Junio: al Sanatorio de San Francisco de Asís. Asombro del médico y de las religiosas. Arrepentido de pedir una inyección. ¡Qué enfermedad más oportuna! La presencia de Dios continua, un problema resuelto

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Con los primeros calores, preludio del verano, la estancia en el Sanatorio de San Fernando se hace insoportable. Delapuente, el autor de los cuadros de San Nicolás, recuerda una visita a Zorzano: su cuarto «era un horno, porque [la clínica] era un hotelito de dos plantas y estaba en la planta de arriba y le daba el sol todo el día. El pobre estaba dándose aire con una tapa de caja de zapatos y no se quejaba ni decía palabra». A Isidoro, señala otro, «todo le parecía bien; todo lo aceptaba con alegría [...]. Siempre la habitación que le daban reunía para él las mejores condiciones: la una porque era soleada, la otra por espaciosa, etcétera. Lo mismo con los sanatorios: en el primero le trataban muy bien. [...] Y luego, cuando estuvo en el otro, igualmente todo lo elogiaba y además reconocía la conveniencia del traslado».

Ahora bien, tanto el Fundador como sus hijos comprueban que el calor es inaguantable. A la vista de lo cual, el 2 de junio el enfermo es trasladado en ambulancia a otra clínica más habitable: el Sanatorio de San Francisco de Asís, dirigido por religiosas Franciscanas Misioneras de María, en el Paseo de Ronda (calle de Joaquín Costa). A Isidoro le parecerá que la nueva clínica está demasiado bien. Ocupa la habitación número 12.

Zorzano ha llegado en unas condiciones verdaderamente penosas: su desnutrición es terrible y sus crisis de fatiga respiratoria resultan angustiosas. «A todas nosotras, personas acostumbradas a ver enfermos», recuerda una de las religiosas, «nos sobrecogía el ver cómo se ponía». El personal, que acaba de conocer al ingeniero, no sale de su asombro. Isidoro «nunca necesitaba nada; para él todo estaba bien; nunca se quejó: ni de su enfermedad, ni de las enfermeras que le asistíamos», a quienes impresiona «su [...] santo ejemplo».

Al director médico del Sanatorio, le sorprende «su tranquilidad y actitud serena, por la que trataba de conversar —a pesar de la dificultad que en ello sentía— con unos y con otros, como queriendo dar la sensación de que no padecía lo que realmente sufría». A diferencia de los demás pacientes, que por cualquier motivo reclaman la presencia del médico, «no recuerdo que en todo el tiempo que allí estuvo me llamase ni una sola vez ex-profeso». Cuida, en cambio, de que sean atendidos los otros enfermos. Alguna vez, mientras lo asiste una religiosa, suena el timbre de un cuarto. Isidoro indica: «Vaya, hermanita, yo puedo esperar».

Esto suele suceder durante las interminables horas de las comidas que, trituradas, le llevan despacito a la boca. Lo ven —relata el doctor— «mediante grandes esfuerzos irlo ingiriendo y sólo cuando ya no podía más levantaba sus ojos y, suplicante, preguntaba a la religiosa, ¿Basta? Y si las religiosas decían que no bastaba, de nuevo emprendía la tarea con nuevos esfuerzos hasta terminar». En ocasiones se interrumpe para decir con dulzura: «Hermanita, se ha dejado una espina». Y espera hasta que se la quitan de los labios.

Rara vez pide algo. Las pocas ocasiones en que pulsa el timbre, para no molestar a otros pacientes, lo hace de modo tan fugaz que no llega a bajar su número en el cuadro de llamadas. Las religiosas acuden entonces, sin dudarlo, al cuarto de Zorzano: no hay otro enfermo tan delicado. En cuanto a las medicinas, «se abstenía de todo calmante en los periodos de dolor agudo y sólo forzándole conseguían las religiosas que se dejara poner algún calmante», dirá el médico, que finalmente descubre el secreto de Isidoro: «tener algo que ofrecer a Dios en reparación de tantas cosas». A decir verdad, el enfermo no rechaza los cuidados. Simplemente deja que decidan los demás. Cuando le preguntan si quiere un remedio que le alivie, responde: «Como a usted le parezca», sin manifestar su propio deseo. Toma los medicamentos sin averiguar lo que son, ni preguntar sus efectos.

Sólo se recuerda una vez en que, acosado por el dolor, pide una inyección. Inmediatamente se arrepiente: «No; no me la ponga. Soy un inmortificado...». Por otra parte, la Hermana no está facultada para tomar decisiones; pero, a la vista de la tortura que sufre Zorzano, eleva la oportuna consulta y le inyecta el calmante, con autorización de la enfermera jefe. Isidoro pedirá perdón a ésta por la iniciativa sugerida sin haber contado con ella.

Salvo en este caso, cuando el mal lo atormenta en serio, pide —todo lo más— un poco de agua de azahar y, sonriente, mira el Crucifijo que estrecha en sus manos. En alguna ocasión, al médico que ofrece un analgésico vigoroso, le responde apretando el Cristo junto al pecho: «Ésta es mi morfina». El doctor dirá que «para sobreponerse a todo, como él hacía, era preciso un verdadero heroísmo humanamente inexplicable». Tiene razón. Pero las religiosas sí comprenden la explicación que les da Zorzano: sus padecimientos —dice— no son nada al lado de los de Cristo en la Cruz. Para tener bien presentes los sufrimientos de Jesús, recorre a menudo la Pasión del Señor, con ayuda de un pequeño Vía Crucis, regalo del Padre, que hay sobre su mesilla.

Isidoro no «soporta» sus dolores: uniéndolos a la Cruz del Señor, los ve como un tesoro. «La verdad es —concluye— que mi enfermedad no ha podido ser más oportuna. ¡Con tantas cosas que hay que pedir!».

Tiene muy presentes las intenciones que, hace meses, le señaló el Padre. Así, reza por quienes se preparan para recibir el sacerdocio: «Es algo grande. [...] Hay que pedir mucho por Álvaro, José Luis y Chiqui», los tres que se van a ordenar. También —añade— «hay que encomendar lo de las mujeres». Las mujeres del Opus Dei llevarán, entre otras tareas, las labores domésticas en los centros de la Obra: los trabajos que, hoy por hoy, cargan sobre la hermana del Fundador. El enfermo no la olvida: «Hemos de pedir mucho por Carmen; le debemos mucho a Carmen». Se acuerda de las gestiones, en curso, para la aprobación del Opus Dei por la Santa Sede. Se acuerda de todo, incluido —¡cómo no!— su viejo anhelo por la conversión de Rusia. Son tantas intenciones, dice, que no logra dar abasto.

Para que dé abasto, Dios nuestro Señor amplía su tiempo de oración. Isidoro ya no duerme ni de noche ni de día. «La presencia constante de nuestro Padre Dios —había escrito hace años— es lo que le pido con más intensidad». El Señor le concede ahora ese don. Zorzano, efectivamente, «al caer en cama, estaba durante el día pendiente de Dios, pero decía con tristeza que por la noche se dormía. Mas esto fue sólo al principio. Cuando fue avanzando la enfermedad, ya sólo conseguía adormecerse. Entonces el reloj le sacaba de este estado de sopor y enseguida levantaba su corazón a Dios, lleno de alegría. Se podía oírle pronunciar jaculatorias en su inquieto duermevela». Pero al final, «ya no fue necesario el reloj porque, prácticamente, estaba despierto durante las veinticuatro horas del día: ‘¡Está resuelto el problema de la presencia de Dios constante!’, comenta gozoso». Todo el mundo puede aprovechar su vela orante; también las religiosas del Sanatorio. Sor Antonia de la Inmaculada recordará, por ejemplo, cómo —a petición de las hermanas— Isidoro pasa una noche rezando por dos franciscanos recién fallecidos en la misma clínica.