Como en una película: «Un perfume con valor de eternidad»

En la unción en Betania María quiso despedir a Jesús y manifestarle su cariño de un modo que perduraría con el paso de los siglos.

La Pasión del Señor es inminente. Jesús está en Betania, en casa de Simón el leproso (cfr. Jn 12,1-11; Mt 26,6-13). Lázaro, ya muerto y resucitado, se encuentra a su lado disfrutando del que quizá fue el último encuentro con su buen amigo. Marta y María también están presentes, junto con unos cuantos discípulos. Marta, como en otras ocasiones, busca agasajar a Jesús, aunque esta vez ella no sea la anfitriona. María, por su parte, echa una mano a su hermana, pero su corazón y su imaginación están ponderando muchas cuestiones que ha vivido últimamente. Con una aguda intuición, quizá comprende en las palabras de Jesús que este encuentro es distinto a todos los demás.

Un amor sin cálculos

Esa tarde los pensamientos de María girarían en torno a Jesús. Todo en ella era agradecimiento. Si bien la amistad siempre hace brotar un sentido de gratitud, la amistad con Dios ¡cuánto más!. Tantas horas de conversación, de consuelo y de compañía le ha brindado el Señor, y recientemente le ha devuelto a su hermano, Lázaro, de la muerte. «¿Cómo agradecer tanta bondad? ¿Qué más puedo hacer por mi Dios?». Estas y otras preguntas se asomarían a su cabeza y, por fin, se decide. Va a hacer algo especial por Jesús para manifestarle su gratitud y su amor.

Los demás invitados no imaginarían lo que en pocos minutos iban a presenciar. María piensa en lo que tiene de mayor valor, no quiere dar una cosa meramente material. No, lo que quiere es entregarse, adorarle, darle gracias y, con ello, manifestar a Jesús todo su amor. Una sonrisa se esboza en su semblante. Ese perfume, de nardo puro, está recogido en una fina botella de alabastro y posiblemente de cuello delgado, hecho así para que, gota a gota, se desprenda el perfume y aromatice el ambiente. Es una fragancia que podría tasarse en unos trescientos denarios –el salario de casi todo un año–, y que pasará a tener valor de eternidad.

María se abre paso entre los invitados y, con determinación, realiza un gesto magnánimo. Antes de que Simón ofreciera a Jesús agua para lavarse, como era la costumbre, María se adelanta, toma el perfume, unge con él los pies de Jesús y los seca con sus cabellos (cfr. Jn 12,1-11; Mt 26,6-13). Rompe el frasco: todo es para su Dios, no se reserva ni una sola gota. Ofrece lo que tiene, con profunda devoción. No calcula, no mide, no se corta. Con ese gesto reconoce la alta dignidad de Jesús. Ese perfume ya no es solo su perfume de nardo de trescientos denarios. María ha ungido al Mesías con el perfume de su libertad, que «solo puede entregarse por amor» [1].

Este momento se asemeja a otro de la vida del Señor, ya lejano en el tiempo, hace más de treinta años. No es Betania, es Belén. No están ni Marta, ni María, ni Lázaro, ni los demás discípulos. Solo están María y José. Jesús no ha hecho milagros ni se ha manifestado como Dios, pero ha nacido como Salvador del mundo. En esas circunstancias, unos reyes de Oriente también le reconocen una dignidad excelsa, dejan lo que tiene de valor a sus pies y, con profunda veneración, adoran a ese Niño Dios. Sus padres se conmueven con ese gesto, admirados de la maravilla que están viviendo. Seguramente, pasado el tiempo, recordarán a Jesús esa expresión magnánima de adoración. Esos reyes poderosos no solamente habían dado unos bienes materiales, más o menos valiosos, sino que al arrodillarse –al menos así podríamos imaginarlos mientras ofrecen sus dones– manifestaron su voluntad de amarle por encima de cualquier otra realidad terrena.

«Queridos jóvenes –escribía en una ocasión san Juan Pablo II–, ofreced también vosotros al Señor el oro de vuestra existencia, o sea la libertad de seguirlo por amor respondiendo fielmente a su llamada; elevad hacia él el incienso de vuestra oración ardiente, para alabanza de su gloria; ofrecedle la mirra, es decir el afecto lleno de gratitud hacia él, verdadero Hombre, que nos ha amado hasta morir como un malhechor en el Gólgota» [2]. Como aquellos reyes, María, con su perfume, ofrece a Jesús su libertad, su gratitud y su deseo de amarle con todo el corazón.

Como él ama

María continúa de rodillas junto a Jesús. El perfume baña los pies de su Señor y, sin dudarlo, comienza a secarlos con sus cabellos. María solo percibe la presencia de Cristo. No repara en los demás invitados, ni en su hermana Marta. Está frente al Señor dándole a conocer el cariño que le tiene y su inmensa gratitud.

También Jesús la contempla sin decir palabras. Deja hacer. Es el momento de María, y quiere necesitar de esas delicadezas. Sabe que se aproxima su pasión y muerte, y le viene al pensamiento todo lo que padecerá por cada uno y por cada una, porque ha venido al mundo para atraernos a su amor, para enseñarnos a amar. Y ve en ese movimiento afectuoso de María un consuelo al sufrimiento que ya se le acerca. María proyecta en ese gesto tantos miles de actos de amor a Dios que cristianos de todos los tiempos le ofrecerán. El corazón de Jesús está particularmente sensible a las manifestaciones de cariño que recibe. Por eso da las gracias a María y, en ella, a todos los que continuarán ungiendo a Dios con el perfume de su vida ordinaria: «Dondequiera que se predique este Evangelio, en todo el mundo, también lo que ella ha hecho se contará en memoria suya» (Mt 26,13).

¿Cómo habrá vivido Jesús ese momento? ¿Qué estaría sopesando en su interior? Quizá entre sus pensamientos rondaba lo que él realizaría con sus apóstoles durante la última cena. Él lavará los pies a sus discípulos, y María se le ha adelantado con aquel gesto. Probablemente, Jesús pensaría en el acto de entrega más grande que tendría lugar pocos días después con la institución de la Eucaristía, la total entrega de sí que culminaría en la cruz. Quién sabe si también consideraría su presencia en cada sagrario, y en tantas almas que se acercarían a él y le recibirían con las mismas disposiciones con que, en ese mismo momento, lo hacía María. «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).

En toda esta escena, se podría pensar que es Jesús quien más recibe con este gesto de María: ella ungió sus pies y los secó con sus cabellos, pero, en verdad, es María quien gana en esta historia. Se vuelca con Jesús, pero él «no se deja ganar en generosidad» [3] y le abre un horizonte aún más dilatado de amor: manifestando con ese gesto su afecto y comprobando que era bien acogido, el corazón de María aprende a ensancharse para amar como Jesús.

El ambiente se llena

San Juan detalla que la casa se impregnó con la fragancia del perfume (cfr. Jn 12,3). De los presentes, quienes no se hayan percatado del generoso acto de María su sentido del olfato les habrá descubierto que algo ha pasado en aquel lugar.

Una manifestación de piedad no engrandece solamente el alma de quien lo realiza. El amor es difusivo, se expande, impregna con su buen aroma a quienes están alrededor. También lo que se deja de hacer, las omisiones, dejan su huella y empequeñecen esta economía de salvación. La piedad, que nace del deseo de agradar a nuestro Padre Dios, «es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» [4].

Dentro de la naturalidad del día a día de todo cristiano, se presentan muchas ocasiones para impregnar el ambiente de amor a Dios: en el trabajo, en la vida en familia, con los amigos y colegas… Es el bonus odor Christi, el buen olor de Cristo, que se manifiesta en el «amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota» [5]. Ungir al Señor, llenar con el perfume de la caridad el ambiente en el que cada uno se encuentra, abre un inmenso panorama a la propia existencia: nos permite mirar a Dios, y sentirnos mirados por él, a través de todo lo que hacemos.

No es de extrañar que los invitados prestaran su atención a la escena que discretamente protagonizaba María. El foco de las conversaciones cambiaría y se produciría un intercambio de miradas. Cada uno, en la intimidad de su corazón, valoraría ese gesto. Juan, al igual que Pedro y Marta, probablemente supo apreciar el acto de María. En cambio, Simón, el dueño de casa, estaría sorprendido, pensando cómo no se le había ocurrido tener algún detalle más con Jesús. San Juan apunta la reacción de Judas: «¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?» (Jn 12,5). María haría oídos sordos a estas palabras. El cálculo no entraba en el léxico sobre el amor que habría aprendido cerca del Maestro. Jesús mira a Judas y a María; en sus ojos se percibe el cariño con el que trata de reconducir los pensamientos y con voz clara dice: «Déjala» (Jn 12,7).

«Jesús sabía que su muerte estaba cercana y vio en ese gesto la anticipación de la unción de su cuerpo sin vida antes de ser depuesto en el sepulcro. Esta visión va más allá de cualquier expectativa de los comensales. Jesús les recuerda que el primer pobre es él, el más pobre entre los pobres, porque los representa a todos. Y es también en nombre de los pobres, de las personas solas, marginadas y discriminadas, que el Hijo de Dios aceptó el gesto de aquella mujer. Ella, con su sensibilidad femenina, demostró ser la única que comprendió el estado de ánimo del Señor» [6].

Esta fue la despedida que María dio a Jesús. Quiso manifestarle su cariño de una manera única, que perdurara en el tiempo. Y lo consiguió. Su amor no solo llegó al corazón del Señor: también alcanza el de todos aquellos –presentes en casa de Simón o lectores de este pasaje– que reconocen su magnanimidad y su deseo de no separarse jamás de él.


[1] Amigos de Dios, n. 31.

[2] San Juan Pablo II, Mensaje, 6-VIII- 2004.

[3] Forja, n. 623.

[4] Amigos de Dios, n. 146.

[5] Es Cristo que pasa, n. 36.

[6] Francisco, Mensaje, 14-XI-2021.