A rastras a la oficina. «Trataba de comer una manzanica». «Yo no he puesto nunca una casa». Disimulando la fatiga

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Isidoro continúa su régimen habitual de vida. Quien ocupa la habitación contigua, en Villanueva, sufre oyendo la tos seca del ingeniero. Pero sólo al director del Centro, Álvaro, confía Zorzano que sus noches son «un continuo desasosiego, ponerse sobre un costado o sobre otro», sin que se calmen los dolores: únicamente hacia las cinco de la mañana, rendido, cae en una especie de sopor. A las seis menos cuarto, suena el despertador y se levanta como todo el mundo. El médico ha dicho que permanecer más tiempo acostado, en vez de aliviarle, quizá sea contraproducente. Por eso, y por espíritu de sacrificio, declina la sugerencia de echarse un rato por las tardes.

Tampoco en el oratorio encuentra postura: se arrodilla con una pierna, sin doblar la otra, que a veces se frota ligeramente. Cuando le preguntan qué tal ha descansado, responde con evasivas.

En esta situación, sigue yendo al trabajo, donde los jefes advierten su quebranto y le aconsejan sin éxito no acudir a la oficina o, cuando menos, tomar algunas temporadas de descanso. Le dicen que no tema perder su empleo. Pero a Isidoro no le mueven temores, sino el amor de Dios, que manifiesta con su profesión, mientras no dañe a su salud.

Por otra parte, el sentido de la justicia impide a Zorzano privar de sus servicios a la empresa, en tanto conserve fuerzas para desempeñar sus encargos en el Opus Dei. Quienes lo conocen declaran que Isidoro nunca lesionó «en lo más mínimo los derechos de las empresas a las que sirvió, por atender otros ministerios aunque fueran de orden apostólico». Los jefes de Ferrocarriles certificarán que no dejó «jamás de cumplir con los deberes de su trabajo». Y los subordinados jurarán «el interés que tenía porque en nada se quebrantasen los derechos nuestros, ni los derechos de la Compañía en la que prestaba sus servicios, pues jamás le vimos que por atender a los menesteres de la que nosotros creíamos que era su residencia de estudiantes, abandonase los servicios de la oficina». De hecho, sigue siendo el primero en llegar al trabajo, aunque lo hace «a rastras», a veces con las uñas amoratadas o con la mano vendada.

Su aspecto —dicen— es el de un «enfermo, pues se le veía en un estado de debilidad y agotamiento tal, que siendo muy joven, parecía un hombre totalmente agotado». A menudo, cuando se sienta en su despacho, necesita desabrocharse el cuello de la camisa y los zapatos. Sus hombres se sienten conmovidos cuando «alguna vez trataba de comer, a media mañana, una manzanica; y digo que trataba de comer: era [tan] triste su estado que nunca llegaba a terminarla». Si le insinúan que deje la tarea, replica que se encuentra bien. En alguna ocasión lo ven tan mal, que hacen venir un taxi para que lo lleve a casa; pero al día siguiente vuelven a encontrarlo en su puesto. De propia iniciativa no suele tomar taxis, aunque alguna vez siente un «enorme y extraño cansancio [...] mientras esperaba el tranvía» después del trabajo.

Pese a que llega rendido a casa, por la tarde acomete sus quehaceres como administrador. Entre otros, el de instalar un Centro más, en la calle Núñez de Balboa. Tiene un fichero de experiencias sobre distintos artículos y sus proveedores. Con Pepe Orlandis hace rondas de tres o cuatro horas para comprar muebles, vajilla, etcétera. Encarga que lleven las compras en horas escalonadas de una tarde: él mismo estará en la casa para comprobar las mercancías y abonar las facturas.

En una de estas caminatas, Isidoro cuenta divertido a Pepe: «Mis compañeros de oficina, recién casados o que van a casarse, suelen decirme: ¡Qué suerte tienes! No sabes bien lo que supone ahora casarse, buscar piso, instalarse, montar una casa con todas las dificultades y jaleos que trae esto consigo. ¡Feliz tú, Zorzano! Si supieran las casas que he montado [...], ¡qué chasco se llevarían!». Cuando refiere en casa la envidia de sus compañeros hacia «los solteros», comenta riéndose: «En realidad tienen razón, pues yo no he puesto nunca ‘una’ casa...».

Este tono bromista no excluye que Isidoro sufra pruebas, exteriores e interiores. Pero las vence con la gracia de Dios. Un procedimiento eficaz para superar las tentaciones es referirlas con la sinceridad de un niño. Aparte de la Confesión semanal —si es posible, con el mismo sacerdote—, Isidoro desahoga el corazón, en confidencia fraterna, con el director de su Centro, Álvaro, que podrá decir: «No supe de ninguna vez que Isidoro hubiese ni dialogado siquiera con la tentación, con el enemigo, se presentara como se presentase [...]. Se tenía por un pobre hombre, indigno de ser llamado hijo de Dios. Y porque confiaba en el Señor, y estaba siempre en su presencia, filialmente, no podía ni permitir ese diálogo con el enemigo». Así, no tiene preocupaciones.

Pero las ocupaciones abundan. Su encargo de administrador implica llegarse a Diego de León o a Jenner, sin dar nunca sensación de agotamiento. El Director de Diego de León escribe: «En el curso 1941-42 venía todos los domingos por la mañana a Lagasca. [...] Estas salidas suponían un esfuerzo extraordinario. El viaje en el tranvía, de pie, y a veces en los estribos. La subida de la escalera hasta el tercer piso. Un día le sorprendí mientras subía; no quise adelantarle, porque comprendí que iba él a sufrir si le veía tan cansado. Estuvo un rato subiendo; cuando llegó al tercero jadeaba y se sentó en el vestíbulo de arriba tembloroso y empapado en sudor». Otro no tuvo esa precaución de esperar, en las mismas circunstancias, y refiere: «Al verme a mí, cambió su fisonomía; me sonrió como tenía por costumbre y me dijo: —Pasa, pasa, que tú eres más joven y seguramente vas más de prisa».

Isidoro bien podría pedir que fueran los administradores a su casa. Pero habrán de ser éstos quienes le hagan el ofrecimiento, que acepta diciendo: «Bueno, si no te es mucha extorsión...».