El Beato Josemaría en el Consulado de Honduras. Prohibidas las visitas de Zorzano

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

A todos lleva esperanza, cariño y noticias del Padre. A mediados de marzo (1937), don Josemaría cambia de alojamiento. Los cobijos provisionales no resuelven nada: a los ocho meses de guerra, se han desvanecido las esperanzas de un desenlace inminente.

Barredo ha encontrado asilo en el Consulado de Honduras, que acogía varias docenas de refugiados. Consigue que admitan al Fundador y a unos cuantos más. La solución parece inmejorable porque brinda la salida definitiva que sus hijos desean para el Padre. En efecto, el Consulado se propone evacuar a todos sus protegidos, por vía diplomática.

La Legación está situada en el Paseo de la Castellana número 51 duplicado (actualmente, 45). Álvaro se traslada el 13 de marzo por la tarde. Al día siguiente Isidoro acude con un coche de la Legación a buscar al Beato Josemaría y a Santiago en el Sanatorio: en el trayecto al Consulado fueron detenidos en tres puestos de vigilancia, pero lograron llegar a su destino. El 15 por la tarde, Zorzano lleva a Eduardo Alastrué al mismo refugio.

Los documentos de la Obra están en la casa donde vive doña Dolores, en la calle Caracas. Allí lleva Isidoro las cartas, diarios y otros papeles de interés histórico: «Diariamente archivo toda la correspondencia en casa de la abuela». De este modo —«la abuela»— se refiere Zorzano a la madre del Fundador, a quien tiene al corriente de las noticias familiares.

Mientras no consigan sacar a don Josemaría de la España comunista, Isidoro se arriesga a ser detenido cada vez que, a diario, se presenta en la Legación. Para entrar, debe esquivar la vigilancia. José María Albareda contará cómo, cuando el ingeniero lo llevó a ver al Padre, le advirtió: «Habrá guardias en la puerta, pero no pedirán nada». En efecto, «mientras los guardias estaban lánguidos junto a los árboles, al otro lado del arroyo, ya estábamos dentro».

Pero también dentro hay quien recela de sus visitas: un día —lo refiere Álvaro— «no pudimos verle. Como la casa era tan pequeña y estábamos tan hacinados en ella, hubimos de oír [...] cómo una de las ‘autoridades’ del Consulado le expulsaba de mala manera, gritando sin educación ni decoro: ‘¡No tiene Vd. por qué venir tanto por aquí! ¡Está comprometiendo a todos los refugiados!’».

Isidoro protestó contra tal falsedad. De nada le valió: hubo de marchar de la casa. [...] La escena era como para que, por lo menos, Isidoro no le hubiera dado ya nunca la cara a su interlocutor, lo que equivalía a no volver más por el Consulado. Pero quedaban allí el Padre y unos hermanos. El próximo día de visita, a la hora de costumbre, llamaba Isidoro a la puerta del Consulado. Se exponía a que de nuevo le afrentasen, poniéndolo un cualquiera otra vez en la calle. [...] No había posibilidad de avisarle para que no viniese. [...] Ahí estaba Isidoro de nuevo. ¿Cómo le recibirían? La gestión era muy difícil, pero el Padre había conseguido —ya que no se podía decir a Isidoro que suspendiera las visitas— aplacar algo los nervios rotos de determinadas personas. Y, muy secamente, se indicó a Isidoro que podía esperar un momento: enseguida saldría el Padre».

Durante una temporada Zorzano hará verdaderas filigranas para continuar su función como enlace. Un procedimiento es acudir a la planta superior, con entrada independiente, para recoger los mensajes del Padre y dejar las cartas, víveres u otros encargos. Llegado el caso, el propio Fundador puede subir y ver unos momentos a Isidoro. En ocasiones hará de intermediario Juanito, el portero de la casa, a quien cabe abordar en el Paseo de la Castellana. Otras veces la comunicación se hace por medio de los hermanos pequeños de Álvaro, Teresa y Carlos, quienes por su edad —en torno a los diez años— no levantan sospechas. A menudo llevarán, escondidas en los zapatos, cartas o notas para Isidoro.

El Fundador consigue que permitan a Zorzano reanudar sus visitas. Suele aprovechar la ocasión para confesarse con el Padre. La frecuencia de los encuentros personales oscilará, con altibajos, según las circunstancias. Pero el ingeniero hará lo que sea preciso, con tal de no dejar al Fundador desatendido, ni a los miembros de la Obra sin las palabras alentadoras del Padre.