujeres, sus principios, sus luchas y sus acciones buenas les condujeron a los altares siendo hombres casados. El matrimonio es un sacramento grande, tan grande que Cristo tiene su esposa en la Iglesia. La Iglesia tiene un esposo y tiene que estar a la altura del esposo, porque el esposo está a la altura de sobra.
El Señor bendijo el matrimonio con las dos manos. San Josemaría, también, y añadía: “Porque no tengo cuatro…”. Siguiendo la inspiración de Dios, el fundador del Opus Dei ayudó a desempolvar una idea primigenia: que el matrimonio también es un camino de santidad específica y concreta. No es un camino para ser beatos afincados al templo, desvirtuando su vocación. Aunque él fuera una persona célibe, impulsó en el mundo una verdad latente: que el matrimonio es un camino hacia el cielo que ilumina la vida de muchas personas.
Idealismo y realismo.
Desde 1928, san Josemaría tuvo claro que su misión era hacer el Opus Dei en la tierra. Y también tenía clarísimo algo que repetía con frecuencia: “Yo no soy fundador de nada, porque la Obra no es la obra de Escrivá, sino de Dios”. El ideal es altísimo y justifica todas las audacias de su vida y de muchas personas que convivieron y trabajaron mano a mano con él. Sabía que Dios quería que el Opus Dei fuese una realidad en los cinco continentes, y, aunque comprobaba las dificultades a diario, se puso el mundo por montera. En su lógica de actuación prima la lógica de Dios, aunque él viva con los pies en la tierra y el corazón en el cielo.
Élite profesional y periferias sociales.
En el Opus Dei, comentaba Escrivá, “hay un solo puchero” del que se alimentan todos sus hijos. El rico, el pobre, el americano y el paria. Como en la Iglesia, en la Obra se refleja también el sociodrama de nuestro tiempo, y lo normal es que se pinte como una pirámide donde hay muy poquitos ricos, muy poca élite, y mucha base de gente de fortunas modestas. Ambas realidades conviven también en el Opus Dei. Pero las dos se alimentan del mismo “puchero”, porque, como decía él, “yo tengo una familia sana” que come y bebe de la misma espiritualidad. Un solo puchero: para las élites y para el montón del coro.
Villa Tevere y Vallecas.
Pablo VI entendió bien el Opus Dei, porque el primero que fue a explicárselo fue Álvaro del Portillo -hoy beato-, antes de ser sacerdote, con su uniforme de ingeniero de Caminos. Al Pontífice le entró por los ojos, desde el inicio, que el carisma estaba dirigido a gente civil y laica, aunque también formen parte de la Obra sacerdotes diocesanos. Pero Pablo VI entendió que la Obra no giraba en torno a clérigos, sino entre gente corriente que se santificaba a través de un trabajo lo mejor hecho posible. El caso es que fue él quien animó a Escrivá a poner casa -y “casa amplia”- en Roma. Y eso hizo. En el edificio que fue embajada de Hungría, y sin un duro, después de más de once años de obras y ayudado por muchos de sus hijos y de sus hijas de entonces, se levantó Villa Tevere. Sin lujos. Con un aroma muy especial de hecho en casa y a mano. Y, a la vez, reflejando todo lo que debe manifestar la sede central de una institución como la Obra. Su nombre tiene que ver con que el río Tíber pasa relativamente cerca.
Por aquella misma época, en torno a los años 60, palpitaban también cambios incipientes en una zona de Madrid donde la ciudad cambia de nombre y pasaba a llamarse Vallecas. Ahora es una zona emergente, pero entonces era una esquina marginal. Allí, animados también por san Josemaría, algunos de la Obra y otras personas empezaron a poner en marcha cooperativas de viviendas para personas pobres impulsando y mejorando la calidad de vida, porque los de abajo no siempre tienen que estar abajo. Se levantó con el sudor de muchas frentes el colegio Tajamar. Y también andan por allí los colegios Senara y Los Tilos. Y la parroquia de san Alberto Magno, y algunas otras iniciativas de gente de la Obra y amigos que han servido para revitalizar el barrio.
En los años 60 no había dinero ni para Villa Tevere, ni para Vallecas. Pero se hizo lo uno y lo otro. Aunque había que elegir entre mal comer o mal cenar, los hombres y las mujeres del Opus Dei de entonces hicieron maravillas con su generosidad.
Roca firme y corazón de padre-madre.
El fundador del Opus Dei era una persona exigente con su santidad y la de las personas a las que quería, y muy entrañable, especialmente con quienes tenía cerca. No era el corregidor. Era un padre con un corazón que se manifestaba, particularmente, ante los enfermos.
Opus Dei y obra hecha por hombres y mujeres.
El Opus Dei es una realidad divina hecha por Mari Carmen, por Antonio, por Juan, por matrimonios diversos, o por mis propios sobrinos. Gente corriente y moliente. Con virtudes y defectos. En general, está formado por personas que quieren ser fieles a su vocación y al carisma de ser santos en medio del mundo: nel bel mezzo della strada. Para bien y para mal. Podemos dar buen ejemplo, o mal ejemplo. No somos la Trinidad Beatísima.
Para este carisma de la Iglesia, desde el principio, Dios necesita vocaciones, pero no para levantar más casas del Opus Dei, sino para ser santos. Esto nos recuerda también a los primeros cristianos, y a la pandilla de discípulos que rodeaban a Jesús: once y un traidor, más las mujeres que alborotaron al mundo con la noticia de la resurrección.
Desde el origen, la Iglesia está constituida por hombres y mujeres. Es importante que sepamos que el Espíritu Santo, que la santifica, no es ni una paloma, ni una llama de fuego, ni un dron… Es el amor de fusión entre el Padre y el Hijo. Es la pasión encarnada. El cristiano debe irradiar esa pasión, porque sin pasión sólo nos queda un churro con el que no se puede hacer palanca. Pasión es querer no tener otra meta que el cielo.
Sí. Algunas mujeres y hombres del Opus Dei, por decirlo regular, han salido ranas. Porque no han sido autoexigentes. Porque no han sido rezadores. Porque no están enamorados de Jesucristo. Por lo que sea. Ser del Opus Dei, como ser cristiano coherente fiel a la Iglesia, es una cuestión de amor. En el amor siempre se puede crecer más, y más, y más… En el cielo seguiremos amando más y más. El cielo será una locura de amor, pero el training toca aquí. Josemaría Escrivá pasó por la tierra entrenándose para el abrazo de Dios. Así veía él la muerte.
Tumba en 1975 y trascendencia de su legado en 2023.
Josemaría tuvo un destino claro desde que nació: la siembra de una espiritualidad que ayuda a muchas personas a irse al cielo siendo santos, después de ser felices en la tierra. El legado no es suyo, sino de Dios. Todos somos un pensamiento eterno de Dios, incluso más allá de la muerte, porque Dios es inmortal.
Escrivá nos ha legado una manera de amar a Dios: una espiritualidad, diría, con un estilillo. Las personas del Opus Dei no son gente con un reclinatorio en sus casas. Somos personas corrientes y currantes.
Admiradores y haters.
El fundador del Opus Dei repetía con frecuencia que lo suyo era ocultarse y desaparecer: “¡Que sólo Jesús se luzca!”. No quería espectáculo, ni ecos de sociedad, ni vanidades, ni elogios. Él se subió a los escenarios de muchas capitales del mundo para contagiar su amor a la Iglesia y decir las verdades del barquero, sobre todo después del Concilio Vaticano II, cuando había muchos perros mudos que callaban y toleraban atropellos contra la doctrina y no explicaban las cosas huyendo hacia adelante. Yo le he acompañado en alguna de esas “giras” en las que se entregaba a fondo y se sentía pagado si esas conversaciones abiertas animaban a alguna persona a acercarse más a Jesús y a los demás. Aquellos teatros y aquellos salones de actos se llenaban de admiradores y de curiosos, y muchas personas salían removidas por la gracia, porque Josemaría les hablaba como hombre de Dios. De aquellas tertulias, algunos derivaban directamente al confesonario, o a casarse, o a bautizar a sus hijos. Las palabras sinceras de Escrivá-instrumento generaban cambios, porque llevaban la gracia de Dios.
Con sus virtudes y sus defectos, era un hombre que trataba de imitar a Jesucristo. En su paternidad, se abría, y esa cercanía entrañable, veraz y sincera contagiaba una ilusión potente por el bien. Fue un buen padre porque fue un buen hijo.
Hubo gente que no quiso que se le canonizara en 2002, porque eso suponía canonizar al fundador del Opus Dei y todo un camino de santidad. En vida recibió muchos ataques y vivió en sus carnes el empeño de algunas personas por destruir la Obra. Esos puñales sobre su corazón no le llevaron ni a la tristeza, ni a la queja, sino a depender más de Dios y de las caricias de la Virgen.
La Obra ha tenido enemigos. Mi impresión es que esos enemigos que no han encontrado ninguna enemistad a este lado han sido hombres y mujeres envidiosos. ¡Si queréis un carisma, pedídselo a Dios! ¡Si quieres ser santo, ten la libertad y la bravura de serlo! ¡Si quieres tener unos dones y unas virtudes humanas espléndidas, enamórate de Jesucristo! ¿Quién te lo impide? Dios está deseando que cunda la santidad. No sé qué sentido tiene la envidia de que haya más santos y más gente buena.
Cuando se abrió el proceso de canonización de san Josemaría hubo una campaña de torpedeo, y eso que la causa contaba con no sé cuántas firmas a favor de no sé cuántos cardenales de todo el mundo. Algunas personas que habían sido de la Obra y acabaron abandonando su fe dijeron muchas mentiras. Yo esperé a que terminase el proceso para empezar a escribir El hombre de Villa Tevere. Hablé con los testigos de mil cosas concretas, tratando de aclarar las mentiras y las posverdades para contar la realidad, con sus luces y sus sombras, y aclarando los contrastes. Muchos de esos tópicos falsos los hemos superado ya, pero, bueno, poca gente no tiene nunca ningún enemigo.
Hemos hablado mucho de contrastes y de paradojas. Y, sin embargo, san Josemaría fue un hombre que vivió y predicó la unidad como prueba del algodón de la autenticidad. Su historia nos habla de una sola persona, una conducta coherente, una enseñanza acorde con su vida. Es un santo único para toda la Iglesia para el que la unidad fue una pasión dominante…
¡La unidad y la libertad! Sobre todo, la unidad con el Papa y con toda la Iglesia. Y unidad entre las personas de la Obra, como hermanos, sin predilecciones ni favoritismos. Ni peñas, ni pandillas.
¿San Josemaría es una persona solo para el siglo XX?
San Josemaría es un pensamiento eterno de Dios. Como tú y como yo.
Con lo rápido que avanzan nuestros tiempos, para algunos puede sonar a fundador o monseñor de otra época...
No creo. Para algunos cristianos, el modelo para imitar a Jesucristo puede ser san Agustín, o san Ignacio. Para un militar pueden serlo César Augusto, Napoleón o Patton. Los modelos son atemporales. Josemaría fue un chico de pueblo que descubrió la llamada de Dios después de ver las huellas en la nieve de unos pies descalzos de otro hombre de fe. La santidad tiene un efecto sobre la vida de las personas que trasciende cualquier tiempo y cualquier cálculo.
Josemaría Escrivá es una persona que atrae por su espiritualidad, que es más sencilla de lo que parece, aunque no sea fácil de entender. Es muy natural. Nada en el Opus Dei es rocambolesco. Se trata de poner bien la mesa, recoger las migas y convertir esa acción en una oración. La santidad es un ideal grande y bueno que vale la pena.
¿Este hombre de Villa Tevere habla también a los jóvenes del siglo XXI?
¿Los jóvenes del siglo XXI no tienen el derecho a ser santos? Los jóvenes del siglo XXI serán los hombres de mañana, y los abuelos y los bisabuelos de pasado mañana. Ellos también desean amar, también tienen que dar ejemplo y también cuentan con la gracia divina para irse al cielo por el camino que les haga más felices.
¿Qué ha significado este libro en tu historia?
Para mí ha sido un aldabonazo. Sentí que era bronce bruto y que debía fundirme de nuevo. Este libro me ha ayudado mucho. Durante su escritura, Dios quiso que me fuera abriendo a su pensamiento. En algunos pasajes noto yo misma el dictado de Dios. Cuando lo leo, a mí me impresiona, porque es mi letra y mi estilo; porque esos puntos-y-coma y esos estribillos son míos, pero hay un fondo latente y unas maneras de decir que las ha puesto Él.