La noticia de la muerte de Juan el Bautista afectó hondamente al Señor. Él había venido a liberarnos del pecado y de la ruptura con la que éste marca profundamente la naturaleza humana, que Él quiso hacer propia; pero precisamente porque –excepto en el pecado– asumió esa naturaleza hasta sus últimas consecuencias, no le dejó indiferente esta nueva experiencia de la maldad –y, en este caso, también de la frívola estupidez– que cabe en el corazón humano. Se sintió profundamente abrumado y experimentó el impulso de retirarse a un lugar tranquilo, donde pudiera rezar y meditar con paz[1].
Sin embargo, al desembarcar vio una gran muchedumbre y se llenó de compasión por ella[2]. Pasó el resto de la jornada ocupándose de aquellas gentes, de sus almas y de sus cuerpos: les enseñó muchas cosas y curó a los enfermos. El Señor no provocó esa situación, su intención era otra: pretendía simplemente meditar y descansar, y hacer meditar y descansar a los Apóstoles. Pero su corazón sacerdotal no dejó escapar una oportunidad inesperada de atender a los demás, aunque le exigiera superar un estado de ánimo muy comprensible.
Como en otras ocasiones, nada nos dicen los evangelistas de lo que Jesucristo predicó ese día. Les basta que conozcamos, además de su ejemplo de generosidad, los sucesos del final de aquella jornada, que encierran enseñanzas de relieve para quien desea tener vida interior y transmitir a otros el fuego del Señor.
Magnanimidad
Transcurrieron unas horas. Las gentes seguían allí y el Maestro no dejaba de enseñarles. Los discípulos comenzaron a inquietarse pensando qué sucedería cuando aquella multitud fuese consciente de que no tenían tiempo de alcanzar un lugar en donde proveerse de algo para comer. Acudieron a Jesús: éste es un lugar apartado y ya ha pasado la hora; despide a la gente para que vayan a las aldeas a comprarse alimentos[3]. Estas personas tienen una necesidad y hay que darles la oportunidad de satisfacerla antes de que sea tarde. El Señor les respondió de un modo sorprendente: no hace falta que se vayan, dadles vosotros de comer[4]. Su problema es también vuestro problema: afrontadlo vosotros.
Probablemente los Apóstoles no habían acudido a Jesús huyendo de su responsabilidad, no estaban intentando quitarse de encima esa dificultad. Era, sencillamente, una tarea que les superaba de tal manera, que ni se les había pasado por la cabeza que tuviera que ver con ellos. Por supuesto, se compadecían de aquellas gentes, pero ¿qué más podían hacer?
Por eso, la respuesta del Señor les dejaría desconcertados: ¿nosotros?; ¿les tenemos que dar de comer nosotros?; pero si ¡incluso por el jornal de doscientos días de trabajo nos darían una cantidad de pan irrisoria para tal multitud![5]; ¿qué podemos hacer nosotros?
Pero el Maestro no cedió; quiso que cargasen este problema sobre sus hombros: algo podréis hacer... ¿Cuántos panes tenéis? Id a verlo[6]. Los Apóstoles reconocen la insuficiencia de sus medios: tenemos sólo cinco, y dos peces[7]. Traédmelos aquí[8].
Durante los años de tarea apostólica que vivieron después, quizá muchas veces pensarían en lo que Jesucristo les había enseñado aquel día: si sólo tenemos estos medios, con estos medios hemos de afrontar el problema; no nos bastan los buenos deseos, la compasión ante la necesidad de la muchedumbre.Tampoco a un cristiano le basta comprobar que un punto de lucha o un objetivo apostólico supera sus capacidades. Los cristianos debemos tener el corazón grande y la cabeza clara: considerar con serenidad cuántos panes tenemos, qué podemos hacer, sin dejarnos abrumar por lo que no podemos; aunque parezca muy insuficiente, hemos de poner a los pies del Señor lo que está en nuestra mano.
Los evangelistas nos dicen que Jesucristo tomó aquellos alimentos, los bendijo, partió los panes y los dio a los discípulos para que éstos los distribuyeran entre la gente. Alcanzó para todos, e incluso sobró tanto que se necesitaron doce cestos para contener los restos: sobró más de lo que tenían al comenzar; la intervención divina hizo que los medios de los que personalmente disponían crecieran en el esfuerzo generoso por ayudar con ellos a los demás.
San Juan relata esta escena como introducción al largo discurso del Señor sobre el Pan de vida. La relación entre los dos pasajes es clara: la multiplicación de los panes es figura del gran misterio de la Eucaristía[9], en el que el Señor nos ofrece un sustento suficiente y sobreabundante; y va incluso más lejos, puesto que por el prodigio de la transustanciación, lo que era algo sólo material y pobre, se convierte en el Cuerpo y Sangre de Cristo: alimento sobrenatural, Pan de los ángeles, nuevo maná que restaura las fuerzas del nuevo Pueblo de Dios. Pero también podemos extraer de este acontecimiento otras enseñanzas.
Si meditamos la escena tratando de aplicarla a la vida interior, quizá tendremos la impresión de que el Señor nos dice: piensa cuáles son tus medios, examínate con audacia; luego, pon a mis pies lo que tengas; y no te preocupes si te falta, porque a Mí me sobra.
Audacia
Reflexionemos ahora sobre la situación de los Apóstoles que, una vez decididos a poner en juego todas sus posibilidades, se enfrentan a la tarea de distribuir algo patentemente escaso entre una considerable multitud. No es fácil hacerse cargo de cómo se produjo el milagro. Milagros de otro tipo pueden ser quizá más sorprendentes, pero desde luego más fáciles de imaginar: Jesucristo pone su mano sobre alguien, o pronuncia unas palabras, y el enfermo recobra la salud que le faltaba. En cambio, aquí no resulta sencillo saber qué pasó exactamente, porque pudo suceder de diversas maneras (cfr. San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 49, 2-3; San Hilario, In Matthaeum, 14).
Cabe la posibilidad de que el montón de trozos en los que Jesús había dividido los cinco panes y los dos peces aumentase repentinamente de volumen, y lo que antes era poco se hiciese sobreabundante, ante la admiración de los Apóstoles. Es posible, efectivamente, que ocurriese así; pero hay otra posibilidad menos espectacular, que ayuda a percibir con mayor claridad una enseñanza fundamental que probablemente Cristo quiso transmitir a sus discípulos y a quienes le seguiríamos a lo largo de los siglos.
Pudo suceder que el Señor entregase a varios de los Apóstoles una parte de los trozos de pan y éstos comenzasen a distribuirlos entre la muchedumbre. Poco a poco, se fueron dando cuenta del prodigio: llegó para todos e incluso sobró. También el maná era imposible de acumular de un día para otro[10]: Dios quería que quienes recibían aquel alimento no perdiesen la conciencia de que era un don divino y se abandonasen en Él, en lugar de buscar una seguridad meramente humana. Quizás Jesús quiso que los Apóstoles tuvieran una experiencia similar.
Para aquellos de los presentes que fueron conscientes de lo sucedido, fue un motivo de sorpresa y de admiración. Para los Apóstoles fue una clara lección de fe. Unos meses después, el Señor les iba a pedir que echaran sobre sus hombros la carencia de formación de millones de almas: id al mundo entero y predicad el evangelio a toda criatura[11]. Sin duda, se les iba a venir encima una tarea que claramente les superaba: ¿quiénes eran ellos?, ¿qué podían hacer?, ¿no sería más razonable proponerse metas que estuvieran a su alcance?
Entonces traerían a su memoria lo que habían vivido. Recordarían que el Señor les pidió que hiciesen un recuento de sus medios; para Él era igual de difícil dar de comer a aquella multitud con cinco panes que con ninguno, pero quiso enseñarles a poner todo de su parte. Meditarían que Él no permitió que la escasez de medios rebajase el objetivo que les había propuesto; que no se conformó con prestar una ayuda simbólica, que no resolviese el problema. Recordarían también que sus medios fueron siempre escasos... pero terminaron siendo suficientes. En definitiva, habrían aprendido que lo determinante no debían ser sus condiciones –que de todos modos debían examinar–, sino el poder de Dios y las necesidades de las almas.
Los cristianos nos debemos sentir interpelados por la sed que Dios tiene de almas en todos los ambientes y ocupaciones[12]. Deseamos poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres[13]. No podemos dilatar el inicio de esa tarea hasta que dispongamos de todos los panes necesarios para dar de comer a esa muchedumbre; no podemos plantearnos metas pequeñas en la ayuda a los demás, aunque luego –de hecho– tengamos que proceder paso a paso hasta alcanzar las grandes.
Al proponernos objetivos altos y generosos, es fácil que sintamos fuertemente la desproporción entre nuestras capacidades y lo que pensamos que el Señor espera, e incluso que experimentemos un cierto vértigo, una sensación de impotencia y de inseguridad que no hemos de entender como una prueba de que nos falta fe. Al contrario, es quizás una demostración de que el amor de Dios nos está impulsando más allá de nuestra pequeñez. Ese sentimiento de inquietud, lejos de contradecir la magnanimidad, da sentido a la esperanza, porque donde hay absoluta certeza, la esperanza no puede existir[14].
Optimismo
La fe con la que el Señor espera que actuemos, no consiste, pues, en la seguridad de que nuestras cualidades se multiplicarán. Consiste más bien en poner nuestros cinco panes al servicio de Dios, en actuar como si esos panes fueran suficientes, incluso si mientras lo hacemos seguimos sintiendo palmariamente nuestra limitación. La vida de fe no se demuestra en los sentimientos, sino en las obras, también cuando los sentimientos parecen contradecir esas certezas fundamentales en las que se apoya todo nuestro actuar.
El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios[15].
La fe del cristiano no es la ingenuidad de quien no se hace cargo de las dificultades y confía, por eso, en que todo saldrá bien. Al contrario, la fe genera un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad, es decir, que se sostiene y se alimenta de la conciencia de que las cosas pueden ir mal y de hecho a veces irán mal, porque la libertad humana –la nuestra y la de los demás– no siempre buscará lo que Dios quiera. Es, por eso, un optimismo que lleva (...) a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios, aun sabiendo que ni siquiera así tendremos certeza de que todo será favorable.
La fe que el Señor me pide y espera de mí, no es, por tanto, la confianza en la buena marcha de las cosas. Es la seguridad de que, vayan éstas como vayan, Dios se servirá de ellas en mi favor, en favor de quienes me rodean y de la Iglesia entera. Dicho de otro modo: Dios no espera de mí que todo me salga bien, ni tampoco yo espero de Dios que si hago lo que debo todo evolucionará favorablemente; sería ingenuo pensar que basta ser bueno para que todo sea positivo. Dios espera que yo me fíe de Él y por eso ponga lo que está de mi parte para que las cosas vayan bien. Y yo tengo la certeza de que, haciendo lo que Él quiere, estoy logrando el objetivo que realmente importa en mi vida, aunque aquello no siempre produzca un estado de cosas positivo: habrá cosas que irán mal, pero seguiré el consejo del Apóstol: noli vinci a malo, sed vince in bono malum; no te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien[16], y por esto, a pesar de todo, el bien estará venciendo: omnia in bonum!: ¡todo es para bien!
El Señor ha encomendado una gran misión a la Iglesia y a cada cristiano. Es lógico que advirtamos que excede nuestras capacidades e incluso que, al pensar en ella, en ocasiones nos sintamos abrumados. También lo es que a veces, ante tanta labor, no sepamos por dónde empezar y tengamos la tentación de permitir que nuestra limitación nos bloquee.
La meditación de la escena que acabamos de considerar nos hará de nuevo conscientes de que el Señor espera que –como los Apóstoles– asumamos la responsabilidad de ayudar a muchas almas, aplicándonos a esa tarea con todas nuestras capacidades. Y espera también que comencemos a hacer lo que podamos, sin dejarnos dominar por la preocupación de si conseguiremos culminar la labor. La escasez de nuestros panes y peces no ha de ser motivo suficiente para impedir que hagamos lo que en cada momento esté en nuestras manos: Dios proveerá a lo que venga después. Así, aunque no sintamos una gran seguridad, estaremos de hecho viviendo de fe.
Julio Diéguez
[1] Cfr. Mt 14, 13.
[2]Mt 14, 14.
[3]Mt 14, 15.
[4]Mt 14, 16.
[5] Cfr. Mc 6, 37; Jn 6, 7.
[6]Mc 6, 38.
[7]Ibidem.
[8]Mt 14, 18.
[9] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1335.
[10] Cfr. Ex 16, 17-20.
[11]Mc 16, 15.
[12] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 301.
[13]San Josemaría, Forja, n. 685.
[14] Cfr. Rm 8, 24.
[15]San Josemaría, Forja, n. 659.
[16]Rm 12, 21.