Un amigo me contó una vez que algunos pastores atan las patas de las ovejas que se alejan del redil. “¡Qué cruel!”, pensé. Luego, me explicó que se las cargan sobre sus hombros hasta que llegan a su destino: de ese modo, la oveja aprende a mantenerse en el redil y comprende el afecto que les tiene el pastor.
La historia de mi vida es algo parecido.
Mis madre era protestante y mi padre católico no practicante. Durante mi infancia, él trabajaba fuera del país, y sólo volvía a casa unos días al año. Traté de llenar su ausencia estando con mis amigos, pero no era suficiente. No podía entender que Dios es padre, porque me faltaba experimentar la paternidad. De ese modo, me declaré agnóstica, olvidé que tenía alma.
Me declaré agnóstica, olvidé que tenía alma
Cuando me inscribí a la Universidad, pude asistir a clases de filosofía, historia e incluso teología: mis ojos se fueron abriendo a la fe católica, aunque aún mantenía las distancias. En el segundo año, me apunté a un curso sobre los sacramentos. El profesor era un sacerdote del Opus Dei. Con su lenguaje sencillo y profundo, me despertó la curiosidad por los misterios del catolicismo.
A mitad de semestre, el sacerdote habló de “dirección espiritual”. No sabía qué significaba, pero sentía que mi vida necesitaba una dirección, así que me decidí a charlar con él. Entre otras cosas, me aconsejó leer el libro “Rome Sweet Home”, en el que Scott Hahn, un expastor protestante, narra su viaje de fe a la Iglesia católica. Tomé muchas notas y lo vi claro: quería ser católica. El sacerdote me invitó a acudir a mi parroquia para realizar la profesión de fe. Pasó un poco de tiempo y yo aún no había dado el paso.
Me miraba en el espejo y sabía que aquella “no era yo”
Así que volví a mis antiguas costumbres. Dejé de rezar. Sentía un espíritu rebelde que se divertía comportándose mal. Me miraba en el espejo y sabía que aquella “no era yo”. Tuve un novio con el que las cosas fueron bien durante un tiempo, pero tras una fuerte discusión con él comprendí que necesitaba que Alguien allá arriba me orientase en la vida, para vivir con serenidad y sobriamente.
Acabé mis estudios en la universidad. Una tarde, una amiga me dijo que una profesora de la Universidad quería verme. Recordaba mi deseo de hacerme católica y quería saber si necesitaba ayuda. Se desató una tormenta en mi alma. Comprendí que estaba haciendo esperar a Dios, y que me estaba negando a mí misma tantos momentos de felicidad.
Me preparé para recibir la plenitud de la fe en un centro del Opus Dei. En poco tiempo, recibí la comunión y la confirmación. El Señor fue muy bueno conmigo. Atribuyo mi conversión a san Josemaría Escrivá, pues en sus libros encontré inspiración para no desanimarme y seguir el paso de Dios: “La conversión –dice san Josemaría- es cuestión de un momento. La santificación es el trabajo de toda una vida”. Ahora que pertenezco a las 99 ovejas, espero convertirme todos los días.