Reyes de 1933. «El mejor catedrático» de la Escuela Industrial. «Don Isidoro: ¡Media cuña!» Vicepresidente de la Excursionista.

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

El año nuevo (1933) lo saludó Isidoro ya de regreso en Málaga, a tiempo para repartir los Reyes a las niñas de las Adoratrices.

También él recibió un simpático regalo: algunos alumnos de la Escuela le hicieron llegar a la pensión una locomotora de juguete, con un billete firmado: Melchor, Gaspar y Baltasar. Era una referencia a su nuevo destino en los Andaluces. Al reanudarse las clases, los estudiantes lo saludan imitando el ruido del tren.

Sus discípulos le adoran y lo consideran «un hombre extraordinario». Los profesores suelen anunciar, a comienzo de curso, un plan de la asignatura, ejercicios prácticos, etcétera, que por lo común queda en agua de borrajas. Con Isidoro, en cambio, el programa —dicen— «no fallaba nunca. Él dictaba su plan a seguir, el primer día de clase, y se cumplía exactamente». Zorzano pone los medios para que los muchachos aprendan; pero no les aprueba si no dominan la materia. Los suspende sin humillar: «Uno de los recuerdos que guaro de él fueron unas soberanas calabazas en Matemáticas. Él lo sitió más que yo: me dio toda clase de explicaciones y, al final, me convenció... teniendo que darle las gracias». «Ponía ceros abundantes», dice otro: llegado el caso «no tenía inconveniente en dejar suspenso a toda la clase». Pero todos advierten que, al poner un cero «a cualquier alumno sufría; mucho más, cuando ese alumno era obrero y padre de familia». Cuando hubo alguna gran cosecha de calabazas, «para que en septiembre aprobásemos todos, durante los meses e verano nos estuvo dando clases particulares gratuitas, con lo cual consiguió que aprobásemos todos».

Isidoro no hace distingos entre sus alumnos, aunque vivir la justicia le supone, a veces, practicar en grado heroico también la fortaleza: por ejemplo, cuando suspendió a los dos hijos de su jefe en los Talleres, a quienes venía advirtiendo para que aprovechasen el tiempo, pues «de otra suerte, a pesar de que eran hijos de su padre, no les aprobaría». Agotadas las convocatorias disponibles para aprobar la asignatura, los muchachos hubieron de continuar los estudios en Tarrasa.

A un ingeniero amigo, que se ha interesado por un estudiante, le dirá Zorzano: «Siento mucho, por tratarse de ti, no poder complacerte; pero el alumno que me recomiendas no tiene la suficiente capacidad y preparación, ni ha aprovechado el curso lo que debiera para poder ser aprobado». Su propio auxiliar de cátedra recordará: «Jamás pude conseguir que aprobara algún alumno de los pocos por quienes yo intercedía; a pesar de lo mucho que él me apreciaba y de que le constaba que mi interés por ellos era desinteresado en absoluto». Cuando los alumnos «particulares» comienzan a ser discípulos también oficiales de su asignatura, deja de darles clases privadas.

En cierta ocasión, sorprendió copiando en el examen a un escolar «atravesado». No lo humilló: se limitó a darle un toquecito en el hombro y el muchacho «salió voluntariamente de la clase, con harto pesar del profesor, que sólo demostraba su indignación en estos casos con un gesto muy peculiar suyo: montaba el labio inferior sobre el superior».

El profesor, en efecto, disimula sus posibles impaciencias. Cuando los estudiantes interrumpen la clase con cuestiones, Isidoro parece hasta complacido, «pues decía que el que preguntaba era porque tenía deseos de saber, que era el mejor galardón que podíamos ofrecerle».

Pero sus clases no eran tumultuosas: transcurrían sin bromas fuera de lugar y sin parloteos ajenos a la asignatura. Un alumno recuerda cómo Zorzano lograba que «a su clase, la más temida, fuera a la que concurriéramos todos con más alegría y cariño». «Yo conozco —dirá otro— profesores huesos que se imponen chillando y profesores blandos, con los que la clase es un choteo. D. Isidoro no era ni de unos ni de otros. Imponía su autoridad sin despegar los labios». Los muchachos no acaban de comprender por qué lo respetan: «en esto consistía especialmente nuestra extrañeza, de que lo respetábamos por temor a... no sé qué. Nunca castigaba, nunca se excitaba, siempre era modelo de moderación, agradable en el trato, siempre con una incipiente sonrisa a flor de labios... y sin embargo [...] nos infundía un respeto absoluto y siempre sus clases eran modelo de disciplina y silencio». Tal vez fuera el temor, que no es miedo, de contrariar a un ser querido.

El futuro locutor deportivo y taurino Matías Prats, alumno por entonces de la Escuela, evoca: «Los estudiantes solíamos alimentar las esperanzas de que algún profesor no acudiese a darnos su clase [...]. En cambio, no lo deseábamos así cuando se trataba de las lecciones de don Isidoro [...]: en su caso nos alegraba el verlo llegar».

Todos coinciden en que «el recuerdo de él es lo más agradable y simpático que tenemos de la Escuela»; y cada uno está persuadido de «que era el mejor catedrático que había tenido».

A Isidoro le gusta dar clases. Aunque no sea el principal motivo, también por eso le alegra saber que pronto se inaugurará la primera labor apostólica corporativa del Opus Dei: será precisamente una academia. Daría cualquier cosa por ejercer su docencia en un centro de la Obra. Pero, sin salir de Málaga, este año (1933) tendrá más clases.

El pasado 10 de noviembre ha muerto el P. Aicardo. Isidoro tiene la impresión de que nadie toma el relevo del difunto, como alma de la Casa del Niño Jesús: «Los niños se han quedado sin dar clase» de cultura general y catecismo, como preveía el horario, entre 8 y 9 de la tarde. Isidoro carga con ese cometido. Después de la clase, viene la cena y, a continuación, las oraciones de la noche antes de acostarse.

Zorzano se encarga de todo: clase, cena y oración. Para ello ajusta, todavía más, su horario personal y adelanta la propia cena. Cuando, a las 7, termina las clases en la Escuela Industrial, sale corriendo hacia la pensión, donde cena velozmente, para correr de nuevo hacia el asilo y empezar su lección a las 8. Gracias a Dios, a la Casa del Niño Jesús se llega en cinco minutos desde «La Veleña».

«No os podéis dar idea —escribe a Madrid— de la satisfacción tan extraordinaria que experimento cuando estoy rodeado de esos desgraciados chicos, hijos del arroyo, desecho de la sociedad, sin cariño ni consuelo de los suyos. ¡Cómo vibran sus corazones cuando oyen hablar de Él!».

Sus corazones vibran con el catecismo, y sus bocas parecen insaciables a la hora de la cena. El reglamento del P. Aicardo señalaba que los niños debían guardar silencio durante las comidas. Quizás él lo consiguiera con sus métodos. Pero ahora no es así. Un golfillo grita:

—Don Isidoro, ¡más comida!

Otro reclama, con extraña nomenclatura, un suplemento de pan:

—Don Isidoro: ¡media cuña!

Y don Isidoro, feliz, atiende a todos.

Cuando llega la Cuaresma, conduce a los muchachos a la iglesia de San Juan, para que hagan ejercicios espirituales.

Si un arrapiezo se escapa del asilo, Zorzano lo busca y le convence para que vuelva, porque sólo en la Casa se hará un hombre de provecho.

Al cabo de unos meses nombran a Isidoro tesorero de la Casa. Él procura que su labor pase inadvertida y que su nombre no aparezca. Pero los amigos advierten su espíritu de servicio a cualquier necesitado. Es lo que sucede, por ejemplo, el día en que les hace parar el automóvil y llevar, desde el Rincón de la Victoria hasta el mercado, a un pobre pescadero tambaleante bajo su carga de peces.

No le importa, en cambio, que se conozca su activa presencia en la Sociedad Excursionista. Un día la excursión es, en tren, a Sevilla y, desde allí, a la Gruta de las Maravillas, en Aracena. Otro fin de semana, 86 socios marchan a Granada: en autobuses y coches suben a Sierra Nevada. Isidoro será uno de los pocos que se acerquen a la cumbre del Veleta. El 11 de marzo van a Ronda: la Memoria de la Sociedad relata cómo el Presidente «y los directivos don Miguel Olmedo, don Fernando Suviri y don Isidoro Zorzano recorren el vagón, prodigando estímulos obsequiosos y saludos cordiales» a los 71 expedicionarios. A Isidoro le corresponde ofrecer bombones a las damas. También organiza los horarios de modo que los excursionistas puedan asistir a Misa.

En la excursión a Ronda, por cierto, se plantea una situación que Isidoro debe sortear con elegancia: el casino local organiza un baile para los excursionistas. Éstos saben que Zorzano se retira «discretamente en los casos de fiestas o bailes que, en ocasiones, nos ofrecían en los pueblos o lugares de turismo». De hecho, sin mostrarse grosero, «se escabullía muy bien». Porque la situación actual del ingeniero no es la misma de sus primeros tiempos malagueños. Siempre fue caballeroso con las damas: por sentido cristiano de la castidad y para no alentar en ellas falsas ilusiones. Ahora bien, desde agosto de 1930, no es un simple soltero. Su comportamiento es el de quien pone los medios para ser fiel a un amor. Muchos, en efecto, piensan que tiene novia en otra ciudad.

Por ser un compañero alegre y atento, la próxima Junta general de la Sociedad Excursionista lo elige como vicepresidente, para el curso 1933-34.