Estefanía, de 38 años, es pediatra en un hospital público de Chile. En su trabajo, se asegura de que los niños con enfermedades terminales no oncológicas tengan la mejor calidad de vida posible. Por ello, su labor va más allá del manejo de síntomas físicos; también incluye el acompañamiento emocional y espiritual del paciente y toda su familia.
Uno de los lugares a los que también asiste para visitar a sus pacientes es Casa de Luz, de la Fundación Casa Familia. Este lugar es el primer hospice pediátrico de Sudamérica, es decir, la primera casa asistida para recibir a niños con enfermedades sin tratamiento curativo, junto a sus familias, y brindarles, con un equipo interdisciplinario, los cuidados paliativos que requieren.
Por otro lado, es docente del departamento de pediatría de la Universidad de los Andes, donde busca desarrollar la pediatría social, que se centra en el bienestar integral de los niños.
El día a día en esta especialidad es impredecible, con días tranquilos y otros de intensa actividad. La experiencia acumulada en este campo le ha dejado profundas reflexiones sobre la vida y el dolor. "He aprendido que la dignidad y el valor de un ser humano no dependen de sus capacidades", menciona. Para Estefanía, el dolor, aunque difícil de aceptar, tiene un sentido profundo: "nos recuerda nuestra fragilidad y nos invita a confiar más plenamente en Dios".
Estefanía, supernumeraria del Opus Dei, encuentra su fortaleza en el autocuidado y en la fe. Le gusta mucho la danza como una forma de liberar tensiones, pero lo más importante para ella es cuidar su vida espiritual.
Te invitamos a leer la entrevista completa, donde comparte su experiencia, reflexiones y el impacto de su trabajo en las familias que acompaña:
¿Qué te llevó a trabajar en el área de cuidados paliativos?
La verdad es que yo no lo busqué mucho. Después de finalizar la especialidad en pediatría, me ofrecieron trabajar en oncología. Después de unos años allí, trabajé con pacientes NANEA, que son los niños con necesidades especiales en salud. Y después, en octubre del 2022, cuando salió la Ley de Cuidados Paliativos Universales en mi país, (hasta entonces sólo acogía pacientes oncológicos) en el hospital me ofrecieron empezar esta nueva unidad de cuidados paliativos universales.
¿Cómo describirías tú día a día acompañando a pacientes y sus familias en momentos tan delicados?
Nosotros estamos disponibles 24 horas al día, siete días a la semana, los 365 días del año. El día a día es muy variable.
Intentamos que los niños estén en su casa en la medida de lo posible, así que entrenamos a los papás para manejar todo lo posible en casa y hacemos todas las visitas domiciliarias y videollamadas que necesiten. También tenemos pacientes hospitalizados, pacientes en hospice Casa de Luz y algunos en residencias de menores. Nos movemos mucho.
A grandes rasgos, nuestro trabajo consiste en dos cosas: manejo de síntomas (físicos y emocionales) y acompañamiento emocional-espiritual a los niños y sus familias. Aseguramos que nuestros niños tengan la mejor calidad de vida posible y que los papás sepan que no están solos en esto.
¿Hay alguna experiencia o paciente que te haya marcado profundamente?
Todos mis pacientes me han marcado en algún sentido. Cada niño y su familia tienen una historia especial que marca el alma. Historias de mucho dolor, pero también de lucha, de resiliencia, de entrega, de amor incondicional. Con la gran mayoría de las familias llegamos a tener una relación íntima y profunda, que se prolonga también durante el duelo.
Algunas de las historias que más me han impresionado son las de guagüitas (bebés) que, con diagnósticos prenatales de patologías “incompatibles” con la vida, gracias a Dios no fueron abortadas, y que, a veces meses después, fallecen en los brazos de sus mamás, rodeados de amor.
¿Cómo manejas el desafío emocional que implica tu trabajo? ¿Qué te ayuda a seguir adelante?
Soy “hípersensible”, pero creo que es una ventaja porque me permite conectar mejor con los papás, y la conexión es esencial para tener un buen vínculo y así poder ayudarles más y mejor.
Me consuela ver que mi trabajo hace esta etapa un poco menos dura para los niños y sus familias. Mi consuelo principal es que sé que esto no termina acá, que estos niños están hechos para el cielo y que se van directo para allá, donde no hay penas ni sufrimiento.
Sin embargo, sí he tenido algunos episodios de burnout que me han hecho aprender que, para cuidar a otros, tengo que cuidarme a mí también. Aprendí que es importante el autocuidado, pero lo más importante para hacer bien mi trabajo es cuidar mi vida espiritual. Trato de empezar y terminar la jornada laboral en la capilla del hospital, con un rato de oración. Somos sólo un instrumento; Dios hace la pega (el trabajo).
¿Cómo logras transmitir esperanza o consuelo especialmente cuando saben que el final está cerca?
Al contrario de lo que se piensa, cuidados paliativos no es igual a “no hay nada que hacer”. Tal vez no hay esperanzas en un tratamiento curativo, pero sí hay otras esperanzas: la esperanza de vivir el tiempo restante de la mejor manera posible; la esperanza de una muerte tranquila, en paz; la esperanza de salir adelante como papás y como familia; la esperanza de encontrarle un significado a lo que se está viviendo; la esperanza de una vida después de la muerte.
Transmitir esperanza y consuelo a mis pacientes y sus familias es una parte esencial de mi trabajo, respetando siempre las creencias y valores de cada familia.
¿Qué crees que las personas fuera del hospital deberían saber sobre los cuidados paliativos?
Las personas fuera del hospital deberían saber que los cuidados paliativos tratan sobre la vida, no sobre la muerte. No se trata solo de aliviar el dolor físico, sino también de abordar las necesidades emocionales, sociales y espirituales. Los cuidados paliativos no son sólo para los últimos días, sino desde el diagnóstico de una enfermedad.
¿Cómo ves el impacto de tu trabajo en las vidas de los pacientes y sus seres queridos?
Creo que nuestro trabajo tiene un gran impacto. Les ayudamos a poder disfrutar de momentos significativos con sus seres queridos en sus casas.
Por otro lado, perder a un hijo o a un hermano es de las cosas más dolorosas que le puede pasar a alguien, y creo que logramos hacer de esto un proceso un poco más fácil. Para los padres, saber que pueden llamarnos en cualquier momento es un alivio de su carga y estrés. Pueden contactarnos ante emergencias, especialmente en la última etapa de vida, o escribirnos para consultas menos urgentes.
Además, les damos herramientas y recursos para enfrentar el progreso de la enfermedad, y al final, la muerte, con dignidad y amor.
Antes, estos pequeños se morían hospitalizados o en el servicio de urgencia. Gracias a nuestro programa, pueden fallecer en sus casas, sin sufrir, rodeados de sus seres queridos. Esto también permite que los familiares tengan un mejor duelo.
¿Algunos aprendizajes de estos años?
He aprendido muchísimo de mis pacientes y sus familias. Tal vez son cosas que sabía en la teoría, pero que ahora he visto en carne y hueso. He aprendido que la dignidad y el valor de un ser humano no dependen de sus capacidades, o de su “utilidad” para los demás. Todas las vidas merecen ser vividas; no hay vidas más importantes que otras.
Estos niños son una fuente inmensa de amor. También he aprendido que el ser humano es capaz de un amor y de una entrega impresionante, sacrificada y realmente incondicionales.
La mayoría de las familias quiere y puede cuidar a sus niños enfermos, pero es una tarea muy difícil y sacrificada y no pueden hacerlo solas. Necesitan recursos, pero sobre todo mucho apoyo y compañía, cosas aún insuficientes en la mayoría de los casos de nuestro país.
¿Hay alguna reflexión personal sobre el sentido del dolor que te gustaría compartir?
Creo que el dolor, aunque difícil de comprender y aceptar, tiene un profundo sentido en la vida del ser humano. En primer lugar, creo que nos recuerda nuestra fragilidad y nos invita a confiar más plenamente en Dios. Además, el dolor nos permite desarrollar una empatía más profunda hacia los demás. Al experimentar el sufrimiento, somos capaces de empatizar, acompañar y consolar a quienes también lo padecen, creando lazos de solidaridad y compasión que nos enriquecen como seres humanos.
En paliativos se habla de dolor total, pues el dolor no es sólo físico. Somos seres espirituales, con cuerpo y alma, insertos en una familia, en una comunidad. Esto se entiende muy bien en cuidados paliativos.
Desde la fe, el dolor es una participación en el sufrimiento de Cristo, una oportunidad para crecer en fe y amor, nunca un castigo.
Como decía Cicely Saunders, pionera mundial en cuidados paliativos, “el dolor solo es insoportable cuando a nadie le interesa”.
¿Qué papel juega el equipo médico y de enfermería en la creación de un entorno de apoyo para los pacientes?
Es fundamental crear un entorno de apoyo para los pacientes y sus familias. Por eso el enfoque es integral y multidisciplinario. Coordinamos la atención con otros especialistas, con las distintas unidades del hospital y con otros sectores de la salud. Contamos con la imprescindible colaboración de psicólogos y trabajadoras sociales, de voluntarias y de fundaciones que nos ayudan muchísimo.
¿Cómo encuentras inspiración en medio de situaciones tan difíciles?
Como dice un gran paliativista, cuando trabajas para aliviar el sufrimiento, sin otro interés, y se tiene actitud de servir, se siente el gozo de cuidar y acompañar. Y es cierto. Me inspira ver la entrega y el amor con que las familias cuidan a sus niños.
Inspira ver que realmente podemos aliviar el sufrimiento y que podemos ser un canal a través del cual Dios muestra su amor y su consuelo. Jesús muestra claramente en varias ocasiones su predilección por los niños, los pobres, los enfermos y los que sufren, ¡así que trabajo los favoritos de Dios!
¿Cuáles son las principales barreras o desafíos que ves en el ejercicio de cuidados paliativos?
A los médicos nos forman para curar y salvar vidas. La muerte es vista como un fracaso. Nadie quiere que un niño se muera, pero no podemos negar que hay enfermedades incurables. Cambiar esa mirada no es fácil. Cuando no es posible curar, nuestro deber es cuidar y acompañar.
Tenemos que aprender a centrarnos en la persona, no en la enfermedad, y entender que el éxito no siempre está en alargar la vida a cualquier precio, sino en vivir lo mejor posible y en morir bien.
Es más difícil tener esperanza si no crees en un Dios que te ama, que tiene un plan maravilloso y que esto no acaba acá, que hay una vida después de la muerte.