7. Romano

Memoria del Beato Josemaría Escrivá, entrevista de Salvador Bernal a Mons. Javier Echevarría.

Páginas atrás, aludía brevemente a la prueba que sufrió Mons. Escrivá de Balaguer, al pensar que el Opus Dei no era de Dios. Considero que lo sucedido en torno a esa tentación sintetiza los sentimientos profundos de su alma respecto de la Iglesia.

El 22 de junio de 1933, mientras rezaba en la tribuna de la iglesia del Perpetuo Socorro de Madrid, en la calle de Manuel Silvela, el Señor permitió que viniese a su pensamiento una idea aterradora. Con rapidez fulgurante le pasó por la cabeza este pensamiento: ¿y si lo que estás haciendo no es cosa de Dios, es cosa tuya, y estás engañando a las gentes que te siguen con tanto entusiasmo? Reaccionó inmediatamente: Señor, si no es tuya, destrúyela; si es, confírmame. Nos confesaba que nada más hacer este ofrecimiento, sintió con más seguridad todavía que la Obra no era un querer humano, sino un mandato de Dios, que le utilizaba como instrumento.

Una situación semejante se produjo en La Granja de San Ildefonso, el 25 de septiembre de 1941. Pasaba allí dos o tres días, para recuperarse del intenso trabajo que había llevado a cabo durante ese año. Ante las grandes contradicciones que padecía entonces, vino a su mente durante la Misa la posibilidad de que desde Roma no se concediese la aprobación, si se presentaba la Obra como esa monstruosidad que los perseguidores denunciaban. El Fundador, con lágrimas en los ojos, pero con una confianza total, se ofreció a Jesús Sacramentado en la Hostia Santa: Señor, si tú lo quisieras, acepto la injusticia. A continuación, como ya le había ocurrido en 1933, experimentó la fuerza de la esperanza y la plena seguridad de que se haría el Opus Dei, al ser una empresa enteramente de Dios. Se conserva la carta que escribió enseguida a don Álvaro del Portillo; al referir su abandono ante la vacilación, que le produjo no poco sufrimiento, aunque fue cuestión de segundos, añadía: ¿cómo me iba a negar a hacer ese acto de unión con su Voluntad, si me lo pedía?

En 1951, nos expresó de manera terminante a un grupo de jóvenes: si el Opus Dei no fuera para Dios, para servir a la Iglesia, sería mejor que se disolviera. Y agregó: ¡yo no lo querría para nada! Como es lógico, además de mostrar su adhesión más completa a la Iglesia, estaba decidido a jugárselo todo por servirla: con la gracia de Dios, estoy dispuesto a dar mi vida por la Iglesia y por el Papa. ¡Con la gracia de Dios, porque yo solo no soy capaz de nada!

Por lo que conozco, la fe y el amor a la Iglesia fueron creciendo a lo largo de la vida de Mons. Escrivá de Balaguer, desde el hogar paterno en Barbastro.

Daba muchas gracias al Señor por haberle hecho nacer en una familia católica, y expresaba su gratitud con un orgullo santo: he amado siempre con locura a mi Madre la Santa Iglesia, y cada día que pasa la quiero más. Agradezco a mis padres y a los primeros que intervinieron en la formación de mi alma, y después a todas las autoridades de la Iglesia, el amor que han puesto en mi corazón, y que se ha ido engrandeciendo cada vez más, haciéndome tener una fe grande, absoluta, en mi Madre la Santa Iglesia, de la que no dudo nunca y de la que estoy seguro porque así nos lo ha dejado bien precisado Jesucristo, Cabeza de su Iglesia: que las puertas del Infierno no prevalecerán jamás contra ella.

Nota muy significativa de su espíritu fue el amor incondicional al Romano Pontífice, a la Jerarquía y a todas las instituciones. Propagó la necesidad de servir a la Iglesia como ésta desea ser servida, sin ninguna restricción, porque los que hemos recibido los Sacramentos de la iniciación cristiana somos Iglesia, y tenemos el deber de trabajar por Ella, y de fomentar la unidad más profunda, respetando y amando los distintos carismas que el Espíritu Santo promueve. Josemaría Escrivá de Balaguer fue un buen hijo de la Iglesia y del Romano Pontífice: millares de fieles son leales servidores de la autoridad y del Magisterio eclesiásticos, removidos por el ejemplo y la enseñanza del Fundador del Opus Dei.

La veía como a una Madre con los brazos abiertos para acoger a todas las almas. En 1970, hacía este resumen: cuando a mí, ahora, me hablan con desprecio de los ricos, y me dicen con altanería Iglesia de los pobres, suelo contestar habitualmente: Iglesia de las almas, de todas las almas. No podemos olvidar que en este mundo siempre habrá ricos y pobres: no lo digo yo, lo ha dicho el Maestro cuando vino a enseñar que era el Camino, la Verdad y la Vida para todas las personas, sin excluir a ninguna.

Fortalecía a su alrededor la fe en el Cuerpo Místico de Cristo, refugio de nuestras almas y camino para llegar a Dios: hay que defender y amar a la Iglesia con toda nuestra alma, para que se vea y se conozca como es: limpia, maravillosa, sin mancha, porque es la Esposa de Jesucristo. Vivimos para esto, y no podemos dejar de encomendar y de trabajar por este fin. Nosotros queremos dar almas a la Iglesia, porque encontrarán el camino para ser felices, con un Dios que ama y perdona.

Vd. pudo apreciar ya su amor al Romano Pontífice en el verano de 1950, en Castelgandolfo, no lejos de la residencia papal.

De aquella temporada recuerdo el afecto con que nos hablaba del Papa. Se levantaba y acudía con ilusión, cuando corríamos hacia la carretera para ver pasar a Pío XII, que volvía de Roma a Castelgandolfo, después de las audiencias con motivo del Año Santo. Nos pedía que le encomendásemos muchísimo, que le quisiésemos, y procurásemos manifestarle nuestro cariño, porque debíamos ver siempre en el Papa al sucesor de Pedro y al "dolce Cristo in terra". Contemplé cómo recibía, con verdadera devoción, la bendición que el Santo Padre iba impartiendo desde el coche.

Quiso que, antes de volver yo a España, pasase dos días en Roma, para ganar el Jubileo y visitar las cuatro Basílicas. Me pidió que rezase con mucha fe, especialmente en San Pedro, sintiéndome muy unido al Papa, para que se incrementase la santidad de los que formamos parte de la Iglesia, y aumentasen en todas partes las conversiones. Me recomendó que no me olvidase de mi familia, añadiendo a mi devoción personal la de mis parientes, considerando que estaba como representándoles a ellos, que desearían tener la fortuna de rezar en la Ciudad Eterna, junto a la sede de Pedro.

Muy pronto vi cómo renovaba continuamente la oblación de su vida por el Romano Pontífice, dispuesto a entregarla en cualquier momento, con la gracia de Dios. Y reiteró ese ofrecimiento en la mañana del 26 de junio de 1975.

Repetía, con absoluto convencimiento, las palabras del Salmo XXXV, 10: apud Te est fons vitae et in lumine tuo videbimus lumen! ["¡en Ti está la fuente de la vida y en tu luz veremos la luz!"]; lo hacía para fomentar su identificación con el Vicario de Cristo en la tierra. Siempre estuvo persuadido de que su unión a la Trinidad Beatísima se haría más fuerte en la medida en que se adhiriera, con el entendimiento y con la voluntad, a las intenciones y a la persona del Papa.

Se palpaba cómo quería servir a ese Buen Pastor, que goza de la asistencia del Espíritu Santo para gobernar a la Iglesia. Por eso, con naturalidad y plenitud de fe, había hecho suyo el adagio Roma locuta, causa finita.

De esa fe nacía también una reacción de tristeza y de reparación cuando se maltrataba al Santo Padre o se despreciaba o tergiversaba su enseñanza. Viene a mi memoria su indescriptible disgusto cuando, en 1968, al presentar la Encíclica Humanae vitae por la televisión, un eclesiástico, probablemente sin darse cuenta, arañó el alcance del documento con unas precisiones impertinentes. Aquella noche, Mons. Escrivá de Balaguer hizo muchos actos de desagravio, por la confusión que esas palabras habían podido sembrar y por la falta de lealtad, al menos material, de aquella persona respecto de la autoridad del Romano Pontífice.

Había soñado en su juventud con estar muy cerca del Papa, aunque fuesen sólo unos instantes, para demostrarle su cariño y disponibilidad. Era inmenso su júbilo cuando estaba físicamente a su lado: así lo comprobé cuando le acompañaba a las audiencias. Asistía dichoso a las ceremonias de canonización. Mons. Montini y Mons. Tardini tenían mucho interés en invitarle a esas solemnidades, para que sintiese la proximidad del Santo Padre. Le proporcionaban asientos situados detrás de los que ocupaban ellos mismos, que por entonces desempeñaban los cargos de Sustituto y de Secretario del Consejo de Asuntos extraordinarios de la Iglesia.

Le he escuchado multitud de veces las expresiones Padre común, o casa del Padre común, para referirse al Santo Padre o a la Sede Apostólica. Le hacían sentir la catolicidad de la Iglesia. Gozaba hondamente con todo lo que alegraba al Papa, e igualmente sufría con sus padecimientos.

A este propósito, recuerdo que, en octubre de 1958, apenas conoció la noticia de la gravedad de Pío XII, estuvo muy pendiente de las comunicaciones oficiales sobre el desarrollo de la enfermedad. Fue muy grande su pesadumbre cuando transmitieron en el telediario imágenes de su agonía. Rogó al Señor que iluminase a las personas que intervenían en esas transmisiones, para que respetasen la intimidad del Papa, también como ser humano, y no difundiesen esos momentos de angustia y de lucha con la muerte.

Una reacción semejante se produjo cuando enfermó gravemente Juan XXIII. Vi su rostro de sufrimiento cuando nos refería lo que le había contado Mons. Dell'Acqua: se escapaban del corazón de Mons. Escrivá de Balaguer palabras y expresiones, suspiros de acompañamiento muy afectado por los dolores que padecía el Padre común.

El Fundador del Opus Dei se conmovía también ante las manifestaciones de cariño del Romano Pontífice.

Se entusiasmaba con los detalles de cariño, grandes o pequeños, que recibía. Removía comprobar con qué ternura llevaba en su cartera la fotografía del Papa Pío XII, con una dedicatoria escrita de su puño y letra.

Experimentaba ese mismo gozo cuando Juan XXIII le enviaba regalos a través de su secretario, Mons. Capovilla, y cuando, con la sencillez que caracterizaba al Santo Padre, le decía: "dobbiamo vederci spesso" ["debemos vernos con frecuencia"]. También se percibía el contento del Fundador al comprobar que el Romano Pontífice seguía muy de cerca y con mucho afecto el trabajo del Opus Dei.

No puedo olvidar su júbilo cuando salió de la audiencia del 10 de octubre en 1964, en la que Pablo VI le entregó un quirógrafo, en el que se alaba la labor del Opus Dei, y le obsequió con un cáliz igual al que había regalado al Patriarca Atenágoras. No hacía más que repetir y ponderar el cariño con que el Santo Padre miraba a sus hijos, también a mí, decía, que soy el más indigno y no merezco nada.

Agradecía vivamente ser recibido por el Papa: con gran responsabilidad, hablaba de lo necesario, de modo claro, con sencillez y sinceridad. No dejaba de referir noticias y sucesos que pudiesen alegrar, confortar y distraer al Santo Padre, pues estaba persuadido de que era muy grande la cruz que cargaba sobre sus hombros. Jamás se le olvidó una conversación, antes de 1950, en la que Mons. Montini le agradecía mucho sus visitas, puesto que no dejaba de transmitirle tantas satisfacciones por la labor apostólica del Opus Dei; y el entonces Sustituto concretaba: "al Santo Padre y, por lo tanto, a sus servidores, nos llegan fundamentalmente disgustos y malas noticias, con lo que es difícil mantener la serenidad, la tranquilidad y el buen humor. Por eso le agradezco mucho, Monseñor, que me traiga estas noticias, que me hacen ver lo que ya sé: un panorama de la Iglesia vivificador y esperanzador para todos los tiempos".

He de precisar que Mons. Escrivá de Balaguer no se ponía nervioso nunca. Sin embargo, cuando estaba cerca del Romano Pontífice, sentía una auténtica conmoción, que jamás quiso perder ni ocultar. E igualmente, gozaba cuando conseguía que pasase yo, como secretario, a saludar al Sucesor de Pedro. Siempre me decía lo mismo: póstrate de rodillas en tierra, y aprovecha esos momentos para demostrar tu cariño y tu veneración, y para aumentar tu oración y tu unión al Vicecristo, al Papa. Pude apreciar idéntica turbación en 1965, durante la ceremonia de inauguración del Centro ELIS. En el discurso que dirigió a Pablo VI, le temblaban la voz y las manos, cosa completamente inusitada en su personalidad, que había afrontado las más difíciles circunstancias con serenidad y aplomo.

Y, en fin, Mons. Escrivá de Balaguer vivía intensamente el tiempo previo a la elección de un nuevo Papa. Vd. estuvo junto al Fundador del Opus Dei en 1958 y 1963.

En esas dos temporadas de Sede Vacante nos alentó a que, además de ofrecer sufragios llenos de piedad filial por el alma del Romano Pontífice difunto, pidiéramos con insistencia por el Sucesor, esforzándonos por amarle ya, decididos a ver en él al "dolce Cristo in terra", al Padre común, a Pedro. No se limitó a darnos estos consejos una o varias veces durante esos días; nos los repetía machaconamente y nos ayudaba a transformar todas nuestras tareas en oración, ofreciéndolas por el futuro Papa, que el Señor quisiese poner al frente de su Iglesia.

Recuerdo su emoción y su fe cuando tuvo conocimiento de la "fumata bianca". Desde ese momento empezó a repetir con intensidad el oremus pro beatissimo Papa nostro, sin saber quién era: le amaba ya con completa devoción, al mismo tiempo que rezaba para que cumpliese con santidad y eficacísimamente su Pontificado.

Nos confiaba que, como hijo, quería participar ya en la carga que el Señor había puesto sobre la persona elegida: deseaba ayudarle con todas sus fuerzas y, por lo tanto, comenzaba con una oración ininterrumpida. En más de una ocasión, en aquellos largos momentos de espera, exclamaba: le quiero ya con toda mi alma, sea quien sea.