1. Necesidad de una nueva evangelización

Conferencia de Mons. Alvaro del Portillo, Gran Canciller de la Universidad de Navarra, en la clausura del XI Simposio Internacional organizado por la Facultad de Teología (1990).

Esta nueva evangelización, sobre todo en Occidente, no se dirige a un mundo que nunca había oído la predicación cristiana, sino, por el contrario, a un mundo en el que ha sido anunciado, creído y amado el mensaje de Jesucristo, aunque ahora se muestre como desarraigado de sus orígenes 3 . Es más, la sociedad occidental evoluciona, en gran medida, paradójicamente enfrentada a sus propias raíces espirituales y culturales, y junto a su progreso material es patente un proceso de grave regresión moral 4 .

Suele hablarse en nuestros días de esta sociedad calificándola de “postcristiana”. Quizá sea oportuno ese apelativo en algunos casos, para reflejar una situación de hecho y unas tomas de posición que pueden explicarse a partir de una deformación intelectual y práctica de la conciencia creyente 5 ; pero sería del todo inadecuado ese apelativo —”postcristiana”—, si de ese modo se pretendiese insinuar que la doctrina de Cristo ha perdido la capacidad de informar el mundo contemporáneo: nada más lejano a la realidad, a una realidad que la gracia de Dios nos hace tocar en tantos ambientes y, sobre todo, en el mundo preciosísimo del alma de multitudes de personas.

Por eso, la actual urgencia de una nueva evangelización no puede hacernos olvidar «la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos —y son millones y millones de hombres y mujeres— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia» 6 . Precisamente esta misión evangelizadora universal exige una Iglesia renovada, revitalizada con el perenne mensaje de Cristo, tan rebosante de imperecedera actualidad; en otras palabras, requiere un nuevo despertar de las conciencias cristianas que atraiga al mundo hacia la luz de Cristo, ese Cristo nuestro que, como gustaba repetir con fuerza a Mons. Escrivá de Balaguer, «no es una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: Jesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula! —dice San Pablo— ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!» 7 .

La decisión de asumir las responsabilidades apostólicas que nos competen como cristianos de nuestra época, no es compatible con visiones pesimistas o negativas del presente. Para anunciar eficazmente el Reino de Dios y trabajar en su propagación, es necesario amar el mundo en que vivimos —amarlo “apasionadamente”, en expresión del Fundador del Opus Dei y de esta Universidad 8 -: es decir, contemplar esta precisa situación histórica y las personas que la constituyen «con los ojos del mismo Cristo», como escribió Juan Pablo II en su primera Encíclica 9 . Así, entre el claroscuro de fenómenos cambiantes, que en muchos casos la hacen irreconocible, se descubre también hoy aquella inquietud del alma humana —que anhela y siente nostalgia de Dios— expresada por San Agustín en el famoso inicio de sus Confesiones: fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te 10 . La acelerada dinámica que caracteriza en líneas generales nuestra época, va acompañada y como plasmada por la inquietud de tantos corazones, que caminan en un continuo desasosiego, sin acertar a descubrir un norte claro para la propia existencia ni un sentido a la historia humana. Pues bien, justamente ahí, en medio de esa inquietud, se ha de proclamar a viva voz que a Quien buscan es a Cristo, y lo que ignoran y anhelan es el amor paterno de Dios, que se les ofrece, a todos y a cada uno, en Cristo y en la Iglesia 11 .

Estamos asistiendo en los últimos meses a grandes transformaciones en amplias zonas del mundo, sobre todo en el Viejo Continente, que parecen anunciar una nueva era de libertad, de responsabilidad, de solidaridad, de espiritualidad, para millones de personas. No podemos olvidar, sin embargo, y hay que decirlo con dolor, que existen también en nuestra sociedad occidental, amplios ámbitos cerrados y hostiles a la Cruz salvadora 12 , ojos que rehúsan admirar la belleza de Dios reflejada en la faz de Cristo 13 .